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CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA
(DE LOS INSTITUTO DE ESTUDIOS)

 

EDUCAR
AL DIÁLOGO INTERCULTURAL
EN LA ESCUELA CATÓLICA

Vivir juntos para una civilización del amor

 

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

EL CONTEXTO

Cultura y pluralidad de culturas
Cultura y religión
Religión católica y otras religiones

ACTITUDES ANTE EL PLURALISMO

Diversas interpretaciones
Actitud relativista
Actitud asimilacionista
Actitud intercultural

ALGUNOS FUNDAMENTOS DE LA INTERCULTURA

La enseñanza de la Iglesia
Fundamentos teológicos
Fundamentos antropológicos
Fundamentos pedagógicos

 

LA EDUCACIÓN CATÓLICA A LA LUZ DEL DIÁLOGO INTERCULTURAL

Aportación de la educación católica
La presencia en la escuela
Donde se ve negada la libertad educativa

 

LA APORTACIÓN DE LA ESCUELA CATÓLICA

Responsabilidad de la escuela católica
Comunidad educativa, laboratorio de intercultura
Proyecto educativo para una educación al diálogo intercultural
El proyecto curricular, expresión de la identidad de la escuela
Enseñanza de la religión católica
La formación del personal docente y directivo
Ser profesores, ser dirigentes

CONCLUSIÓN


INTRODUCCIÓN

La composición multicultural de las sociedades actuales, favorecida por la globalización, es un hecho constatable. La presencia simultánea de culturas distintas representa una gran riqueza cuando se vive el intercambio como fuente de recíproca prosperidad. Pero puede constituir un problema relevante, cuando se vive la pluralidad de culturas como una amenaza contra la cohesión social, contra la custodia y el ejercicio de los derechos individuales o de grupo. No es fácil la realización de una relación equilibrada y pacífica entre culturas preexistentes y culturas nuevas, caracterizadas a menudo por usos y costumbres que se presentan contrastantes. La sociedad multicultural es objeto, ya desde hace tiempo, de preocupación por parte de los gobiernos y organizaciones internacionales. También, en la Iglesia, instituciones y organizaciones educativas y académicas, bien en el ámbito internacional, bien en el nacional o local, se han interesado por el estudio de este fenómeno y han puesto en marcha proyectos específicos.

La educación se encuentra hoy ante un desafío que es central para el futuro: hacer posible la convivencia entre las distintas expresiones culturales[1] y promover un diálogo que favorezca una sociedad pacífica. Un itinerario de estas características pasa a través de algunas etapas que conducen a descubrir la pluralidad de culturas en el propio contexto de vida, a superar los prejuicios viviendo y trabajando juntos, a educar “a través del otro” en la mundialidad y en la ciudadanía. Promover el encuentro entre distintos ayuda a comprenderse recíprocamente, sin que esto suponga renunciar a la propia identidad.

Es grande la responsabilidad de las escuelas, llamadas a desarrollar en sus proyectos educativos la dimensión del diálogo intercultural. Se trata de un objetivo arduo, difícil de ser alcanzado pero necesario. La educación, por su propia naturaleza, requiere apertura a las otras culturas, sin pérdida de la propia identidad; requiere el acoger al otro, evitando el riesgo de una cultura cerrada en sí misma y limitada. Por tanto, es indispensable que los jóvenes asimilen, a través de la experiencia escolar y académica, instrumentos teóricos y prácticos que les consientan un mayor conocimiento de los demás y de sí mismos, de los valores de la propia cultura y de las culturas ajenas. Además, un intercambio abierto, dinámico, ayudaría a comprender las diferencias para evitar la generación de conflictos, convirtiéndolas, antes al contrario, ocasión de enriquecimiento recíproco y de armonía.

En un contexto de estas características, las escuelas católicas están llamadas a aportar su contribución teniendo en cuenta la propia tradición pedagógica y cultural y a la luz de sólidos proyectos educativos. La atención a la dimensión intercultural no es nueva en la tradición de la escuela católica, acostumbrada a recibir alumnos procedentes de ambientes culturales y religiosos diferentes; más hoy se requiere, en este ámbito, una fidelidad valiente e innovadora al propio proyecto educativo[2]. Esto es valido en todos los contextos donde se verifica la presencia de la escuela católica, tanto en los países en que la comunidad católica representa una minoría, como en aquellos en que la tradición del catolicismo se halla más enraizada. A los primeros, se les solicita una capacidad de testimonio y diálogo, sin caer en el riesgo de un cómodo relativismo, según el cual todas las religiones son equivalentes y representan manifestaciones de un Absoluto que nadie puede verdaderamente conocer; en los otros países se trata de dar una respuesta a los muchos jóvenes ‘sin domicilio religioso’ que son fruto de un contexto cada vez más secularizado.

La Congregación para la Educación Católica, fiel a la tarea que le ha sido confiada después del Concilio Ecuménico Vaticano II de profundizar en los principios de la educación católica, desea ofrecer una contribución apta para suscitar y orientar la educación al diálogo intercultural en las escuelas e institutos educativos católicos. Por tanto, los principales destinatarios del presente documento son: los padres, como responsables primeros y naturales de la educación de sus hijos; los organismos que en la escuela representan a la familia; el personal directivo, los profesores y demás dependientes de las escuelas católicas que, con los estudiantes, constituyen la comunidad educativa; las Comisiones Episcopales nacionales y diocesanas, los Institutos religiosos, los Obispos, los Movimientos, las Asociaciones de fieles y otros organismos que tienen la solicitud pastoral de la educación. Nos complace ofrecerlo también como medio de diálogo y reflexión a todos aquellos que sienten como suya la educación de la persona para la construcción de una sociedad pacífica y solidaria.

 

CAPÍTULO I

EL CONTEXTO

Cultura y pluralidad de culturas

1. La cultura es expresión peculiar del ser humano, su específico modo de ser y de organizar la propia presencia en el mundo. Gracias a los recursos del patrimonio cultural de que está dotado desde el nacimiento, el hombre se halla en condiciones de desarrollarse serena y equilibradamente, en una sana relación con el ambiente en que vive y con los otros seres humanos. De todos modos, ese vínculo necesario y vital con la propia cultura no le obliga a cerrarse autorreferencialmente, siendo aquél plenamente compatible con el encuentro y conocimiento de las otras culturas. Las diversidades culturales representan, en realidad, una riqueza y deben ser comprendidas como expresiones de la fundamental unidad del género humano.

2. Uno de los fenómenos que marca un hito en nuestro tiempo y que de modo especial se refleja en el ámbito de la cultura es el de la globalización. Facilitando la comunicación entre las distintas áreas del mundo e implicando a todos los sectores de la existencia, la globalización ha puesto de relieve la pluralidad de culturas que caracteriza la experiencia humana. Y no se trata solamente de un aspecto teórico o general, sino que cada una de las personas se ve continuamente solicitada por informaciones y relaciones que proceden, en tiempo real, de todas las partes del mundo, y halla en su vivir cotidiano una variedad de culturas, confirmando así el sentimiento de que, cada vez más, forma parte de una especie de “aldea global”.

3. Sin embargo, esta variedad de culturas tan vasta no es demostración de ancestrales divisiones preexistentes; antes bien, es el fruto de una continua mezcla de comunidades humanas que es definido también como “mestizaje” o “hibridación” de la familia humana en el curso de la historia y que hace que no exista una cultura “pura”. Las diferentes condiciones ambientales, históricas y sociales han introducido una amplia diversidad dentro de la única comunidad humana, en la cual, por otra parte, «todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto»[3].

4. El fenómeno multicultural de hoy, ligado al surgimiento de la globalización, podría acentuar en términos problemáticos esa “diversidad en la unidad” que caracteriza el horizonte cultural del ser humano. En efecto, emerge una fuerte ambivalencia en la dinámica del intercambio, cada vez más cercano, entre las múltiples culturas: por un lado, se impone el impulso hacia formas de una mayor homologación; por otro, se abre espacio la exaltación de la peculiaridad de cada cultura. Ante la presión ejercida por la movilidad humana, por las comunicaciones de masa, por el Internet, las redes sociales y, sobre todo, por la enorme extensión de los consumos y de los productos que han conducido a una “occidentalización” del mundo, es legítimo plantearse la pregunta acerca de la suerte que espera a la diferencia concreta de cada cultura. Pero al mismo tiempo, a pesar de ser fuerte esta inexorable tendencia a la uniformidad cultural, permanecen vivos y activos muchos elementos de variedad y distinción entre los grupos, que a menudo acentúan reacciones de fundamentalismo y de actitudes cerradas autorreferenciales. De esta manera, el pluralismo y la variedad de tradiciones, de costumbres y lenguas, que constituyen en sí un motivo de enriquecimiento recíproco y de desarrollo, pueden llevar a una exasperación del dato identitario que desemboque en choques y conflictos.

5. De todos modos, sería un error el considerar que sean las diferencias étnicas y culturales la causa de los muchos conflictos que agitan el mundo. La realidad es que éstos tienen raíces políticas, económicas, étnicas, religiosas, territoriales; de ninguna manera, exclusiva o prioritariamente culturales. El elemento cultural, histórico y simbólico es utilizado, no obstante, para movilizar a las personas, hasta el punto de estimular una violencia radicada en elementos de competitividad económica, choque social, absolutismo político.

6. La creciente caracterización multicultural de la sociedad y el riesgo de que las propias culturas -en contra de su verdadera naturaleza- sean utilizadas como elemento de contraposición y conflicto son factores que mueven aún más a la tarea de construir relaciones interculturales profundas entre las personas y los grupos, y contribuyen a hacer de la escuela uno de los lugares privilegiados del diálogo intercultural.

