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RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PÍO XII
AL I CONGRESO EUCARÍSTICO BOLIVARIANO
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Domingo 30 de enero de 194
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Venerables Hermanos y amados hijos que, reunidos en la ciudad de Cali, clausuráis en estos momentos el primer Congreso eucarístico bolivariano:

Si la conciencia de Nuestro ministerio y el amor que a Nuestros hijos profesamos Nos impulsa continuamente a levantar Nuestra voz para adoctrinar y exhortar, para acompañarlos a todos en sus horas de tristeza o de alegría, ¿cuánto más no habríamos de hacerlo ahora, al tratarse no sólo de un pueblo, sino de varias y nobilísimas naciones, que se han reunido para rendir pleito homenaje a, Aquel, de cuya gloria están llenos los cielos y la tierra?

Nuestra mirada paternal, amados hijos de Colombia y de Venezuela, del Perú y del Ecuador, de Bolivia: y de Panamá, se recrea al veros hermanados ante el altar y bajo el nombre de aquel que, como la historia lo ha ya reconocido, por encima de todas sus antinomias individuales, suavizadas luego con los años, fue sostenedor de los fueros del Santuario, pregonero de la alta paternidad de los Sucesores de Pedro y consciente conservador, para los suyos, del patrimonio sagrado de la Fe.

La Providencia quiso que se aplazara la realización de vuestros deseos, acaso para prepararos mejor en la escuela del dolor y para hacer posible que vuestro Congreso fuese también un acto de reparación. Pero hoy por fin, caldeadas las almas con tantas oraciones y templados los espíritus en la prueba, estáis ahí aclamando por calles y plazas al Cordero Divino perpetuamente inmolado, renovando vuestra consagración a su Corazón Sacratísimo y esperando ahora una palabra Nuestra, para llevárosla a vuestros remotos hogares como dulce recuerdo.

Y ¿cuál podría ser, sino exhortaros una vez más a la renovación profunda de vuestra vida cristiana y especialmente, según el espíritu de vuestra Asamblea, a la recristianización de vuestras familias por medio de la Eucaristía?

Pocas necesidades habrá hoy tan apremiantes como la consolidación de la familia cristiana, arco fundamental sobre el que descansa esa humana sociedad, que es como la cúpula que corona todo el edificio de la creación; pocas tan urgentes como el saneamiento de esta fuente natural de la vida, si se quiere salvar la existencia misma de la humanidad y hacer que no se malogre en ella el fruto de la Redención. Hasta su misma unidad e indisolubilidad, hasta su misma transcendental finalidad diríanse hoy en peligro.

Unión indisoluble de los esposos entre sí y unión de los padres con los hijos, fundada en el amor. ¿Y cómo no habría de vigorizar este lazo aquel Sacramento que es generador de nuestra caridad  (cf. Summa Theol., 3 p., q. 79, art. 1 y 2) y por el cual formamos con El un sólo espíritu? (1Co 6,17).

Acérquense juntos también a esta mesa los miembros de la familia, acojan en sus corazones terrenos aquel Corazón Divino, que ha de fundirlos consigo, sublimando sus sentires y quereres, incorporando consigo mismo al esposo y a la esposa, a los padres y a los hijos, y entonces sí que no habrá entre ellos más que un corazón y una vida, que ni las borrascas del siglo, ni las penas que trae consigo la lucha por la existencia podrán jamás romper, porque lleva en sí misma el sello de la perpetuidad.

Pero la familia cristiana tiene una misión casi divina: la de transmitir y encender la vida, como se propaga el fuego santo al pasar de uno a otro en los pábilos de los cirios que se yerguen sobre el altar. ¡Esposos, padres e hijos! Misterio del amor terreno. ¡Eucaristía! Misterio del amor divino, que sustenta y perfecciona la vida espiritual, que hace florecer este huerto selecto de la familia, elevando hasta la cima de lo más sublime, la finalidad de llenar la tierra de hijos de Dios, en cuya palabra balbuciente reconozca el Padre Omnipotente y Eterno la voz de su Divino Hijo.

