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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN EL CONSISTORIO SECRETO
PARA EL NOMBRAMIENTO DE DIEZ NUEVOS CARDENALES
*

Lunes 19 de marzo de 1962

 

Venerables hermanos:

Esta reunión de cardenales junto al Papa, en esta  sala vaticana, es el verdadero "consistorium" de la familia espiritual más sagrada del mundo. El sucesor de San Pedro reúne aquí a su colaboradores más cercanos e inmediatos en el ejercicio del gobierno de la Iglesia universal, a él confiado por el Divino Redentor.

El respeto y el silencio con que esta reunión familiar e íntima se rodea es causa de ansiosa expectación por parte de todo el clero y también de todo el pueblo cristiano.

Pues el renovarse los consistorios a lo largo de los meses y de los años pone su nota característica sobre los acontecimientos más graves que señalan el desarrollo de la actividad humana en relación con la vida de la Iglesia en todas las naciones del mundo, y se expresa en diversos sentimientos de aflicción y tristeza, pero también de alegría y confiada esperanza.

El consistorio de hoy se caracteriza especialmente por estas tres notas: el anuncio del nombramiento de diez nuevos cardenales, una breve relación sobre las condiciones de la Iglesia en algunas naciones, y finalmente, una innovación en el Sacro Colegio.

Vuestra presencia nos incita ante todo a manifestar los sentimientos de nuestra tristeza y la de nuestra familia, por el recuerdo delicado y piadoso de los componentes del Sacro Colegio Cardenalicio, que han dejado a sus hermanos junto al Papa, continuando su trabajo, para ser llamados al gozo de las celestiales recompensas.

Mirad. Al comienzo de nuestro pontificado causó admiración la solicitud en la creación de cardenales, más numerosos que nunca, considerada la extensión de los servicios que los nuevos tiempos imponen al gobierno de la Iglesia. Pues bien; en poco más de tres años, diecisiete cardenales han obedecido a la ley de la naturaleza que alterna la vida con la muerte.

Nosotros estamos aquí, pensativos pero confiados, para recordar los méritos de servicio realizados por ellos y la gracia y la edificación de su trato personal y fraterno, que hacían tan querida la convivencia espiritual con aquéllos.

¡Oh benditas almas: un poco más, un poco más, y cada uno de nosotros, a su vez, os seguirá! Entretanto sed nuestros intercesores junto a Aquel, nuestro Señor Jesucristo, que al precedernos prometió a todos: "Voy a prepararos un lugar" (Jn 14, 2).

„La familiaridad con nuestra idea de seguir las invitaciones del Divino Maestro, que es la resurrección y la vida de todos (Jn 11, 25), nos da serenidad y ánimo en la tarea cotidiana y tranquila de dedicar nuestras energías a "la edificación de la Iglesia santa de Dios" (Ef 4, 12).

Además de esta aflicción, que por otra parte nos incita al bien obrar, el consistorio de hoy renueva en nuestro espíritu una gran tristeza por las condiciones de tribulación, sacrificio, forzada limitación de las más elementales libertades humanas, antes que cristianas, en que están postrados innumerables hombres y no pequeñas colectividades de todo el mundo.

De muchos, de demasiados, puntos de la tierra llega hasta nosotros el gemido. Es un destrozo de vidas humanas provocado por intereses no armonizados entre sí ni debidamente disciplinados. Son una dolorosa sorpresa las siempre nuevas dificultades en el camino arduo y escarpado de los pueblos admitidos hace poco al conjunto de las naciones libres, que buscan el camino para conseguirlo con medios pacíficos, con resultados positivos. Hay un anhelo de pronta y aplicada sensibilidad social, hacia el que la encíclica Mater et Magistra ha estimulado las inteligencias rectas de todos los países y las buenas voluntades.

¿Qué decir de las regiones extensas del mundo donde se cultiva la doctrina y se impone duramente la convicción de que los cielos están cerrados a la luz de la gracia y a todo orden religioso y sobrehumano; donde se proclama que únicamente de la tierra, una vez descubiertas sus recónditas energías antiguas y nuevas, y puestas al servicio de la convivencia temporal de los hombres, aquí abajo, cabe esperar el humano progreso y civilización, para alcanzar prosperidad y felicidad en la vida individual y colectiva?

De aquí se levantó como una amenazante tempestad que sembró grandes ruinas, especialmente allí donde la miseria y las antiguas condiciones de vida hicieron más fácil, con engaños y con la guerra, el cambio y aceptación de la nueva esclavitud, a pesar de algunos beneficios materiales.

Las consecuencias de esta persistente situación, que ayudaron al desarrollo de un materialismo práctico donde no teórico, son causa de temor y dudas sobre la presencia y participación de todos los obispos del mundo católico en la celebración del Concilio Ecuménico, cuya fecha se aproxima.