Cultura y religión

7. Otro aspecto que debe ser considerado es la relación entre cultura y religión. «El concepto de cultura supera en amplitud al concepto de religión. Existe una concepción según la cual la religión representa la dimensión transcendente de la cultura y, en cierto sentido, su alma. Las religiones, ciertamente, han contribuido al progreso de la cultura y a la edificación de una sociedad más humana »[4]. La religión se incultura y la cultura se hace terreno fértil para una humanidad más rica y que esté a la altura de su específica e íntima vocación de apertura a los demás y a Dios. Por tanto, «es tiempo de comprender más profundamente que el núcleo generador de toda auténtica cultura está constituido por su orientación al misterio de Dios, en el cual solamente encuentra su fundamento inquebrantable un orden social centrado en la dignidad y responsabilidad personal»[5].

8. La religión se ofrece en general como respuesta de sentido a las preguntas fundamentales del hombre y la mujer: « Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón»[6]. Un estatuto de estas características pone necesariamente a las religiones no sólo en diálogo entre sí, sino también con las distintas formas de interpretación atea o no religiosa de la persona humana y de la historia, que han de confrontarse con las mismas preguntas sobre el sentido. La exigencia del diálogo inter-religioso, en la más amplia acepción de cotejo entre sujetos y comunidades portadores de distintas visiones, hoy se percibe como fundamental incluso por parte de los estados y de la sociedad civil. Con el fin de evitar, en este delicado ámbito de reflexión, fáciles reduccionismos e instrumentalizaciones, consideramos oportuno recordar algunas indicaciones.

9. El avance del proceso de secularización en la sociedad occidental, caracterizada cada vez más por el multiculturalismo, podría producir una fuerte marginación de la experiencia religiosa, admitiéndola como lícita solamente dentro de la esfera privada. Más en general, en la concepción dominante, se asiste hoy a un tácito descarte de la cuestión antropológica, o sea, de la cuestión relativa a la plena dignidad y al destino del ser humano. Se abre paso así la pretensión de arrancar totalmente de la cultura cualquier expresión religiosa. Con ello, se pierde la conciencia del valor precioso de la dimensión religiosa en orden a un fructífero e incitante diálogo intercultural. Junto a esta línea general, hay que registrar la presencia de otros fenómenos que también amenazan con infravalorar la importancia que para la cultura tiene la experiencia religiosa. Pensemos en la difusión de las sectas y del New Age, el cual se ha identificado tanto con la cultura moderna que ya casi no se le considera una novedad[7].

10. Con su referencia a verdades últimas y definitivas y, por tanto, a verdades que dan sentido -verdades de las que la cultura occidental difundida parece alejarse-, la religión representa, en todo caso, un decisivo aporte a la construcción de la comunidad social en el respeto del bien común y en la búsqueda de la promoción de todo ser humano. Quienes detentan el poder político están, por tanto, llamados a un efectivo discernimiento de las posibilidades de emancipación y de inclusión universal que toda cultura y toda religión manifiestan y realizan. Un criterio importante para esa valoración resulta ser la efectiva capacidad que éstas poseen para valorar todo el hombre y todos los hombres. El cristianismo, religión del Dios con rostro humano[8], porta en sí mismo un criterio de estas características.

11. La religión puede contribuir al diálogo intercultural «solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública»[9]. «La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. [...] En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad»[10]. Fe y razón deben, por tanto, reconocerse recíprocamente, y recíprocamente fecundarse.

12. Una cuestión importante en el diálogo entre cultura y religiones atañe al debate entre la fe y las distintas formas de ateísmo o concepciones humanísticas no religiosas. Este debate requiere colocar en su centro la búsqueda de aquello que favorece el desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres, evitando paralizarse en un estéril choque de partes contrarias. Requiere, asimismo, una sociedad que reconozca el derecho a la propia identidad. Por su parte, la Iglesia, con el amor que extrae de las fuentes del Evangelio, a la luz del misterio de la Encarnación del Verbo, proclamando que «el hombre merece honor y amor para sí mismo y debe ser respetado en su dignidad. Así los hermanos deben volver a aprender a hablarse como hermanos, respetarse y comprenderse para que el hombre mismo pueda sobrevivir y crecer en la dignidad, la libertad, y el honor. En la medida en que sofoca el diálogo con las culturas, el mundo moderno se precipita hacia conflictos que corren el riesgo de ser mortales para el porvenir de la civilización humana. Más allá de los prejuicios y de las barreras culturales y de las diferencias raciales, lingüísticas, religiosas e ideológicas, los humanos deben reconocerse como hermanos y hermanas y aceptarse en su diversidad»[11].

Religión católica y otras religiones

13. En este contexto, el diálogo entre las distintas religiones asume especial relieve. Posee un perfil específico y pone de manifiesto, ante todo, la competencia de las autoridades de cada religión. Naturalmente, el diálogo inter-religioso, colocándose en la dimensión religiosa de la cultura, se entrevera con aspectos de la educación intercultural, aunque en ella no se agote, ni se identifique totalmente con ella.

La mundialización ha aumentado la interdependencia de los pueblos, con sus diferentes tradiciones y religiones. A este respecto, no falta quien afirma que las diferencias son necesariamente causa de división y, por tanto, al máximo, pueden ser toleradas; mientras que otros llegan a sostener que las religiones, simplemente, deben ser reducidas al silencio. «Por el contrario, [las diferencias] ofrecen a personas de diversas religiones una espléndida oportunidad para convivir en profundo respeto, estima y aprecio, animándose unos a otros por los caminos de Dios»[12].

A este respecto, la Iglesia católica siente cómo va siendo cada vez más importante la necesidad de un diálogo que, a partir de la conciencia de la identidad de la propia fe, pueda ayudar a las personas a entrar en contacto con las otras religiones. Diálogo indica no sólo el coloquio, sino también el conjunto de las relaciones inter-religiosas, positivas y constructivas, con personas y comunidades de otras creencias, para un conocimiento mutuo[13].

El motivo del diálogo con personas y comunidades de otras religiones radica en el hecho de que todos somos criaturas de Dios, que actúa en toda persona humana, que a través de la razón, percibe el misterio de Dios y reconoce los valores universales. Además, el diálogo encuentra en la búsqueda del patrimonio de valores éticos comunes y presentes en las distintas tradiciones religiosas otra razón para contribuir como creyentes a la afirmación del bien común, de la justicia y de la paz. Por tanto, «mientras que muchos están siempre dispuestos a subrayar las diferencias inmediatamente perceptibles entre las religiones, nosotros, como creyentes o personas religiosas, nos vemos puestos ante el reto de proclamar con claridad lo que tenemos en común»[14].

El diálogo que la Iglesia católica cultiva con las otras Iglesias y Comunidades cristianas no se detiene en aquello que tenemos en común, sino que tiende hacia el objetivo más alto de volver a recobrar la unidad perdida[15]. El ecumenismo tiene como fin la unidad visible de los cristianos, que Jesús pidió para sus discípulos: Ut omnes unum sint, que todos sean una cosa sola (Jn 17, 21).

14. Las modalidades del diálogo entre los creyentes pueden ser diversas: hay un diálogo de la vida, compartiendo alegrías y dolores; existe un diálogo de las obras, colaborando en orden a la promoción del desarrollo del hombre y la mujer; existe un diálogo teológico, cuando es posible, con el estudio de las respectivas herencias religiosas; existe el diálogo de la experiencia religiosa.

15. Este diálogo no es un acuerdo, sino un espacio para el testimonio recíproco entre creyentes que pertenecen a religiones distintas, para conocer más y mejor la religión del otro y los comportamientos éticos que ésta conlleva. Por el conocimiento directo y objetivo del otro y de las instancias religiosas y éticas que especifican su credo y praxis, se acrecientan el respeto y la estima recíprocos, la mutua comprensión, la confianza y la amistad. «Este diálogo, para ser auténtico, debe ser claro, evitando relativismos y sincretismos, pero animado de un respeto sincero por los otros y de un espíritu de reconciliación y de fraternidad»[16].

16. La claridad del diálogo comporta, ante todo, la fidelidad a la propia identidad cristiana. «Los cristianos proponen a Jesús de Nazaret. Él es, así lo creemos, el Logos eterno, que se hizo carne para reconciliar al hombre con Dios y revelar la razón que está en el fondo de todas las cosas. Es a Él a quien llevamos al forum del diálogo interreligioso. El deseo ardiente de seguir sus huellas impulsa a los cristianos a abrir sus mentes y sus corazones al diálogo (cf. Lc 10,25-37; Jn 4,7-26)»[17]. La Iglesia católica anuncia que «Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos»[18].

Por tanto, si ésta es la condición indispensable para el diálogo inter-religioso, lo es también para una adecuada educación intercultural que no prescinda de la identidad religiosa.

17. Para una educación así concebida, son lugares significativos las escuelas y los institutos de educación superior católicos. Aquello que define “católica” a una institución educativa es el hecho de referirse a la concepción cristiana de la realidad. «Jesucristo es el centro de tal concepción»[19]. Por tanto, «las escuelas católicas son contemporáneamente lugares de evangelización, educación integral, inculturación y aprendizaje del diálogo entre jóvenes de religiones y ambientes sociales diferentes»[20]. El Papa Francisco ha declarado, refiriéndose a un centro escolar de Albania, que «después de largos años de represión de las instituciones religiosas, desde 1994 ha retomado su actividad, acogiendo y educando a jóvenes católicos, ortodoxos, musulmanes y también algunos alumnos nacidos en contextos familiares agnósticos. Así, la escuela se convierte en espacio de diálogo y de serena confrontación, para promover actitudes de respeto, escucha, amistad y espíritu de colaboración»[21].

18. En este contexto, la responsabilidad de la educación es «transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo»[22]. Todos los niños y los jóvenes, deben tener la misma posibilidad de acceder al conocimiento de la religión propia y de los elementos que caracterizan a las otras religiones. El conocimiento de otros modos de pensar y de creer disipa los miedos y enriquece a todos con los modos de pensar del otro y con sus tradiciones espirituales. Por eso, los profesores tienen la responsabilidad de respetar siempre a la persona humana que busca la verdad de su propio ser; de apreciar y difundir las grandes tradiciones culturales abiertas a la transcendencia y que expresan la aspiración a la libertad y a la verdad.

