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DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A UN GRUPO DE LA «OBRA DIOCESANA DE EJERCICIOS PARROQUIALES DE BARCELONA»
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Viernes 15 de junio de 1956

 

No hace todavía dos lustros —hijos amadísimos— que el IV Centenario de la aprobación pontificia del Libro de los Ejercicios de San Ignacio de Loyola, coincidiendo con las bodas de plata de vuestra «Obra diocesana de Ejercicios parroquiales de Barcelona», Nos proporcionó la grata ocasión de recibiros en esta Casa del Padre común para bendeciros y expresaros con pocas palabras la satisfacción que experimentábamos por la hermosa labor de apostolado, que vuestra organización llevaba a cabo, exhortándoos a seguir siempre adelante por el camino de la fidelidad a las ideas y a los métodos ignacianos, como garantía de vitalidad y de eficacia (cfr. Discorsi e Radiomessaggi, vol. X, pag. 261-262).

De entonces acá, así como ha crecido vuestro número y se ha ensanchado el campo de vuestro trabajo, así podríamos aumentar y ampliar Nuestra alabanza, como haríamos con sumo placer, si vuestra presencia no Nos sugiriese una idea, que os queremos lisa y llanamente exponer, como un Padre que se entretiene suavemente con hijos que sabe cuanto le aman.

Porque, efectivamente, que los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola sean un arma providencial, rebosante de celestial sabiduría que, en cuatro siglos, ha conseguido frutos inestimables de santidad, es cosa que no parece menester repetir. Pero hay en la práctica de los Ejercicios, especialmente en aquel retiro, en aquella consagración completa, en la altura de las metas que se proponen y, en general, en todas aquellas circunstancias que ellos requieren —y que tanto sirven, cuando se observan fielmente— un conjunto tal de exigencias, que podrían hacerlos aparecer como cosa reservada para personas que viven ya alejadas del rumor del mundo o, por lo menos, como práctica exclusiva de ciertos grupos especialmente selectos y, por consiguiente, menos numerosos y difundidos, restringiendo así su campo de acción.

Nada más falso, hijos amadísimos, como vuestra. presencia Nos está demostrando, sobre todo si os consideramos como digna representación de las decenas de millares de almas beneficiadas por la práctica de los Ejercicios a través de la Obra vuestra. Con facilidad os concederíamos que no será igual el fruto en quien practica, por ejemplo, el mes completo —que con grande consuelo vamos viendo difundirse cada vez más—, o en quien por necesidad debe reducirse al clásico ciclo de ocho. de cinco o aun de menos días, en esa infinita gama de posibilidades, a que el método ignaciano se presta. De idéntica manera podríamos conceder que no se pretende lo mismo, cuando se trata de niños o de jóvenes, o cuando se han de dar, por ejemplo, a personas que desean decidir sobre su estado futuro, o tienen necesidad de una reforma radical de vida. Pero lo que afirmamos sin vacilar es que siempre, en todos los casos y para todas las personas, habrá una participación de aquel fruto que consiste en «ordenar su vida» (Ejerc. Esp.,21) después de «vencer a sí mismo» (Ibíd.), quitando «de sí todas las afecciones desordenadas... para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición do su vida» (Ibíd. 1); siempre se saldrá de ellos con una práctica mayor de la oración y del examen de conciencia, con un mayor deseo de mortificación, con una formación moral más profunda; siempre se sentirá después el ejercitante más dispuesto a poder «en todo amar y servir a su divina majestad» (Ibíd., 233); siempre, en fin, quien ha hecho bien una tanda de ejercicios, se sentirá impulsado a dar un gran paso en el camino de la perfección cristiana hacia esa meta, que a nadie está cerrada y en la que cada uno podrá ocupar un puesto diverso según el modo con que se sienta capaz de responder a aquel llamamiento por el mismo Santo tan admirablemente descrito (cf. Ejerc. Esp., 91-100).

Vuestra. Obra., precisamente por ser parroquial, está diciendo que un bien semejante no es exclusivo de nadie; vuestra Obra, con los abundantes frutos cosechados en su no breve vida, está proclamando lo que en campo tan inmenso se puede conseguir: vuestra Obra, precisamente en este centenario ignaciano, debe reconocerse como un estímulo para todos los que anhelan trabajar en la difusión de la práctica de los Ejercicios Espirituales en todos los medios sociales, entre toda clase de personas y, de modo muy particular, en esa célula de vida, cristiana que es la parroquia. Ojalá la viéramos pronto utilizarla en todas las parroquias de la cristiandad, para sostener y aumentar la vida cristiana de los fieles y para hacerla florecer de nuevo allí donde acaso haya decaído y languidecido. Nuestros tiempos piden métodos a un mismo tiempo ágiles y racionales, atrayentes y profundos, universales y personales; métodos donde no quede ningún elemento sin aprovechar, ningún problema sin resolver, ningún ansia sin satisfacer; métodos avalados por la experiencia de los siglos, pero con la flexibilidad suficiente para ser adaptados a las exigencias modernas. Pues, precisamente por eso, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, como repetidamente hemos manifestado, tienen todavía, hoy una palabra que decir, una palabra de la que de ninguna, manera debe el mundo prescindir.

Corred, pues, hijos amadísimos a postraros de hinojos ante la tumba de aquel que a los Ejercicios Espirituales ha ligado su nombre e impetrad su potente intercesión ante el trono del Altísimo para que vuestra Obra siga creciendo en número, fervor y eficacia apostólica. Renovad allí vuestros propósitos de apostolado. Pero, antes que nada, aseguradle que es vuestra intención deliberada «afectaros y señalaros en todo servicio de (vuestro) Rey eterno y Señor universal» (Ibíd., 97), reconociendo «tanto bien recibido, (para poder) en todo amar y servir a su divina majestad» (Ibíd., 233).

Muchas gracias, hijos amadísimos, por vuestros dones: la generosidad de los hijos ensancha las posibilidades de la caridad del Padre y les hace participantes de ella con una favorable contracambio de dones y de gracias espirituales.

Que la bendición de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo —aquella Trinidad augustísima a la que el patriarca de Loyola se encomendaba en Manresa todos los días—  os acompañe, como Nos le pedimos. Que ella haga fecunda vuestra Obra en frutos abundantes de santidad , como Nos deseamos. Una Bendición especial también para vuestro queridísimo Prelado aquí presente, para los sacerdotes que trabajan en esta Obra, para vuestros familiares y amigos, para vuestras intenciones y deseos, y para todo aquello que en estos momentos deseáis ver bendecido.


* Discorsi e Radiomessaggi, vol. XVIII, págs. 287-289.

 



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