La primera y más evidente significación de este extraordinario acontecimiento del Concilio debe ser el movimiento hacia una unidad universal en el nombre de Cristo, y la buena voluntad de facilitar con una pacífica pero imponente reunión personal de los obispos de todos los países del mundo los caminos de la colaboración humana y de la paz.

¿Pero cómo pensar en una reunión de esta clase cuando tantas personas importantes siguen en estado de opresión y de coartada libertad en tantas regiones de la tierra? ¿Cuándo los obispos —decimos— por razón de su misión apostólica, llevada a cabo con gran conciencia y recio espíritu episcopal, aún se encuentran en cárceles, en el destierro o imposibilitados, por lo común, en el ejercicio de su sagrado ministerio?

Una vez más, a todos estos queridos hermanos en el episcopado, a su clero y pueblo, y sus nobles naciones, donde el ejercicio del magisterio y ministerio pastoral es prácticamente inexistente, llegue de esta reunión familiar nuestras palabras cordiales, y alentadoras.

La gracia del Señor nos sostiene en la tarea de nuestro trabajo al servicio de la Santa Iglesia y nos lo suaviza con algunas consolaciones, que hacen gustar el valor de los sacrificios realizados y de la cuidada disciplina, que también debemos imponer como cilicio diario a nuestro espíritu.

Sin embargo, nos vemos invitados por una santa inspiración a saborear, después del recuerdo piadoso y reverente de los cardenales difuntos, y de la expresión de tristeza por los dolores de la Santa Iglesia, bajo formas diversas, abiertas u ocultas, oprimida y perseguida, invitados a saborear, decimos, las dulzuras de dos acontecimientos que se refieren de una manera especial a todos los miembros de vuestro sagrado colegio.

El primer acontecimiento agradable comienza hoy mismo con la elevación a la dignidad cardenalicia de diez nuevos venerables hermanos, que vienen a ocupar el puesto de los que han partido hacia la glorificación celestial, como esperarnos para todos y cada uno en el Señor.

A la publicación de hoy, seguirán durante la semana las acostumbradas ceremonias de la imposición de la birreta en el aula clementina y la entrega del galero y de la sagrada púrpura, que se realizará bajo las bóvedas del máximo templo de la cristiandad.

No es costumbre hacer en este acto el elogio de cada uno de los nuevos cardenales. Pues esto quiere ser más que un acto de homenaje a un pasado sacerdotal piadoso, laborioso y benemérito, la promesa de una nueva y brillante actividad, que asegure a la Santa Sede una contribución de madurez y consejo, especialmente preciosa para el humilde sucesor del beatísimo Apóstol Pedro, que tiene como consigna para su barca el "duc in altum" ( Lc 5, 4) y aprovechar las energías de los brazos, de la lengua y de los corazones que el Sagrado Colegio les pone en torno como defensa, como propulsión e incremento de la actividad apostólica. Pues a todo eclesiástico que es honrado con la sagrada púrpura, cualesquiera que sean su procedencia y servicios ya realizados, no se le concede el descanso sino una variación de trabajo, y lleva consigo la señal de una contribución característica que la providencia reserva a su noble vida, la esperanza de la recompensa que el cielo asegura, y a quien también la tierra, digamos, y la historia le rendirán honor.

He aquí, pues, los nombres de los diez eclesiásticos distinguidos, que nos place llamar a la dignidad cardenalicia en este Consistorio:

José de Costa Nunes, arzobispo titular de Odessa, vicecamarlengo de la Santa Iglesia Romana.

Juan Panico, arzobispo titular de Justiniana, nuncio apostólico en Portugal.

Hildebrando Antoniutti, arzobispo titular de Sinnada de Frigia, nuncio apostólico en España.

Efren Forni, arzobispo titular de Darni, nuncio apostólico en Bélgica.

Juan Landázurí Ricketts„ de la Orden de los Hermanos Menores, arzobispo de Lima.

Gabriel Accacio Cousa, arzobispo titular de Gerápolis de Siria de los melquitas, pro-secretario de la Sagrada Congregación de la Iglesia oriental.

Rodolfo Silva Henríquez, de la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco, arzobispo de Santiago de Chile.

León José Suenens, arzobispo de Malinas, Bruselas.

Miguel Browne, maestro general de la Orden de los Hermanos Predicadores.

Joaquín Anselmo María Albareda, benedictino, prefecto de la Biblioteca Apostólica Vaticana.

Señores cardenales, ¿qué os parece de estos nombres?

Pues bien, con la autoridad de Dios omnipotente, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y Nuestra, creamos y publicamos cardenales de la Santa Iglesia Romana:

En el orden de los presbíteros:

José Da Costa Nunes.
Juan Panico,
Hildebrando Antoniutti,
Efren Forni,
Juan Landázuri,
Gabriel Accacio Cousa,
Rodolfo Silva Henríquez,
León José Suenens.