19. Este conocimiento no se agota en sí mismo, sino que se abre al diálogo. Cuanto más rico es el conocimiento, más capacitado está uno para realizar ese diálogo y para convivir con quien profesa otras religiones. Las diferentes religiones, en el contexto de un diálogo abierto entre las culturas, pueden y deben aportar una riqueza decisiva para la formación de la conciencia acerca de los valores comunes.

20. A su vez, el diálogo, fruto del conocimiento, debe ser cultivado para vivir juntos y construir una civilización del amor. No se trata de rebajar la verdad, sino de cumplir con la finalidad de la educación, la cual «tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones»[23]. Este diálogo, en la educación intercultural, tiene el objetivo «de eliminar las tensiones y conflictos, e incluso los posibles choques, para una mejor comprensión entre las distintas culturas religiosas existentes en una determinada región. Podrá contribuir a purificar las culturas de todos los elementos deshumanizadores, para, de este modo, ser agente de transformación. Podrá también ayudar a promover los valores culturales tradicionales amenazados por la modernidad y por la nivelación que una internacionalización indiscriminada puede comportar»[24]. «El diálogo es muy importante para la propia madurez, porque en la confrontación con otra persona, en la confrontación con las demás culturas, incluso en la confrontación con las demás religiones, uno crece: crece, madura. […] Este diálogo es lo que construye la paz», ha afirmado el Papa Francisco[25].

 

CAPÍTULO II

ACTITUDES ANTE EL PLURALISMO

 

Diversas interpretaciones

21. Siendo así que el pluralismo es un dato indiscutible del mundo de hoy, el problema que se plantea es el de saber valorar el potencial presente en el diálogo y la integración entre las distintas culturas. La vía del diálogo se hace posible y fructífera cuando se apoya en una toma de conciencia de la dignidad de cada una de las personas, y en la unidad de todos en una humanidad común, para compartir y construir juntos un mismo destino[26]. Por otra parte, la opción del diálogo intercultural, necesaria en la situación del mundo actual y por la misma vocación de toda cultura, se presenta como una idea-guía abierta al futuro como respuesta a diversas interpretaciones del pluralismo propuestas y realizadas en el campo social, político y -en nuestro horizonte de interés- educativo.

Las dos principales actitudes ante la realidad del pluralismo, la relativista y la asimilacionista, que han pretendido responder a estas problemática, aun presentando aspectos positivos, se manifiestan incompletas.

Actitud relativista

22. ‘Tomar conciencia del carácter relativo de las culturas’ y ‘optar por el relativismo’ son dos posiciones profundamente diversas. Reconocer que la realidad es histórica y mudable no lleva necesariamente a una postura relativista. El relativismo, por el contrario, aun respetando las diferencias, al mismo tiempo las separa dentro de un mundo autónomo, considerándolas como aisladas e impermeables y haciendo imposible el diálogo. En efecto, la “neutralidad” relativista sanciona el carácter absoluto de cada una de las culturas en su propio ámbito e impide ejercer un criterio de juicio metacultural y alcanzar interpretaciones universalistas. Es un modelo que se fundamenta en el valor de la tolerancia; que se limita a aceptar al otro, sin que ello implique un intercambio y un reconocimiento en la recíproca transformación. Semejante idea de tolerancia es portadora de un significado substancialmente pasivo de la relación con quienes poseen una cultura diferente; no requiere necesariamente preocuparse de las necesidades y los sufrimientos del prójimo, ni escuchar sus razones, ni confrontarse con sus valores, ni -menos aún- desarrollar el amor hacia él.

23. Esta postura subyace a un modelo político y social multicultural sin soluciones adecuadas para la convivencia, y sin ayuda al verdadero diálogo intercultural. «Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en un relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales estén juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo tanto, sin verdadera integración»[27].

Actitud de asimilación

24. No es, de ninguna manera, más satisfactoria la llamada actitud de asimilación, caracterizada no ya por la indiferencia hacia la otra cultura, sino por un intento de adaptación. Un ejemplo de esta actitud se observa cuando en un país de fuerte inmigración se acepta la presencia del extranjero, pero sólo con la condición de que renuncie a su propia identidad, a sus raíces culturales, para abrazar la identidad del país que lo recibe. En los modelos educativos basados en la asimilación, el otro debe abandonar sus referencias culturales para hacer propias las del grupo o el país que lo acoge; el intercambio se reduce a una mera inserción de las culturas minoritarias con ausente o escasa atención a las culturas de origen.

25. A nivel más general, la actitud de asimilación aparece concretamente en el caso de una cultura con ambiciones universalistas, que trata de imponer sus valores culturales a través de su influencia económica, comercial, militar, cultural. Se hace evidente, entonces, el peligro «de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida»[28].

Actitud intercultural

26. La propia comunidad internacional reconoce que las actitudes tradicionales ante la gestión de las diferencias culturales en nuestras sociedades no han resultado adecuadas. Pero ¿cómo superar los obstáculos de posturas incapaces de interpretar positivamente la dimensión multicultural? Elegir la perspectiva del diálogo intercultural significa no limitarse solamente a estrategias de inserción funcional de los inmigrados, ni a medidas compensatorias de carácter especial, incluso considerando que el problema se plantea no sólo ante emergencias migratorias, sino también como consecuencia de la elevada movilidad humana.

27. De hecho es significativo de cara a la educación que «hoy, las posibilidades de interacción entre las culturas han aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como punto de partida una toma de conciencia de la identidad específica de los diversos interlocutores»[29]. Con esta visión, la diversidad ya no es percibida como un problema; antes bien, como la riqueza de una comunidad caracterizada por el pluralismo, como una ocasión para abrir el sistema entero a todas las diferencias referentes a la procedencia, a la relación hombre-mujer, al nivel social, a la historia escolar.

28. Esta actitud se basa en una concepción dinámica de la cultura, que evita tanto la clausura como la manifestación de las diferencias solamente a nivel de representaciones estereotipadas o folclóricas. Las estrategias interculturales son eficaces si evitan separar a los individuos en mundos culturales autónomos e impermeables, promoviendo, por el contrario, el conocimiento mutuo, el diálogo y la recíproca transformación, para hacer posible la convivencia y afrontar los posibles conflictos. En definitiva, se trata de construir una nueva actitud intercultural orientada a una integración de las culturas en recíproca aceptación.

 

CAPÍTULO III

ALGUNOS FUNDAMENTOS DE LA INTERCULTURA

 

La enseñanza de la Iglesia

29. La dimensión intercultural es, en cierto modo, parte del patrimonio del cristianismo con vocación “universal”. En la historia del cristianismo se lee un proceso de diálogo con el mundo, en búsqueda de una fraternidad entre los hombres cada vez más intensa. El punto de vista intercultural, en la tradición de la Iglesia, no se limita a valorar las diferencias, sino que contribuye a la construcción de la convivencia humana. Ello se hace particularmente necesario dentro de las sociedades complejas en las que hay que superar el riesgo del relativismo y de la uniformación cultural.

30. La reflexión sobre la cultura y sobre su importancia en orden al pleno desarrollo de las potencialidades del hombre y la mujer ha sido objeto de innumerables intervenciones eclesiales, sobre todo, en el Concilio Vaticano II y en el magisterio subsiguiente.

El Concilio Vaticano II, al considerar la importancia de la cultura, afirmaba que no se da una experiencia verdaderamente humana sin la inserción en una determinada cultura. En efecto, «es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura»[30]. Toda cultura, que comporta una reflexión sobre el misterio del mundo y, en modo particular, sobre el misterio del hombre y de la mujer, es un modo de dar expresión a la dimensión trascendental de la vida. La significación esencial de la cultura consiste «en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. La vida humana es cultura también en el sentido de que el hombre, a través de ella, se distingue y se diferencia de todo lo demás que existe en el mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura. La cultura es un modo específico del “existir” y del “ser” del hombre. El hombre vive siempre según una cultura que le es propia, y que, a su vez, crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana»[31].

31. Además, el término ‘cultura’ indica todos aquellos medios con los que «hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano»[32]. Por tanto, quedan comprendidas, sea la dimensión subjetiva -comportamientos, valores, tradiciones que cada uno hace propios-, sea la que es más objetiva, es decir, las obras del hombre y la mujer.

32. Por consiguiente «la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y […] asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escala de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana»[33].

Las culturas manifiestan una dinamicidad e historicidad profundas, por lo cual sufren cambios en el tiempo. No obstante, bajo sus modulaciones más externas, muestran significativos elementos comunes. «Las diferencias culturales han de ser comprendidas desde la perspectiva fundamental de la unidad del género humano», bajo cuya luz es posible entender el significado profundo de las mismas diversidades, contrariamente a una «la radicalización de las identidades culturales que se vuelven impermeables a cualquier influjo externo beneficioso»[34].

33. La interculturalidad nace, pues, no de una idea estática de la cultura; antes bien, de su apertura. Lo que da fundamento al diálogo entre las culturas es, sobre todo, la potencial universalidad, propia de todas ellas[35]. Como consecuencia: «el diálogo entre las culturas […] surge como una exigencia intrínseca de la naturaleza misma del hombre [y] se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona. […] Hace falta cultivar en las almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo fecundo de un diálogo constructivo»[36]. La apertura a los valores supremos que son comunes al entero género humano, fundados en la verdad y, en todo caso, universales, como la justicia, la paz, la dignidad de la persona humana, la apertura a lo transcendente, la libertad de conciencia y religión, implica una idea de cultura entendida como aportación a una consciencia más amplia de la humanidad, en oposición a la tendencia, presente en la historia de las culturas, a construir mundos particularistas, cerrados en sí mismos y autorreferentes.