Transformados así, mediante esta incorporación en Cristo, los miembros de la familia cristiana poseen ya aquel principio que les hará irradiar su influencia santificadora en el hogar y en la Iglesia. Porque, ¿a dónde han de ir mejor los padres a encontrar los tesoros de inteligencia, de prudencia y de olvido de sí mismos, que les exige su misión educadora? ¿En dónde se desarrollará más armónica e integralmente el espíritu de sus hijos? La Eucaristía es fuente de aquella «gratia divina quae pulchrificat sicut lux» (S. Thom. in Psalm. XXV, n. 5): gracia divina que hermosea como la luz. ¿Los queréis sumisos y obedientes? En la Eucaristía está presente el mismo Dios encarnado que, obediente a José y a María v viviendo con ellos en la santa intimidad de la familia, creció en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cf. Lc 5, 51,  52). ¿Los deseáis, finalmente, de noble sentimientos y altos ideales? La Eucaristía posee el hechizo de las ternuras divinas y es la concreción más luminosa de los planes inefables de todo un Redentor.

Acaso por eso ha deseado la Iglesia que la. familia, célula vital de la sociedad y por tanto también suya, se regenere y vivifique, haciendo a su vez de ella un centro de atracción de efluvios eucarísticos y encabezando los más dulces capítulos de la historia del hogar con el Santísimo Sacramento.

¡Aquella primera comunión, llevados al altar de mano de vuestros padres; aquella ante un ara perfumada de azahares; aquellas otras primeras comuniones de los retoños con que el Señor os va bendiciendo; aquellas Misas dominicales y festivas inolvidables en familia; aquella consoladora comunión de despedida de los seres queridos! ¡Que la rabia del infierno no consiga arrancar la Eucaristía de vuestras nupcias, de vuestras horas tristes y alegres! Que nunca olvidéis que ahí está El para sosteneros en el sacrificio! Y entonces sí que la familia, cristiana o no dejará nunca de serlo, o lo volverá a ser, donde se hubiera apartado del recto camino.

Con laudable acierto habéis escogido, para sede de vuestra reunión. esa risueña flor del valle del Cauca, la hermosa Cali, que fue en toda. Colombia la primera ciudad donde se estableció la Adoración Perpetua. Con vuestra característica generosidad habéis construido ese luminoso y magnífico templete, que ha de quedar luego para crucero de un grandioso templo, dedicado al Santísimo Sacramento. Con intuición infalible habéis querido grabar en la base de esa custodia, que tenéis ante los ojos, los seis escudos de vuestras seis naciones. Se diría que, con todo eso, deseabais significar que el fruto principal de vuestro Congreso va a consistir en una verdadera renovación de vuestras nobles y antiquísimas tradiciones cristianas, en un propósito firme de serles siempre fieles y en una decisión inquebrantable de buscar en todo momento la paz y la inteligencia entre vuestras naciones, sobre la base de la fraternidad cristiana.

Que la Virgen Santísima de los Remedios, vuestra dulce Madre, os obtenga del cielo semejante gracia, como premio de esta profesión de fe, casi continental, con que habéis dado edificación a la Iglesia y al mundo entero. Y que todos vean dónde está el fundamento de esa paz tan huidiza, y sin embargo tan ansiada.

Prenda de tan preciosos dones del cielo quiere ser la Bendición, que de todo corazón os damos en estos momentos: a Nuestro venerable Hermano el Cardenal Legado, que desde esta misma Roma os hemos querido enviar como prueba de singular afecto; a Nuestros hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes y a todos los fieles presentes, de manera muy especial a las autoridades, que con su apoyo y su presencia han querido contribuir al mayor esplendor del Congreso. Que el Dios eucarístico os bendiga a todos vosotros, queridos hijos, y a todas vuestra católicas naciones, en las que la Iglesia tiene puestas tantas esperanzas.


* AAS 41 (1949) 76-79.

   



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