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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL IV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL DE ESPAÑA
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Domingo 19 de mayo de 1957

 

Venerables Hermanos y amados hijos que, en la histórica ciudad de Granada, estáis clausurando el cuarto Congreso Eucarístico Nacional español:

«Benedictus Deus et Pater Domini Nostri Iesu Christi» (2Co 1, 3) «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo», que os ha dejado gozar de este dichoso día, en que la serie de los homenajes públicos y nacionales al Señor Sacramentado ha podido ser reanudada en esa nación tan querida, y después de un paréntesis tan largo.

Porque, antes que nadie, en el lejano 1893, fue Valencia, la perla del Turia, que parecía poder exigir este privilegio por haber sido cuna de la Adoración Nocturna y patria de San Pascual Bailón, la que prestó el escenario para el primer Congreso; le siguió, tres años después, la antiquísima y remota Lugo, la ciudad de la Exposición continua del Santísimo, con el segundo; vino más tarde, en 1926, la inolvidable Asamblea de Toledo, que con su Custodia de Arfe y su «Transparente» parece haber puesto el arte al servicio del Sacramento de los altares. Y solamente hoy, después de tres agitadísimos decenios, como iris de paz en un cielo nuevo, se viene a completar esta gran cruz trazada sobre el territorio nacional, y precisamente en la muy noble ciudad de Granada, que, renovando los esplendores de aquellos días, en que se la llamó la «Damasco de Andalucía», se ha transformado toda en un altar, cuyo dosel es el azul purísimo de su bruñido cielo, cuyo retablo está formado por los fondos blanquecinos de su Sierra Nevada y los verdes incomparables de su fecunda vega, cuyas macetas de flores son los perfumados jardines de la Alhambra y del Generalife, reflejándose en las frescas aguas del Darro y del Genil.

Y en este templo sin par, cantando al Amor de los Amores, amando a su Señor, cantando a ese Dios, está ahí toda España, la de los Concilios Toledanos con su vetusta fe en la presencia real (cfr. L'Eucaristia nei primi tre Concilii di Toledo, de G. Lachello, Pont. Univ. Gregoriana, 1938); la de los grandes Padres defensores de esta misma creencia: Leandro, Ildefonso, Braulio y, sobre todo, el gran Isidoro (De eccles. officiis, 1.I, c. 18,  Migne P. L. tom. 83 col. 755); la de los insignes pintores eucarísticos; la de las custodias monumentales, la de los grandes teólogos de las definiciones tridentinas, la de los prodigios eucarísticos, la que ha sabido hacer de su entrañable devoción a Jesús Sacramentado una de sus características religiosas. Y tú misma, Granada felicísima, ¿no son cosa tuya aquellos cantores de las glorias del gran Sacramento, que fueron el piadosísimo Fray Luis, el celosísimo Juan de Ávila, el doctísimo Francisco Suárez o aquel pedagogo eucarístico, que se llamó Don Andrés Manjón? ¿No resonó en tus iglesias la voz, impregnada siempre de ternuras hacia el Dios humanado, del elocuentísimo Fray Diego de Cádiz, o no fuiste testigo de los ardores seráficos, ante el Tabernáculo, de aquel héroe de la caridad que se llamó Juan de Dios?

Nada, pues, de nuevo si hoy todos vosotros, amadísimos hijos católicos españoles, habéis querido ofrecer este homenaje especial al que habéis siempre aclamado como meta última de vuestras inteligencias y vuestros corazones, al que habéis siempre reconocido como centro de toda verdad y origen de toda vida.

«Ego sum veritas», parece que os dice Él mismo escondido bajo esas especies sacramentales. Y vosotros, adorándole, se diría que lo estáis reconociendo, puesto que, al caer de rodillas, proclamáis su divinidad y afirmáis vuestra fe en ella misma; al acudir a Él suplicantes, manifestáis vuestra condición de miembros de una naturaleza caída, que siente la necesidad de su ayuda; al cantarle víctima inmolada, le estáis agradeciendo el beneficio inestimable de la Redención, fuente de todos nuestros bienes; al aclamarle glorioso triunfador de la muerte, admitís el argumento definitivo de su santísima resurrección, preludio cierto de la vuestra.