Fundamentos teológicos

34. La definición del ser humano en sus relaciones con los otros seres humanos y con la naturaleza no satisface la pregunta ineludible y fundamental: ¿quién es verdaderamente el hombre? La antropología cristiana pone el fundamento del hombre y de la mujer, y de su capacidad de hacer cultura, en el hecho de estar creados a imagen y semejanza de Dios, Trinidad de personas en comunión. Ya desde la creación del mundo, nos es revelada la paciente pedagogía de Dios. A lo largo de la historia de la salvación, Dios educa a su pueblo en orden a la Alianza -es decir, a una relación vital- y a que se abra progresivamente a todos los pueblos. Esta Alianza tiene su vértice en Jesús, quien a través de su muerte y resurrección la ha hecho “nueva y eterna”. Desde entonces, el Espíritu Santo continúa enseñando la misión que Cristo confió a su Iglesia: «Id y amaestrad a todas las naciones… enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt, 28, 19-20).

«Cada ser humano está llamado a la comunión en razón de su naturaleza creada, a imagen y semejanza de Dios (cfr Gén 1, 26-27). Por tanto, en la perspectiva de la antropología bíblica, el hombre no es un individuo aislado, sino una persona: un ser esencialmente relacional. La comunión a la que el hombre está llamado implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres). Resulta esencial reconocer la comunión como don de Dios y como fruto de la iniciativa divina realizada en el misterio pascual»[37].

35. La dimensión vertical de la comunión de la persona con Dios se realiza en modo auténtico, siguiendo el camino que es Jesucristo. En efecto, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado […]. Cristo […] manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[38]. Al mismo tiempo, esta dimensión vertical crece en la Iglesia, que «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[39]. «Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a ser […] una oferta universal […] extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios»[40].

36. La dimensión horizontal de la comunión a la que el hombre y la mujer están llamados se efectúa en las relaciones interpersonales[41]. Cuanto más uno vive estas relaciones en modo auténtico, su identidad personal madurará más. Las relaciones con los demás y con Dios son, pues, fundamentales, porque en ellas el hombre y la mujer se valorizan a sí mismos. También las relaciones entre los pueblos, culturas y naciones potencian y valorizan a quien se pone en relación. Efectivamente, «la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo. De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la “criatura nueva” (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad»[42].

37. La experiencia de la intercultura, a la par del desarrollo humano, se comprende profundamente sólo a la luz de la inclusión de las personas y los pueblos en la única familia humana, fundada en la solidaridad y en los valores fundamentales de la justicia y la paz. «Esta perspectiva se ve iluminada de manera decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: “para que sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad. También las relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo divino. En particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda»[43]. El fundamento que la tradición cristiana da a la unidad del género humano se coloca primariamente en una interpretación metafísica y teológica de lo humanum donde la relacionalidad es elemento esencial[44].

Fundamentos antropológicos

38. Perseguir la dimensión auténticamente intercultural es posible gracias a su fundamento antropológico. En efecto, el encuentro se realiza siempre entre hombres concretos. Las culturas toman vida y se reformulan una y otra vez a partir del encuentro con el otro. Salir de sí mismos y considerar el mundo desde un punto de vista diverso no es negación de sí, antes al contrario es un necesario proceso de valorización de la propia identidad. En otros términos, la interdependencia y la globalización entre pueblos y culturas deben estar centradas en la persona. El final de las ideologías del siglo pasado, y lo mismo la difusión actual de aquellas que se cierran a la realidad transcendente y religiosa, hacen sentir la dramática necesidad de poner nuevamente la cuestión del hombre y de las culturas en el centro. Es innegable que junto a innumerables progresos, el hombre y la mujer de nuestra época experimentan en grado mayor la dificultad para definirse a sí mismos. El Concilio Vaticano II describió muy bien esta situación: «Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia»[45]. El signo más elocuente de este estado de desconcierto es la soledad del hombre y la mujer modernos. «Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un “extranjero” en un universo que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento. Toda la humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas. Hoy la humanidad aparece mucho más interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro»[46].

39. Para un correcto planteamiento de la intercultura se requiere, pues, un sólido fundamento antropológico, que se base en la íntima naturaleza de ser relacional de la persona humana, la cual, sin las relaciones con los demás no puede vivir ni desplegar sus potencialidades. El hombre y la mujer no son solamente individuos, una especie de mónadas autosuficientes, sino que están abiertos y orientados hacia aquello que es diverso de ellos mismos. El hombre es persona, un ser en relación, y que se comprende en relación con el otro. Sus relaciones alcanzan su naturaleza profunda si se fundan en el amor, al cual aspira toda persona para sentirse plenamente realizada, tanto respecto al amor recibido como, a su vez, a la capacidad de donar amor. «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente […]. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad»[47].

40. El concepto de amor ha acompañado, bajo formas diversas, la historia de las diferentes culturas. En la antigua Grecia, el término más usado era el de eros, el amor-pasión, asociado en general con el deseo sensual. También eran usados los términos de philia, a menudo entendido como amor de amistad, y el de ágape, para designar una alta estima hacia el objeto o la persona amados. En la tradición bíblica y cristiana se subraya el aspecto oblativo del amor. Pero, al margen de estas distinciones y a pesar de la diversidad de dimensiones, hay en la realidad del amor una profunda unidad que impulsa a un «camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios»[48].

41. El amor, liberado del egoísmo, es la vía por excelencia de la fraternidad y de la ayuda mutua hacia la perfección entre los hombres. En cuanto anhelo imborrable inscrito en la naturaleza de todos los hombres y las mujeres de la tierra, el hecho de no acogerlo comporta necesariamente el sinsentido y la desesperación, y puede llevar a comportamientos destructivos. El amor es la verdadera nobleza de la persona, más allá de su adscripción cultural, étnica o patrimonial, más allá de la posición social. Es el vínculo más fuerte, auténtico y acepto, que une a los hombres entre sí y los capacita para escuchar al otro, para otorgarle la atención y estima que merece. Del amor se puede decir que es método y fin de la vida misma. Es el verdadero tesoro, buscado y testificado en maneras y contextos diferentes por pensadores, santos, hombres de fe, figuras carismáticas que a través de los siglos han sido ejemplos vivos del sacrificio de sí, como sublime, necesaria vía de cambio y renovación espiritual y social.

Fundamentos pedagógicos

42. Los fundamentos teológicos y antropológicos expuestos más arriba ponen sólidas bases para una auténtica pedagogía intercultural que, en cuanto tal, no puede prescindir de una concepción personalista del hombre, en virtud de la cual no son primariamente las culturas, sino las personas, radicadas en sus redes históricas y relacionales, las que entran en contacto. Se trata, pues, de asumir la relacionalidad como paradigma pedagógico fundamental, medio y fin para el desarrollo de la propia identidad de la persona. Tal concepción guía una idea de diálogo no abstracto o ideológico; antes bien, forjado en el respeto, la comprensión y el servicio mutuo. Se nutre de la idea de cultura enmarcada en la historia, y dinámica, mientras rechaza condenar a los demás a una especie de cárcel cultural. Finalmente, descansa en la conciencia del hecho de que la relatividad de las culturas no significa relativismo (el cual, a pesar de que respete las diferencias, aparta las distintas culturas a su cosmos autónomo, considerándolas aisladas e impermeables); antes al contrario, trata por todos los medios de alimentar una cultura del diálogo, del acuerdo y de la mutua transformación en vistas a alcanzar el bien común.

43. En este horizonte, la concepción de la interculturalidad, lejos de ponerse en actitud diferencialista y relativista, considera a las culturas como insertadas en el orden moral, dentro del cual el valor fundamental está representado, sobre todo, por la persona humana. Con el supuesto de este reconocimiento básico, las personas de diversos universos culturales, en contacto unas con otras, pueden superar el sentimiento foráneo inicial. Dado que no se trata solamente de un respetarse, el proceso implica poner en tela de juicio la precomprensión del intérprete, y que cada una de las personas pueda comprender y debatir el punto de vista del otro.

44. Desarrollar desde el punto de vista pedagógico un tema tan arduo requiere el coraje de empeñarse en una toma de conciencia progresiva de la complejidad y necesidad de la realidad multicultural. En particular, es necesario reavivar la reflexión sobre la búsqueda, más apasionada y amplia, de un común denominador de la idea de educación, y más concretamente de educación al diálogo intercultural, entendida como un itinerario de la persona hacia el deber ser, desde la óptica del diálogo y del recíproco aprendizaje para toda la vida.

 

CAPÍTULO IV

LA EDUCACIÓN CATÓLICA
A LA LUZ DEL DIÁLOGO INTERCULTURAL

 

Contribución de la educación católica

45. De la visión dialógica de las culturas nace la necesidad de un esfuerzo común para superar la fragmentación, sabiendo entrar concretamente en lo específico de la dialéctica provocada por algunas realidades fundamentales, ora de la vida asociada, ora de la cultura (“oposición/acuerdo”, “clausura/apertura”, “monólogo/diálogo”...), en una óptica de mutuo aprendizaje.

En este proceso educativo, el interés por una convivencia pacífica y enriquecedora debe apoyarse en el concepto más amplio de ser humano, caracterizado por una continua búsqueda de autotrascendencia, vista no sólo como moción psicológica y cultural, más allá de toda forma de egocentrismo y etnocentrismo, sino también como impulso espiritual y religioso, según una concepción de desarrollo integral y transcendente de la persona y de la sociedad.

46. Es necesario, por tanto, que en las comunidades inspiradas en los valores de la fe católica (familias, escuelas, asociaciones y grupos juveniles…) se dé voz y consistencia a una educación verdaderamente personalista en línea con la cultura y la tradición humanístico-cristiana: nuevo empuje y ciudadanía a la persona como “persona-comunión”, sin la cual un intento de sociedad de individuos libres e iguales oculta, ciertamente, riesgos de conflictos y prevaricaciones sin límite ni control.

Por otra parte, la centralidad del vínculo de las personas que se constituyen en sociedad o comunidad «obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre»[49].