En el orden de los diáconos:

Miguel Browne,
Joaquín Anselmo María Albareda.

Con las dispensas, derogaciones y cláusulas necesarias y oportunas. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

 

Venerables hermanos:

La llegada de nuestros nuevos hermanos al Sagrado Colegio quiere ser señalada, y nos place ofrecerla a vuestra consideración, como un nuevo auspicio de éxito feliz para la manifestación más grande de la vida colectiva de la Iglesia de Cristo que ocupa ahora la expectación universal: la celebración del Concilio Vaticano, cuya inauguración está fijada para la fecha solemne, jueves 11 de octubre del año en curso, en la fiesta de la maternidad de la bienaventurada Virgen María.

Hace un momento, al anunciaros la nueva creación de cardenales, decíamos que éste era el primero de dos acontecimientos que interesaban de una manera especial a todo el Sagrado Colegio en este año de gracia y de histórica confirmación de la vitalidad perenne de la Iglesia católica.

Pues bien, acoged de buen grado, venerables hermanos, la notificación del segundo acontecimiento, que humildemente, creemos proviene también de una feliz y santa inspiración.

Os comunicamos, pues, que, con la gracia de Dios, el próximo jueves santo —19 de abril— pretendemos proceder personalmente a conferir la plenitud del sacerdocio a todos los cardenales de antigua y nueva creación que pertenecen al orden diaconal. La ceremonia, verdaderamente augusta y de las más sagradas se desarrollará en la celebración litúrgica que conmemora y renueva la institución divina del sacerdocio de Cristo "en plenitud de gracia y de apostolado" (Cf. Rm 1, 5).

Queremos reservar el honor de este rito, como conviene, a la archibasílica lateranense, madre y cabeza de lodos las Iglesias de Roma y del orbe.

Los señores cardenales, a quienes tuvimos a bien confiar nuestro pensamiento anticipadamente—en número de doce—fueron unánimes en acoger gustosos la determinación que se les anticipaba por parle del humilde siervo de los siervos de Dios, y con muestras de gozo conmovido por la paridad de altísima y mística significación del carácter sagrado a ellos conferido con los colegas pertenecientes al orden de los obispos y de los presbíteros.

Por el hecho de esta consagración episcopal el triple orden del Sagrado Colegio—obispos, presbíteros y diáconos—no sufre modificaciones en la competencia de carácter histórico, litúrgico o administrativo, fuera de las que se refieren a los obispos suburbicarios, cuya sistematización definitiva está en curso, de conformidad con documentos de inminente publicación.

Para que todos los cardenales que componen el Sagrado Colegio—comprendidos los diáconos—puedan, conveniente y legítimamente, ser consagrados obispos hay un fundamento jurídico, ante todo en los motivos de dignidad inherentes a su altísimo cargo de colaboradores del Papa en el gobierno de la Iglesia universal.

Hay otra razón en favor de la dignidad episcopal de todos los cardenales, indistintamente, en el hecho históricamente demostrado de que, desde la antigüedad más remota, los obispos suburbicarios, los presbíteros y diáconos romanos eran partícipes, más o menos directamente, de una incardinación a la archibasílica patriarcal lateranense, que significaba de alguna manera la participación de todos los cardenales en la dignidad del "obispo de los obispos".

Venerables hermanos del Sagrado Colegio, antiguos y nuevos: "nuestro gozo y nuestra corona". (Cf. Flp 4, 1.)

Recibid con especial cariño esta escueta efusión de paternidad y hermandad en esta bendita festividad de San José, para Nos doblemente querida: porque recibimos en la fuente bautismal el nombre de José, que nos hizo siempre buena compañía, y porque en la fiesta de San José, hace treinta y siete años, el Señor nos llamó al episcopado, conferido aquí en Roma en 1925, en la iglesia de San Carlos, en el Corso, objeto también para nuestro espíritu de gran veneración.

Nos gozamos también de que junto a Nos hay once miembros del Sagrado Colegio que llevan el mismo nombre de San José, Patrono de la Iglesia universal, y especial Patrono del próximo Concilio Ecuménico.

El señor cardenal decano, según noble costumbre, y con delicadas expresiones y sentimientos, se ha hecho intérprete de todo el Sagrado Colegio al renovar a nuestra persona los augurios cristianos por esta conmemoración.

El significado y el intercambio de esas manifestaciones, dentro de nuestra misma familia espiritual, representan altamente, y también delicadamente, el gobierno de la Iglesia universal, y son aliento feliz para cada uno de nosotros para proseguir el trabajo en el campo asignado por la providencia al servicio y al incremento del reino de Cristo en el mundo.

Una vez más os saludarnos y os bendecimos con la efusión de nuestro corazón.


* AAS 54 (1962) 193; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, p.186-194.

 

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