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DISCURSO DEL PAPA JUAN XXIII
A LAS DIVERSAS PEREGRINACIONES LLEGADAS
PARA LA CANONIZACIÓN DEL BEATO MARTÍN DE PORRES
*

Lunes 7 de mayo de 1962

 

Amadísimos peregrinos:

Una flor de primavera se abrió ayer en la Iglesia. Un humilde lego de la Orden de Predicadores, aquél que recibiera las aguas bautismales en la misma pila de Santa Rosa de Lima, ha obtenido ya la glorificación suprema de la Iglesia. Que toda la tierra alabe al Señor, admirable en sus santos, pues Nos ha concedido esta alegría que es, además, manera de demostrar nuestro amor al Perú, nación de tantas promesas y virtudes.

Nuestras felicitaciones más cordiales a nuestro amadísimo señor cardenal, arzobispo de Lima aquí presente, a los demás miembros del Episcopado, a las altas autoridades peruanas y españolas, a los padres dominicos, a los numerosos peregrinos venidos del Perú y de otras tierras.

Al trazar el elogio de nuestro Santo queremos espigar algunos rasgos que conservan inalterado su aroma de santidad al cabo de cuatro siglos.

En la vida de fray Martín hubo tres amores: Cristo crucificado, Nuestra Señora del Rosario, Santo Domingo. En su corazón ardieron tres pasiones: la caridad, particularmente con los pobres y enfermos; la penitencia más rigurosa que él estimaba como "el precio del amor", y, dando aliento a estas virtudes, la humildad. Permitid que en ésta especialmente paremos nuestra atención para deleitarnos contemplándola en el alma transparente de fray Martín.

La humildad reduce la visión que el hombre tiene de sí mismo a sus límites verdaderos, según la regla de la razón. Sobre ésta viene a perfeccionar el alma el don del temor de Dios, por el cual el cristiano, consciente de que sólo en Dios está el sumo bien y su auténtica grandeza, le tributa suma reverencia y evita el pecado, como el único mal que lo puede separar para siempre de Él. Tal es la clave de la sabiduría práctica que regula la vida de los hombres prudentes y discretos. "Sabio amaestramiento de la vida es el temor de Dios", nos dice el Libro Sagrado (Pr 15, 33).

Martín de Porres era el ángel de Lima: los novicios se le confiaban en sus dudas, los padres más graves pedíanle parecer, él avenía matrimonios, sanaba las enfermedades más rebeldes, concertaba enemistades, dirimía contiendas teológicas y daba su opinión definitiva sobre los negocios más difíciles. ¡Oh, qué sabiduría, qué equilibrio, qué bondad atesoraba su corazón! No era un sabio pero poseía la ciencia verdadera que ennoblece el espíritu, ese "lumen cordium" con que Dios asiste a los que le temen, "la luz de la discreción" que diría Santa Catalina de Siena (Lett., 213). En su alma reinaba el santo temor de Dios, base de toda educación, del auténtico progreso en definitiva, de la civilización misma: "Initium sapientiae timor Domini" (Sal 110, 10) (El principio de la sabiduría es el temor del Señor.)

Al verlo en la gloria de los altares, admiramos a Martín de Porres con el embeleso de quien contempla un deslumbrante panorama desde la cumbre de la montaña.

Mas para subir a tales alturas no se ha de olvidar que la humildad es el camino: "Gloriam praecedit humilitas" (Pr 15, 33). Cuanto más alto es el edificio, más profundo debe ser el cimiento. "Fabrica ante celsitudidem humiliatur, et fastigium post humiliationem erigitur" (S. Ag., Serm. 10, De Verbis Domini). No es otra la lección práctica de San Martín.

A él va nuestro himno de alabanza y con éste, nuestra plegaria, "Laudemus viros gloriosos et parentes rostros in generatione sua. Sapientiam ipsorum narrent populi el laudem eorum nuntiet Ecclesia" Eccli., 44, 1, 15). Que él bendiga al Perú, la patria que lo vio nacer; a España, portadora de la fe cristiana a las Américas; a la ínclita Orden de Predicadores. Que la luz de su vida ilumine a los hombres por el camino de la justicia social cristiana y de la caridad universal sin distinción de color o raza. Todo esto se lo pedimos mientras a vosotros, a vuestros familiares y personas queridas otorgamos de corazón nuestra Bendición Apostólica.

 


* AAS 54 (1962) 393; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 248-249.

 

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