A la luz del misterio trinitario de Dios, la relacionalidad debe ser contemplada no sólo en su procesualidad comunicativa, sino como Amor, ley fundamental del Ser; un amor no genérico, indistinto y puramente apoyado en las emociones, ligado a la conveniencia y a las reglas de intercambio, sino “gratuito”, tan fuerte y generoso como el amor con que Jesús ha amado. En este sentido, el amor es voluntad de “promoción”, confianza en el otro y, como consecuencia, acto fundamentalmente educativo.

47. El concepto de “amor” en educación alude directamente al de “don” y “reciprocidad”, que son dimensiones fundantes de la educación misma. Se trata de promover en las escuelas, entre alumnos y profesores, en las familias, en la comunidad, aquel movimiento bidireccional de ida y vuelta del amor, que podríamos plásticamente sintetizar en un dúplice movimiento: del amor recibido al amor dado, donde la reciprocidad se entiende no simplemente en su resultado final, como correspondencia, sino, sobre todo, como acción pro-activa del educador, llamado a ser el primero en el amor.

Habrá que rehabilitar con valentía estos conceptos en la perspectiva de una pedagogía de comunión, de un ideal educativo que mueva a los educadores a ser testigos creíbles ante los ojos de los jóvenes y que lleve a reflexionar sobre el nexo crucial y estratégico que vincula “amor de la educación” y “educación al amor” como elementos esenciales, unidos entre sí en modo indisoluble, donde la mirada del educador y del educando estén mutuamente orientadas al bien, al respeto y al diálogo.

La presencia en la escuela

48. Juan Pablo II ha retomado con fuerza este pensamiento y ha individuado en la espiritualidad de comunión[50] el reto más importante, que ha de ser promovido en la cultura, en la vida cotidiana, en la familia, en las escuelas, en la Iglesia.

El espíritu de unidad entre personas y grupos, que tiene la prioridad respecto a cualquier otra iniciativa concreta, es el horizonte donde todo valor halla fundamento; es el elemento vital, fundante de todos los demás. No se trata sólo de un desafío espiritual, sino también cultural, válido para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Por tanto, se trata de una propuesta que debe ser vivida también por parte de educadores, profesores y alumnos católicos pertenecientes a todos los tipos de escuelas, unidos en el mismo arte de amar.

49. De esto se sigue que no son la ley en sí ni la forma jurídica las que constituyen y mantienen viva una comunidad; antes bien, es el espíritu mismo de la ley, que es justa en la medida en que se pone al servicio del bien común y pone a todos en las condiciones de reciprocidad para ser ciudadanos conscientes y responsables. La identidad de una comunidad será más madura cuanto más fiel sea a los valores de cooperación y solidaridad que aquella se ha propuesto y que continuamente trata de renovar.

50. La escuela está investida de una gran responsabilidad respecto a la educación intercultural. El estudiante, a lo largo de su itinerario formativo, se encuentra en interacción con culturas diversas, y necesita disponer de los instrumentos necesarios para comprenderlas y ponerlas en relación con la propia. A la escuela, abierta al encuentro con las otras culturas, le compete la tarea de suministrar el respaldo necesario para que cada una de las personas desarrolle una identidad consciente de la propia riqueza y tradición cultural.

En una óptica pedagógico-intercultural, lo más hermoso que la educación católica puede aportar a la escuela es el testimonio del continuo, íntimo entramado vivido entre identidad y alteridad, en su dinámica compenetración, en las distintas relaciones entre adultos (profesores, padres, educadores, responsables de las instituciones...), entre profesores y alumnos, entre los alumnos unos con otros, sin prejuicios respecto a la cultura, al sexo, a la clase social o a la religión.

Realidades donde se ve negada la libertad educativa

51. En muchas realidades del mundo, por razones políticas o culturales, no siempre es posible la presencia de la escuela católica; a veces se trata de una presencia muy limitada y hacia la cual hay hostilidad. La cuestión se plantea no solamente en términos de reivindicación de un derecho, el de la libertad de enseñanza y de escuela, sino en términos de oferta cultural más rica para todos. Es necesario, por ello, preguntarse acerca de lo que la educación católica puede ofrecer, también en estas situaciones.

Un punto de referencia fundamental es el de reconocer en los demás el mismo anhelo que se encuentra en un importante precepto de muchas religiones y culturas, la llamada regla de oro de la humanidad: “Haz a los demás aquello que quisieras que te hicieran a ti; no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran”. Es una ley moral, una necesidad imprescindible para la vida asociada: el amor llevado a todos, como fuente de nueva civilización, de verdadera humanización del hombre y la mujer, contra todo instinto egoísta, de violencia y guerra[51].

52. Ésta es la novedad de la educación que también brota de la pedagogía cristiana, la cual halla su fundamento en las palabras de Jesús: «Que todos sean una sola cosa» (Jn 17, 21). Ella manifiesta el corazón de todo el cristianismo, portador del misterio de Dios, que es Ser en relación, puro acto de amor. Aquí se encuentra la novedad del Evangelio, cuya plena aceptación implica ciertamente la fe, pero cuyos efectos transforman el sentido del encuentro entre personas, grupos, culturas e instituciones.

53. Sólo este espíritu de búsqueda de unidad podrá reconstruir el orden social, la solidaridad en la colectividad, en todos los sentidos (religioso, político, social, económico, profesional), como alternativa al estado de permanente rivalidad que condena a los hombres, a pesar de estar en un mundo globalizado, a ser cada vez menos comunicativos, en un creciente indiferentismo, tanto en relación al Dios anunciado por el cristianismo, como a cualquier otra forma de Absoluto.

Por tanto, las nuevas generaciones, privadas de una cultura y una fe, de su verdadero sentido, de un fin justo a que tender, corren el peligro de deshumanizar la vida misma en sus múltiples expresiones. Y precisamente en estas múltiples situaciones “de frontera”, en que la fe se ve cotidianamente probada, es donde, a menudo, el ir contra corriente es más que nunca preferencia evangélica, hasta llegar a la suprema donación de sí mismo, a dar la vida por el otro, cuando se ven violadas la justicia y la verdad.

54. Se hace, pues, necesario en estos contextos tan diversos entre sí (desde el ateísmo al fundamentalismo, al relativismo, al laicismo) poner de nuevo en el centro aquella “prioridad de valor” que consiste, antes de nada, en el testimonio y la coherencia, en el donarse a sí mismo, en la capacidad de pedir y conceder perdón -no por exhibicionismo o falso moralismo, sino “por amor”- para contribuir al desarrollo del mundo.

«Es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación», especialmente con aquellos a quienes les «falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros. En efecto, “nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él”»[52].

 

CAPÍTULO V

LA CONTRIBUCIÓN DE LA ESCUELA CATÓLICA

 

Responsabilidad de la escuela católica

55. En el actual contexto cultural, la escuela católica se ve cuestionada en la contribución específica que puede ofrecer. Pero se trata de una tarea no fácil, que está encontrándose progresivamente con mayores obstáculos. La escuela católica ve en su interior una presencia cada vez más relevante de alumnos de diferentes nacionalidades y confesiones religiosas; en muchos países del mundo, la mayoría de los estudiantes profesa un credo distinto y la cuestión del intercambio religioso se presenta ya ineludible. Para evitar clausurarse en un “identicismo” con fin en sí mismo, un proyecto educativo debe contar con el creciente grado de plurireligiosidad de la sociedad, y con la consiguiente necesidad de saber conocer y dialogar con las distintas creencias y con los no creyentes.

56. Es importante que la escuela católica sea consciente de los riesgos que conlleva el perder de vista las razones de la propia presencia. Ello sucede, por ejemplo, cuando aquélla se adecua sin sentido crítico a las expectativas de una sociedad configurada por los valores del individualismo y la competencia, por el formalismo burocrático, por la demanda consumista de las familias o por la búsqueda exasperada de la aprobación ajena. Con mayor razón, en una cultura que afirme una pretendida neutralidad de la escuela y elimine del campo educativo toda referencia religiosa, la escuela católica está llamada a un compromiso testimonial, a través de un proyecto educativo claramente inspirado en el Evangelio[53]. La escuela así concebida, como católica, no se queda en una genérica inspiración cristiana o de valores humanos. Tiene, más bien, la responsabilidad de ofrecer a los estudiantes católicos, además de un sólido conocimiento de la religión, la posibilidad de crecer en la adhesión personal a Cristo en la Iglesia. En efecto, «entre los derechos humanos fundamentales, también para la vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas y las comunidades. […] Es cada vez más importante que este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como libertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que les son propios»[54].

57. La primera responsabilidad de la escuela católica es la del testimonio[55]. La presencia cristiana en la realidad multiforme de las distintas culturas debe ser mostrada y demostrada, es decir, debe hacerse visible, susceptible de ser encontrada, y debe ser actitud consciente. Hoy día, a causa del avanzado proceso de secularización, la escuela católica se halla en situación misionera, incluso en países de antigua tradición cristiana. El aporte que el catolicismo puede dar a la educación y al diálogo intercultural es su referencia a la centralidad de la persona humana, que tiene en la relación su dimensión constitutiva. La escuela católica, que tiene en Jesucristo el fundamento de su concepción antropológica y pedagógica, debe practicar “la gramática del diálogo”, no como un expediente tecnicista, sino como modalidad profunda de relación. La escuela católica debe reflexionar sobre su propia identidad, porque lo primero que puede “dar” es, ante todo, aquello que ella es[56].

Comunidad educativa, laboratorio de intercultura

58. El modelo en que debe inspirarse la organización escolástica es el de la comunidad educativa, espacio agápico de las diferencias[57]. La escuela-comunidad es lugar de intercambio, promueve la participación, dialoga con la familia, que es la primera comunidad a la que pertenecen los alumnos; todo ello respetando su cultura y poniéndose en actitud profunda de escucha respecto a las necesidades que le salen al paso y a las expectativas de que es destinataria. Trabajando así, puede ser considerada un auténtico laboratorio de una actitud intercultural, más que proclamada, vivida.