Pero Él dice también «Ego sum vita», y bien podría asegurarse que vosotros se lo estáis repitiendo al correr en estos mismos momentos hacia sus altares con la mirada anhelante, como un día en el desierto las multitudes del pueblo de Israel corrían hacia Moisés, para no morir de sed (cfr. Ex 17; Num. 20). El mundo es como un desierto espiritual y en este desierto no hay más agua que la que brota abundante de esta piedra; no hay más agua que esa gracia divina por la cual hemos sido salvados (cfr. Ef 2, 5) y que Él os ofrece con abundancia y superabundancia (cfr. Jn 10, 10); no hay más agua que esta gracia que a vosotros llega por esos arcaduces divinos, que son los sacramentos. Y de ellos, el primero, el centro de todos, aquel hacia el cual todos están ordenados, es este misterio inefable, perfección de todos los demás en los que, de un modo o de otro, se participa de la vida de Cristo (cfr. S. Th. 3 p. q. 65, a. 3).

Mas si queréis centrar las ideas todas de vuestro Congreso, como Nos ha parecido notar, en la visión de Cristo-Hostia, pero Cristo-Hostia-Amor, entonces sí que aparece luminosamente claro que Él, precisamente en ese Sacramento, es la verdad, porque en él está la suma manifestación de aquella verdad, de aquella inmensa caridad que es la más grande de las verdades. «Deus caritas est» (1Jn 4, 16). Solamente la caridad de un Dios, manifestada especialmente en el Santísimo Sacramento del altar, ha hecho posibles tantos misterios de nuestra santa fe, que podemos entender sólo como efluvio de esta caridad; entonces sí que se ve con evidencia meridiana que Él es vida, porque para vivir es imprescindible unirse a Él, y esta unión solamente se consuma en la caridad, solamente se perfecciona en el amor, en ese amor y en esa unión que son capaces de todas las maravillas.

Que esta verdad no se aleje nunca de vuestras mentes, hijos amadísimos, para que no os dejéis seducir nunca por el engañoso señuelo de otras falaces doctrinas, que no han podido resistir la luz de la Eucaristía, como las aves nocturnas no pueden soportar los resplandores del sol; que esta vida no muera nunca en vuestras almas, sino que se conserve siempre en pleno vigor, para transfundirse luego espontáneamente en todas vuestras acciones, amándoos los unos a los otros, para afrontar juntos con serenidad los momentos que os puede deparar la Providencia, dentro de un sincero espíritu de calma, de colaboración, de recurso constante a Dios y de confianza en vuestros grandes destinos. Que en esta fuente de gracia halléis siempre las energías necesarias para santificaros «en el cumplimiento exacto de todos vuestros deberes» (cfr. Oración del Congreso); que ella procure realmente «luz a vuestras inteligencias, paz a vuestros espíritus, obediencia y vigor a vuestras voluntades, brasas encendidas de caridad a vuestras almas y alas a vuestros pies, para llevar a vuestros hermanos ausentes y engañados, el mensaje de vuestro amor» (Ibíd.).

Y que la Bendición de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros todos; sobre ti, amadísimo Hijo, Legado Nuestro, que con tanto decoro ocupas la Silla Primada española en una ancianidad todavía vigorosa y fecunda; a Nuestros Hermanos en el Episcopado con su clero y su pueblo; al Excmo. Jefe del Estado; a todas las dignas autoridades presentes y a cuantos han contribuido a la preparación y buen éxito de tan memorable Asamblea; a la ciudad de Granada, a toda Andalucía y a al amadísima España en general; a todos los ahí presentes y a cuantos de cualquier modo oyen Nuestra voz, vehículo impalpable de Nuestro más sincero afecto.

Suba desde las vegas granadinas, perfumado con los mejores aromas de sus cármenes floridos, un soplo de verdad y de vida, que llene todas las tierras ibéricas, las altas y las bajas, supere las cordilleras, corra por los mares y se desparrame por el mundo, para hacerle más tranquilo y más pacífico, más santo y más hermoso, más feliz y más acepto a los ojos del Altísimo.


* AAS 49 (1957) 364-368.

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