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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
DURANTE SU VISITA A LA NUEVA SEDE 
DEL SEMINARIO ESPAÑOL DE SAN JOSÉ DE ROMA

Sábado 13 de noviembre de 1965

            

Las bondadosas palabras que nos habéis dirigido, Señor Cardenal, son acreedoras de Nuestra particular gratitud y estima; las acogemos con el gozo que corresponde a la alta significación de la ceremonia que tiene lugar en esta nueva y espaciosa Capilla dedicada a San José, y en este día que quedara en los fastos del nuevo Seminario Español de San José de Roma. Sí, Señores Cardenales, venerables Hermanos en el Episcopado, Señor Ministro, Señor Embajador y Autoridades de España, Sacerdotes y seminaristas queridos : el deseo tímidamente reiterado en varias ocasiones, la invitación formalmente y con cariño cursada últimamente tienen ahora la respuesta con gran alegría para Nos, para vosotros y para la Iglesia de España.

No sería fácil expresar lo que en esta sintonía de almas pugna por salir a los labios. Nuestra mirada se proyecta ahora desde vuestros semblantes hasta vuestras Diócesis, y llega a las parroquias y Seminarios, a los puestos de trabajo que en la viña del Señor os esperan. Vamos a aprovechar, pues, ocasión tan significativa para conversar con vosotros, Sacerdotes y Seminaristas Alumnos del Colegio y en vosotros con los de España entera: en este diálogo mantendremos nuestro oído en atenta auscultación de vuestros latidos e inquietudes; os queremos pedir que participéis también de las ansias de Nuestro corazón.

La existencia de un Colegio o Seminario Sacerdotal en el centro de la cristiandad, por encima de todo, está condicionada por una nota dominante: la ejemplaridad en su función formadora. Las cifras que el Señor Cardenal de Sevilla acaba de leer, por sí solas ponen de relieve lo brillantemente que ha cumplido con esta misión el Colegio de San José en el Palacio Altemps durante todos los años de su historia. Nos congratulamos de ello y felicitamos a la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos que ha rendido este preciado servicio a la Iglesia de España. Abrigamos la más firme esperanza de que esta nueva sede, funcional, bella y moderna, facilite a Superiores y Alumnos bajo la guía sapiente del Episcopado la tarea de continuar proporcionando a las Diócesis españolas —¿por qué no también al mundo hispanoamericano, a África, a las Misiones?— en el campo de la pastoral, de la ciencia y de la investigación eclesiásticas, del gobierno y de la administración diocesana o nacional, sacerdotes selectos que respondan a la expectativa del Obispo que los mandó a Roma y a la esperanza del mundo moderno.

Hoy como ayer la misión específica del sacerdote es la de comunicar, como pedagogo de la fe, el pan de la palabra; la de distribuir, como ministro del culto, el perdón, la gracia, la santidad. Podrán cambiar los tiempos, y hasta cierto punto, los métodos en conformidad con la evolución de las costumbres. Pero el contenido del mensaje seguirá siendo el mismo; el apostolado será siempre trasmisión de vida espiritual: «ut vitam habeant» (Io. 3, 10); la eficacia fundamental del testimonio propio derivará de la misma fuente: la unión con Dios; el ideal deberá estar colocado en la misma meta: el acercamiento de los hombres a Dios.

«La navecilla apostólica —decíamos en solemne ocasión al Sacro Colegio Cardenalicio— (Disc. al S. Colegio; 24 de diciembre 1963 : Insegnamenti di Paolo VI, 1, 1963) está empeñada en el doble problema de conservar la preciosa e intangible carga de su patrimonio religioso y de surcar el mar tempestuoso de este mundo: flotar y navegar es el doble cometido de la Iglesia Romana, la que con el doble símbolo de la piedra y de la nave expresa espléndidamente la dialéctica de los nuevos deberes y de los nuevos destinos. Establecer esta relación entre el elemento inmutable de nuestra fe y el ambiente que cambia en grado sumo en nuestro tiempo es arte difícil, es sabiduría que requiere la luz divina, es caridad que supone distancia de todo cuanto no es interés real por el reino de Dios... La hora presente exige tal virtud». ¡Oh qué prodigio de fe, cuánto amor y sacrificio se pide al sacerdote que ha de sacar del evangelio palabras nuevas, energías nuevas, gracias nuevas! Cristo ha de estar vivo en el mundo de hoy, sí, más vivo aún que el mundo de ayer, a través de sus sacerdotes.

Y por otra parte, ¡cuántos problemas y peligros, cuántas angustias se evitarían en las existencias sacerdotales si se mantuviese y acrecentase esta vida interior, fuente de serenidad personal y de eficiencia en el ministerio, la que encuentra su centro en la misa, que se sostiene con la meditación, con el coloquio de las visitas eucarísticas, con la devoción filial a la Madre de Dios y Madre nuestra, con la dirección espiritual abierta y confiada, con el ejercicio ascético incluso del pequeño sacrificio que dispone al heroísmo! ¿Serán éstas acaso, amadísimos sacerdotes y seminaristas, prácticas superadas y pasadas de moda? No; que son ahora, como antes lo fueron, la norma segura para poner en la propia persona y en la actividad el signo del «alter Christus». Más aún, ellas ofrecerán manantial puro de renovación perenne, de progreso y desarrollo.