59. La participación no se desarrolla en una sociedad ni en una escuela neutrales, privadas de valores de referencia y ajenas a toda formación moral, y tampoco en las penetradas de visión fundamentalista; antes al contrario, florece en un clima de diálogo y de respeto recíproco, en un ambiente en el que a todos y a cada uno se les asegure la posibilidad de incrementar al máximo nivel las propias capacidades, siempre en vistas a conseguir el bien de todos. Sólo así, se puede desarrollar ese constante clima de mutua confianza, de disponibilidad, de actitud de escucha, de fecundo intercambio que debe signar todo el itinerario formativo. Las propias lecciones, para hacerse expresión de vida y pensamiento al mismo tiempo, están orientadas a instaurar un diálogo entre docentes y estudiantes, a valorar el aporte personal de éstos últimos en la común aplicación y a dar vida a una enseñanza “plurivocal” por parte de los docentes de varias disciplinas.

60. En la escuela, entendida como comunidad educativa, la familia ocupa un lugar y una función muy importantes. La escuela católica la considera un valor y promueve su participación y la asunción de formas de corresponsabilidad. Aun en los casos en que se encuentre frente a realidades familiares que atraviesen situaciones difíciles, y a padres que no respondan a las propuestas del centro escolar, la familia será vista siempre como referencia indispensable, como portadora de un potencial constantemente valorizable: «la escuela católica tiene interés en proseguir e intensificar la colaboración con las familias. Esta colaboración tiene por objeto no sólo las cuestiones escolares, sino que tiende, sobre todo, a la realización del proyecto educativo»[58].

Proyecto educativo para una educación al diálogo intercultural

61. La propuesta educativa de la escuela católica brota del testimonio del Evangelio y de la apertura gratuita al amor hacia el prójimo. La escuela católica se preocupa de desarrollar un enfoque intercultural que toque todos los ámbitos de la experiencia escolar: las relaciones entre las personas, la perspectiva de visión sobre el saber humano y las distintas disciplinas, la integración y los derechos de todos.

La apertura a la pluralidad y a las diferencias es condición indispensable para la colaboración. La experiencia demuestra que la religión católica sabe encontrar, respetar, valorar las distintas culturas. El amor hacia el hombre y la mujer es, inevitablemente, amor hacia su cultura. La escuela católica es, por su misma vocación, intercultural.

62. El proyecto educativo de la escuela católica prevé que estudio y vida converjan y se funden armónicamente, de manera que los estudiantes puedan realizar una experiencia formativa cualificada, alimentada por la investigación científica en las diversas articulaciones del saber y, al mismo tiempo, investida de sabiduría gracias al injerto en la vida nutrida por el Evangelio. Se quiere, de este modo, superar el riesgo de una instrucción que no sea -sobre todo- una formación integral de la persona. En efecto, «la escuela es uno de los ambientes educativos en los que se crece para aprender a vivir, para llegar a ser hombres y mujeres adultos y maduros, capaces de caminar, de recorrer el camino de la vida. […] Os ayuda no sólo en el desarrollo de vuestra inteligencia, sino para una formación integral de todos los componentes de vuestra personalidad»[59].

63. Las principales líneas de trabajo son las siguientes:

El criterio de la identidad católica. La escuela católica, en todas sus manifestaciones, se aplica a vivir la identidad del proyecto educativo que halla en Cristo su fundamento. «Precisamente por la referencia explícita, y compartida por todos los miembros de la comunidad escolar, a la visión cristiana —aunque sea en grado diverso— es por lo que la escuela es “católica”, porque los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones interiores y al mismo tiempo metas finales»[60]. De esta explícita identidad extraen su sentido las otras tareas.

Construcción de un horizonte común. La educación puede contribuir a individuar lo que hay de universal, lo que une a las personas diferentes. El papel de la educación hoy día consiste precisamente en promover aquel diálogo que hace posible la comunicación entre diversos, ayudando a “traducir” los diferentes modos de pensar y sentir. No se trata de llevar a cabo un diálogo como mero expediente o como método; antes bien, se trata de ayudar a las personas a volver a la propia cultura a partir de las otras culturas, es decir a reflexionar sobre sí mismos en un horizonte de “pertenencia a la humanidad”.

Apertura razonada a la mundialidad. La escuela, comunidad educadora, no formará a los particularismos, sino que ofrecerá los conocimientos necesarios para comprender la actual condición del hombre planetario, definida por múltiples interdependencias.

Formación de identidades fuertes no en cuanto contrapuestas, sino porque, a partir de la conciencia de la propia tradición y cultura, se es capaz de dialogar y reconocer la pareja dignidad del otro.

Desarrollo de auto-reflexividad a través del hábito de meditar sobre las propias experiencias, de reflexionar sobre los propios comportamientos, de ir creciendo en la conciencia de sí, ni incluso mediante estrategias cognoscitivas y de formación a la descentralización.

Respeto y comprensión de los valores de las otras culturas y religiones. La escuela debe ser un espacio de pluralismo donde aprender a dialogar sobre los significados que las personas de las distintas religiones atribuyen a sus respectivos signos, para poder compartir valores universales como la solidaridad, la tolerancia, la libertad.

Educación a la participación y a la responsabilidad. La escuela no debe representar un paréntesis en la vida, un lugar puramente artificial o simplemente dedicado a desarrollar la dimensión cognitiva. Respetando los tiempos de maduración de los alumnos y de su libertad personal, la escuela asume la tarea de ayudarlos, no solamente a comprender la realidad social y cultural de su vida, sino también a favorecer la asunción de responsabilidades para mejorarla. Además, precisamente en atención al carácter de completez de la persona y la experiencia, no limita su compromiso a una enseñanza directa, sino que se preocupa también de la multiplicidad de las dimensiones de la experiencia de los estudiantes, según modalidades informales (fiestas, momentos agápicos), formales (reuniones para escuchar testimonios, momentos de debate…), experiencias religiosas (asambleas litúrgicas, reuniones de espiritualidad…)[61].

El proyecto curricular, expresión de la identidad de la escuela

64. El currículo representa el instrumento a través del cual la comunidad escolar explicita las finalidades, los objetivos, los contenidos, las modalidades, para conseguirlos en manera eficaz. En el currículo se manifiesta la identidad cultural y pedagógica del centro. Su elaboración es una de las tareas más arduas, porque se propone definir los valores de referencia, las prioridades temáticas, las opciones concretas.

65. Para la escuela católica, reflexionar sobre el currículo significa profundizar los propios elementos de especificidad, el peculiar modo de ser servicio a la persona a través de los instrumentos de la cultura, para que lo que se proyecta pueda ser efectivamente adecuado a su misión original. No cabe conformarse con ofrecer una didáctica actualizada, capaz de responder a las exigencias procedentes de la economía en transformación. El proyecto curricular de la escuela católica pone en el centro a la persona y su búsqueda de significado. A partir de este valor de referencia, las distintas disciplinas constituyen importantes recursos y asumen un valor más pleno si saben proponerse como medios de educación. Desde este punto de vista, los contenidos no son indiferentes, como tampoco puede ser indiferente el modo de presentarlos.

66. Se ha dicho que vivimos en la sociedad del conocimiento, pero la escuela católica desea promover la sociedad de la sabiduría, a ir más allá del conocer para educar a pensar, a ponderar los hechos a la luz de los valores, a educar para la asunción de responsabilidades y de compromisos, al ejercicio de una ciudadanía activa. Entre los contenidos caracterizadores, debe reservarse un lugar relevante al conocimiento de las distintas culturas, poniendo la atención en favorecer el acercamiento y el intercambio entre los muchos puntos de vista que las califican. El currículo debe ayudar a reflexionar sobre los grandes problemas de nuestro tiempo, no eludiendo aquellos en que el dramatismo de las condiciones de vida de buena parte de la humanidad más se pone de manifiesto, como son la desigual distribución de los recursos, la pobreza, la injusticia, los derechos humanos negados. La pobreza implica una atenta consideración del fenómeno de la globalización y pide una visión amplia y articulada de la pobreza, de sus diversas manifestaciones y de sus causas[62].

67. Un buen proyecto curricular sabe entretejer lecciones teóricas con momentos de testimonio, o con la presentación de experiencias de vida a la luz de la visión de la fe, o con prácticas de participación y de asunción de responsabilidades.

Los distintos momentos hacen referencia el uno al otro: las lecciones nacen de los espacios abiertos por la experiencia de la vida, el saber se hace experiencia, y ésta adquiere la fuerza de propuesta cultural, de anuncio.

Por lo que respecta a la enseñanza de las disciplinas, la prospectiva metodológica compartida y promovida por los profesores es la de la correlación dinámica de las diversas ciencias en un horizonte sapiencial. El estatuto epistémico de cada una de las ciencias posee una identidad propia de contenido y metodológica, pero no presta atención solamente a las condiciones “internas” relativas a su correcto funcionamiento; las disciplinas no son una isla habitada por un saber distinto y circunscrito, sino que se relacionan en modo dinámico con todas las otras formas del saber, cada una de las cuales expresan algo de la persona y de la verdad.

68. La composición multicultural de las aulas es un desafío para la escuela, que debe ser capaz de repensar los contenidos de su enseñanza, los modos de aprendizaje, la propia organización interna, los roles, las relaciones con las familias y el contexto social y cultural de origen Un proyecto curricular abierto a la perspectiva intercultural propone a la atención de los estudiantes el estudio de civilizaciones antes ignoradas o remotas y que ahora se muestran a nuestra atención y aparecen mucho más “cercanas” gracias a la globalización y a los medios de comunicación, franqueando fronteras espaciales y defensas ideológicas. Un sistema de enseñanza que quiera ayudar a los estudiantes a comprender la realidad en que viven no puede ignorar la dimensión del cotejo, sino que, al contrario, se compromete a favorecer el diálogo y el intercambio cultural y espiritual.

69. En el plano didáctico, la escuela debe articular su preocupación intercultural teniendo presentes las dos dimensiones del aprendizaje: cognitiva y relacional-afectiva. En cuanto a lo primero, la escuela trabaja en los contenidos del currículo, en los conocimientos que debe transmitir y en las competencias que debe promover. En cuanto a lo segundo, trabaja en el campo de las actitudes y representaciones, enseñando a respetar las diversidades, a tener en cuenta los distintos puntos de vista, a cultivar la empatía, a colaborar.

Enseñanza de la religión católica

70. En el contexto actual, las sociedades humanas están tratando de darse estructuras más amplias y supranacionales, y de avanzar hacia un sistema planetario de governance. Además, los inmensos patrimonios simbólicos, que los distintos pueblos han construido, defendido y transmitido durante siglos mediante sus específicas tradiciones culturales y religiosas, parecen ser ignorados en su verdadera valencia humanizadora, para transformarse en motivo de separación, en la desconfianza recíproca. Por eso, el reto mayor en la educación intercultural siempre está en el diálogo entre la propia identidad y las otras visiones de la vida.

71. El cambio cultural de nuestros días presenta evidentes signos de oscilación entre diálogo y desencuentro. Pues bien, sobre todo en presencia de esta crisis de orientación, el aporte de los cristianos se revela factor indispensable. Es fundamental que la religión católica, por parte suya, sea signo inspirador del diálogo, porque se puede afirmar, ciertamente, que el mensaje cristiano nunca ha sido tan universal y fundamental como hoy día.

72. A través de la religión, pues, puede pasar el testimonio-mensaje de un humanismo integral, alimentado por la propia identidad y por la valorización de sus grandes tradiciones, como la fe, el respeto de la vida humana desde la concepción hasta su fin natural, de la familia, de la comunidad, de la educación y del trabajo: ocasiones e instrumentos que no son de clausura sino de apertura y diálogo con todos y con todo lo que conduce hacia el bien y la verdad. El diálogo sigue siendo la única solución posible, incluso frente a la negación de lo religioso, al ateísmo, al agnosticismo.

73. En esta perspectiva, asume un papel significativo la enseñanza escolar de la religión católica[63], que es, ante todo, un aspecto del derecho a la educación, que tiene como base una concepción antropológica abierta a la dimensión transcendente del hombre y la mujer. Unida a una formación moral, la enseñanza escolar de la religión católica favorece también el desarrollo de la responsabilidad personal y social y las demás virtudes cívicas para el bien común de la sociedad. El Concilio Vaticano II recuerda que: «[a los padres] corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. […] Se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa»[64]. Esta afirmación halla corroboración en la Declaración universal de derechos humanos[65] y en otras declaraciones y convenciones de la comunidad internacional[66].

74. Se debe subrayar que la enseñanza escolar de la religión católica tiene finalidades específicas, que la distingue de la catequesis. Mientras que esta última promueve la adhesión personal a Cristo y la maduración de la vida cristiana, la enseñanza escolar transmite a los alumnos los conocimientos sobre la identidad del cristianismo y de la vida cristiana. De este modo, se propone «ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca. En efecto, la dimensión religiosa es intrínseca al hecho cultural, contribuye a la formación global de la persona y permite transformar el conocimiento en sabiduría de vida». Por tanto, con la enseñanza de la religión católica«la escuela y la sociedad se enriquecen con verdaderos laboratorios de cultura y de humanidad, en los cuales, descifrando la aportación significativa del cristianismo, se capacita a la persona para descubrir el bien y para crecer en la responsabilidad; para buscar el intercambio, afinar el sentido crítico y aprovechar los dones del pasado a fin de comprender mejor el presente y proyectarse conscientemente hacia el futuro»[67].

En fin, el status de disciplina escolar coloca la enseñanza de la religión en el currículo junto a las otras disciplinas, no con carácter accesorio, sino en el contexto de un necesario diálogo interdisciplinar.

75. Como consecuencia, para alcanzar los objetivos de un ensanchamiento de los espacios de nuestra racionalidad y para sostener calificadamente el diálogo interdisciplinar y el diálogo intercultural, se muestra eficaz la enseñanza confesional de la religión. En efecto, «podría crear confusión, o generar relativismo o indiferentismo religioso, el hecho de que la enseñanza de la religión quedara circunscrita a una exposición de las distintas religiones en manera comparativa y ‘neutra’»[68].

La formación del personal docente y directivo

76. La formación del personal docente y directivo tiene importancia crucial. La mayor parte de los estados provee a la formación inicial del personal escolar. Pero, por muy calificada que ésta sea, no se la puede considerar suficiente; y es que hay una especificidad de la escuela católica que debe ser reconocida y ahondada. La formación requerida impone, por tanto, el considerar, además de los aspectos disciplinares y profesionales típicos de la función docente y directiva, los fundamentos culturales y pedagógicos que constituyen la identidad de la escuela católica.

77. El itinerario formativo debe ser ocasión para reforzar la idea de una escuela católica vista como comunidad de relaciones fraternas y lugar de investigación, dedicada a profundizar y a comunicar la verdad en los distintos ámbitos científicos. Los responsables están obligados a garantizar a todo el personal una adecuada preparación, para un servicio calificado, coherente con la fe profesada, y capaz de interpretar las exigencias de la sociedad en la concreción de su configuración actual[69]. Con ello también se trata de favorecer la colaboración educativa de la escuela con los padres[70], dentro del respeto a la responsabilidad de éstos como primeros y naturales educadores[71].

78. Respecto a una formación especialmente dedicada a promover sensibilidad, consciencia y competencia de tipo intercultural, el itinerario propuesto debería prestar atención a tres direcciones fundamentales:

a) la integración, que atañe a la capacidad de la escuela de equiparse de forma eficaz para acoger a estudiantes de diversas orígenes culturales, para responder a sus necesidades en orden al resultado escolar y a la valorización personal;

b) la interacción, que consiste saber facilitar buenas relaciones entre los iguales y con los adultos, a sabiendas de que la simple cercanía física no es suficiente, sino que se debe estimular una recíproca curiosidad, apertura y amistad, tanto en el aula como en los lugares y tiempos de la vida extraescolar, previniendo y sanando situaciones de distancia, discriminación, conflicto;

c) el reconocimiento del otro, evitando caer en el error de imponerse a él afirmando el propio estilo de vida y el propio pensamiento sin tener en cuenta su cultura y su particular situación afectiva.

79. En el plano cultural debe trazarse el objetivo de promover la unidad entre los saberes, superando fragmentación y abstracción, según un más amplio horizonte de sentido. No menos importante -antes bien, requisito previo indispensable- es el hecho de que la comunidad educativa trabaje por superar la fragmentación de las relaciones personales, comunitarias y colectivas. No puede existir elaboración de un saber integralmente “humano” y no sólo funcional, custodio de la tradición y, al mismo tiempo, abierto a la novedad, sin una conciencia de la dimensión unitaria, dentro de su variada riqueza, de la persona y la sociedad.

80. Si ya es un dato consolidado el que el proceso formativo incluye toda la extensión de la experiencia profesional, no pudiéndose limitar a la fase de formación inicial o de los primeros años, esta realidad asume un valor muy especial en la escuela católica. En ella se requiere no sólo saber enseñar o saber dirigir una organización, sino también -a través del instrumento de la competencia profesional- saber dar testimonio de la autenticidad de cuanto se propone, y el propio y continuo esfuerzo por corresponder cada vez mejor, con el pensamiento y la vida, a los ideales que se enuncian con palabras.

De ahí la importancia de que la escuela sepa ser comunidad de formación y estudio, en la que la relación entre las personas transmita el propio sello a la relación entre las disciplinas; y el saber, interiormente vivificado por esta unidad recuperada a la luz del Evangelio y de la doctrina cristiana, aporte su propia e indispensable contribución al crecimiento integral de la persona y de la sociedad planetaria que ya se entrevé.

Ser profesor, ser dirigente

81. La formación está siempre orientada por la definición de un perfil profesional y, por tanto, debe responder a la pregunta: ¿Qué significa ser profesor? ¿Qué significa ser un dirigente en la escuela católica? ¿Cuáles son las competencias que deben caracterizar su profesionalidad?

82. Hoy día el profesor es miembro de una comunidad profesional, contribuye a la elaboración del currículo, tiene la responsabilidad de múltiples relaciones con otras personas, en primer lugar con las familias. Una buena escuela es aquella cuyo cuerpo docente sabe ser algo más que un simple colegio en el que sus miembros están ligados por vínculos burocráticos; una comunidad para experimentar relaciones profesionales y personales, no sólo superficiales, sino mucho más profundas, vinculadas por una preocupación educativa común.

83. Un buen profesor sabe que su responsabilidad no termina dentro del aula o de la escuela, sino que está orientada también al territorio de pertenencia, y se manifiesta en la sensibilidad hacia los problemas sociales de su tiempo. La preparación profesional, la competencia técnica, son requisitos necesarios, pero no suficientes. La función educativa se manifiesta en acompañar a los jóvenes para que comprendan su tiempo y en suministrarles una convincente hipótesis para su proyecto de vida. Y dado que la dimensión multicultural y pluralista es un rasgo característico de nuestro tiempo, se requiere del profesor la capacidad de proveer a los estudiantes de los instrumentos culturales necesarios para orientarse, y, aún más, la capacidad de hacerles experimentar en la cotidianidad de la vida del aula la práctica de la escucha al otro, la práctica del respeto, del diálogo, del valor de la diversidad.

84. Poner en relación y transmitir experiencias diferentes, que requieren ser conocidas y reconocidas, es tarea del centro escolar, cada vez más multicultural. Se esperan del personal docente y dirigente escolar capacidades profesionales nuevas, orientadas a integrar y a poner en diálogo las diferencias, proponiendo horizontes comunes, respetando la singularidad de los itinerarios de desarrollo y de las distintas concepciones del mundo.