Al sacerdote de hoy se le confía un deber más difícil que el de los llamados «siglos de fe», pues está encargado de sostener y alimentar la fe amenazada y expuesta de los cristianos de nuestro tiempo, de extenderla a ambientes menos propicios al fermento evangélico, buscando incluso con espíritu misionero a los distantes y alejados. Cuando la vida religiosa del pueblo podía casi descansar en la pacífica posesión de la fe, al amparo de un conjunto de cosas que por sí solas la mantenían despierta, las exigencias de la preparación no eran tan subidas. La responsabilidad del sacerdote de hoy es mucho más pesada y su ministerio más delicado; la responsabilidad viene de una más sentida conciencia de la profundidad que ha de dar a su intervención en las cosas santas: no sólo ha de repetir y reproducir fórmulas o ritos, sino que ha de traducir mayormente en mensaje que anuncia en palabras accesibles, en el «sermonem rectum et bene sonantem» (Ex S. Liturgia), en el discurso «que desenrede las intenciones y penetre hasta las entrañas» (Hebr. 4, 12) del hombre y de la vida moderna, cuidando al mismo tiempo de encarnar en estilo de vida la realización ejemplar de cuanto predica y exhorta a los demás.

Por el hecho de estudiar en Roma se os exige además —y con justa razón— una preparación científica en grado excelente. Tenemos la confianza de que este Colegio será un factor poderoso en la renovación de las ciencias sagradas en España, dándole incluso en el terreno de la investigación, el rango que sus gloriosas tradiciones reclaman. Sea vuestro estudio una respuesta amorosa al Dios que se revela obra y está presente en la historia de la salvación: alimente la ciencia vuestra vida espiritual y sirva de cauce al coloquio con el mundo de hoy y su iluminación en Cristo.

Y viene ahora una gran palabra que el mundo moderno casi no quiere oír: la obediencia. En el renacimiento que la Iglesia y la sociedad cristiana piden para dar una nueva faz al mundo contemporáneo se impone el trabajo comunitario, se necesita estar y vivir unidos; por lo tanto hay que ser obedientes. Hoy como ayer es de ley la actitud de respeto y obediencia, a ejemplo de Cristo «factus obediens usque ad mortem» (Phil. 2, 8). Los poderes fundamentales del ministerio derivan de un mandato, prolongación y eco del «Euntes docete omnes, baptizantes...» (Matth. 28, 19). Cultivad esta disposición en la zona íntima de vuestra personalidad; dad a vuestro servicio una intencionalidad sobrenatural de sumisión a la voluntad de Dios, presente en toda ley justa y en toda legítima autoridad; seguid el lema del Divino Maestro «Ego quae placita sunt ei facio semper» (Io. 8, 29).

La regla sacerdotal «nihil sine Episcopo» lleva carga de eficacia certera en la salvación de las almas. «Crean que Dios rige a los que rigen, decía el Beato Maestro de Ávila, . . . tengan por gran merced de Nuestro Señor la obediencia... y si fe tuvieren en el obedecer, gozarán de gran paz» (El B. Juan de Ávila, Obras completas. BAC [Madrid, 1952] vol. I p. 1055).

Vuestra Nación justamente se gloría de esa unidad católica que ha sido —y es— florón en tantos siglos de historia. Toca al sacerdote sobre todo encauzarla hacia su dinamismo más profundo para convertirla en un foco más luminoso de irradiación evangélica. Misión sacerdotal es mantener la unión de esfuerzos en un clima de colaboración apostólica, impulsar la vida multiforme del Pueblo de Dios, actuando como principio de unidad y de concordia en medio de la variedad de las opiniones y situaciones. Mal podría realizarse esta función sin espíritu de docilidad a los Señores Obispos, a la Cátedra de Roma, que «preside la Caridad» en todo el orbe.

¡Amadísimos Sacerdotes y queridos Seminaristas!

De vuestra estancia en Roma marchad a vuestro apostolado con un grande amor a la Iglesia. Sea ésta la gran consigna que dejamos para el nuevo Colegio; os la diremos con palabras del reciente Decreto Conciliar: «dilatato corde participare discant in totius Ecclesiae vita secundum illud S. Augustini: Quantum quisque amat Ecclesiam Christi, tantum habet Spiritum Sanctum». Y que este amor vaya impregnado del espíritu de la catolicidad «quo propriae dioecesis, nationis vel ritus fines tvascendere et totius Ecclesiae necessitates vivere assuescant, animo parato ad Evangelium ubique praedicandum» (Decretum de Instit. Sacerdotali, nn. 18 y 46).

Terminamos este coloquio alentando al querido Episcopado Español, que tan generosamente se prepara, en espíritu de edificante concordia, al estudio de la aplicación de las decisiones conciliares. Invocamos las bendiciones del Cielo sobre este Cenáculo sacerdotal, confiándolo a la protección de María Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia. Bendecimos a cuantos han dado a esta obra sus desvelos, su talento, su generosidad. A vosotros, Señores Cardenales y Obispos, a Vos, Señor Ministro, que habéis traído la representación del Jefe del Estado Español y su Gobierno, a Vos, Señor Embajador, a los Superiores, Alumnos y Exalumnos, a todos los presentes impartimos de corazón le Bendición Apostólica, que con benevolencia extendemos a los demás Seminarios de España.  

 



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