85. Para quien ocupa una responsabilidad dirigente, puede ser fuerte la tentación de considerar el centro escolar a la manera de una hacienda o empresa. Sin embargo, el centro escolar que quiera ser comunidad educativa necesita que quien lo guíe sea capaz de centrarse en los valores de referencia y de orientar todos los recursos profesionales y humanos en esa dirección. El dirigente escolar, más que manager de una organización, es un líder educativo cuando sabe ser el primero en asumirse esta responsabilidad, que se configura incluso como misión eclesial y pastoral fundada en la relación con los pastores de la Iglesia. Incumbe en especial al dirigente escolar facilitar el necesario apoyo para la difusión de la cultura del diálogo, del intercambio, del recíproco reconocimiento entre las distintas culturas, promoviendo dentro y fuera de la escuela todas las posibles y útiles colaboraciones para poner en acto la dimensión intercultural.

86. Para que una escuela pueda desarrollarse como comunidad profesional es necesario que sus miembros aprendan a reflexionar y ahondar su estudio en equipo. Es, en efecto, una comunidad de prácticas compartidas, de comunidad de ideas y de estudio.

La unión de la comunidad educadora se alimenta, además, a través de un fuerte vínculo con la comunidad cristiana. La escuela católica, en efecto, es entidad eclesial. «La dimensión eclesial no constituye una característica yuxtapuesta, sino que es cualidad propia y específica, carácter distintivo que impregna y anima cada momento de su acción educativa, parte fundamental de su misma identidad y punto central de su misión»[72]. Por tanto, «toda la comunidad cristiana y, en particular, el Ordinario diocesano tienen la responsabilidad de “disponer todo de manera que todos los fieles puedan gozar de la educación católica” (can. 794 § 2 CIC) y, más exactamente, disponerlo todo de manera que haya “escuelas en las que se imparta una educación imbuida del espíritu cristiano” (can. 802 CIC; cfr. can. 635 CCEO)»[73]. La eclesialidad de la escuela católica, que está escrita en el corazón mismo de su identidad escolar, es la razón del «vínculo institucional que mantiene con la jerarquía de la Iglesia, la cual garantiza que la enseñanza y la educación estén fundadas en los principios de la fe católica y que sean transmitidas por profesores de doctrina recta y vida honesta (cfr. can. 803 CIC; cc. 632 e 639 CCEO)»[74].

 

CONCLUSIÓN

La dimensión intercultural resulta familiar a la tradición de la escuela católica. Sin embargo, hoy día, ante los retos de la globalización y del pluralismo cultural y religioso, se hace indispensable adquirir una mayor conciencia de su significado, para traducir mejor, mediante presencia, testimonio y enseñanza, la propia peculiaridad de ser, como católica, escuela abierta a la universalidad del saber y, al mismo tiempo, portadora de una especificidad que procede de su arraigo en la fe en Cristo Maestro y de su pertenencia a la Iglesia.

Evitando todo fundamentalismo, como también todo relativismo uniformador, la escuela católica está llamada a progresar en su adecuación a la identidad recibida de su inspiración evangélica, e invitada a recorrer los senderos del encuentro, educándose y educando al diálogo que consiste en hablar y relacionarse con todos, con respeto, estima y actitud sincera de escucha; en expresarse con autenticidad, sin ofuscar o mitigar la propia visión para suscitar un consenso mayor; en dar testimonio, con las modalidades de la propia presencia, con coherencia entre las palabras y la vida.

A todas las educadoras y a todos los educadores queremos dirigirles las palabras estimulantes y orientadoras del Papa Francisco: «¡No os desalentéis ante las dificultades que presenta el desafío educativo. Educar no es una profesión, sino una actitud, un modo de ser; para educar es necesario salir de uno mismo y estar en medio de los jóvenes, acompañarles en las etapas de su crecimiento poniéndose a su lado. Donadles esperanza, optimismo para su camino por el mundo. Enseñad a ver la belleza y la bondad de la creación y del hombre, que conserva siempre la impronta del Creador. Pero sobre todo sed testigos con vuestra vida de aquello que transmitís. Un educador […], con sus palabras, transmite conocimientos, valores, pero será incisivo en los muchachos si acompaña las palabras con su testimonio, con su coherencia de vida. Sin coherencia no es posible educar. Todos sois educadores, en este campo no se delega. Entonces, es esencial, y se ha de favorecer y alimentar, la colaboración con espíritu de unidad y de comunidad entre los diversos componentes educativos. El colegio puede y debe ser catalizador, lugar de encuentro y de convergencia de toda la comunidad educativa con el único objetivo de formar, ayudar a crecer como personas maduras, sencillas, competentes y honestas, que sepan amar con fidelidad, que sepan vivir la vida como respuesta a la vocación de Dios y la futura profesión como servicio a la sociedad»[75].

El Santo Padre Francisco ha dado su beneplácito a la publicación del presente documento.

Roma, 28 de octubre de 2013, año cuadragésimo octavo desde la promulgación de la declaración Gravissimum educationis del Concilio Vaticano II.

 

Zenon Cardenal Grocholewski
Prefecto

Arzobispo Angelo Vincenzo Zani
Secretario

 


[1] Cfr. UNESCO, Convención para la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales, París (20 de octubre de 2005), art. 4.

[2] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica en los umbrales del tercer milenio (28 de diciembre de 1997), n. 3.

[3] JUAN XXIII, Carta encíclica Pacem in terris (11 de abril de 1963), n. 9.

[4] PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTER-RELIGIOSO; CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS, Instrucción Diálogo y anuncio. Reflexiones y líneas acerca del anuncio del evangelio y el diálogo inter-religioso (19 de mayo de 1991), n. 45.

[5] JUAN PABLO II, Discurso a la Asamblea general de la Iglesia italiana, Palermo (23 de noviembre de 1995), n. 4.

[6] CONCILIO VATICANO II, Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra aetate (28 de octubre de 1965), n. 1.

[7] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO DE LA CULTURA; PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTER-RELIGIOSO, Jesucristo, portador del agua viva. Una reflexión cristiana sobre el “New Age”, Ciudad del Vaticano 2003.

[8] Cfr. BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate (29 de junio de 2009), nn. 55-56.

[9]Ibid., n. 56.

[10]Ibid.

[11] JUAN PABLO II, Discurso a la plenaria del Pontificio Consejo de la Cultura (18 de enero de 1983), n. 7.

[12] BENEDICTO XVI, Discurso a los exponentes religiosos en el centro Notre Dame of Jerusalem, Jerusalén (11 de mayo de 2009).

[13] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus Iesus acerca de la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000), n. 7. La Comisión Teológica Internacional ha subrayado que el diálogo inter-religioso, siendo «connatural a la vocación cristiana: se inscribe en el dinamismo de la Tradición viva del misterio de la salvación, del cual la Iglesia es sacramento universal» (El cristianismo y las religiones, 30 de septiembre de 1996, n. 114). En cuanto expresión de esta Tradición, no constituye una iniciativa individual y privada, porque «no son los cristianos los que son enviados, sino la Iglesia; no son sus ideas las que presentan, sino a Cristo; no será su retórica la que tocará los corazones, sino el Espíritu Paráclito. Para ser fiel al “sentido de la Iglesia” el diálogo interreligioso pide la humildad de Cristo y la transparencia del Espíritu Santo» (Idem, n. 116).

[15] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio (24 de noviembre de 1964), n. 4.

[17] BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en el encuentro inter-religioso, Washington (17 de abril de 2008).

[18] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Dominus Iesus acerca de la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, n. 15.

[19] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica (19 de marzo de 1977), n. 33.

[20] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Ecclesia in Africa (14 de septiembre de 1995), n. 102.

[24] PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTER-RELIGIOSO; CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS, Instrucción Diálogo y anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el anuncio del evangelio y el diálogo inter-religioso, n. 46.

[26] Cfr. CONSEJO EUROPEO, Libro blanco sobre el diálogo intercultural «Vivir juntos con igual dignidad», Estrasburgo (mayo de 2008), p. 3: «El enfoque intercultural ofrece un modelo con visión de futuro para gestionar la diversidad cultural. Se propone también una concepción basada en la dignidad humana de cada persona (y en la idea de una humanidad y un destino comunes)».

[27] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 26.

[28] Ibid.

[29] Ibid.

[30] CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes (7 de diciembre de 1965), n. 53.

[31] JUAN PABLO II, Discurso en la UNESCO, París (2 de junio de 1980), n. 6.

[32] CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 53.

[33]Ibid.

[35] Cfr. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Fe e Inculturación, (8 de octubre de 1988), Cap. I Naturaleza, Cultura y Gracia, n. 7.

[37] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar juntos en la escuela católica. Misión compartida de personas consagradas y fieles laicos (8 de septiembre de 2007), n. 8.

[38] CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22.

[39] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium (21 de noviembre de 1964), n. 1.

[40] JUAN PABLO II, Carta encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), n. 70.

[41] Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso a la Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana (27 de mayo de 2010): «Para la persona humana es esencial el hecho de que llega a ser ella misma sólo a partir del otro, el “yo” llega a ser él mismo sólo a partir del “tú” y del “vosotros”; está creado para el diálogo, para la comunión sincrónica y diacrónica. Y sólo el encuentro con el “tú” y con el “nosotros” abre el “yo” a sí mismo».

[42] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 53.

[43] Ibid., n. 54.

[44] Cfr. Ibid., n. 55.

[45] CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 12b.

[46] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 53.

[47] JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), n. 10.

[48] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 6.

[49] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 53b.

[50] Cfr. JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), n. 43.

[51] Cfr. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural (2009), n. 51: «“No hagas a los otros lo que no quisieras que te hicieran a ti”. Encontramos de nuevo la regla de oro que se pone hoy en el mismo comienzo de una moral de la reciprocidad».

[52] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización (3 de diciembre de 2007), n. 7.

[53] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica en los umbrales del tercer milenio, n. 3.

[56] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica, nn. 33-37.

[57] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El laico católico, testigo de la fe en la escuela (15 octubre 1982), n. 22; ID. Educar juntos en la escuela católica. Misión compartida de personas consagradas y fieles laicos, n. 13.

[58] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA. Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica (7 de abril de 1988), n. 42.

[60] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica, n. 34. Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 803§2.

[61] El Papa Francisco, dirigiéndose a los jesuitas que dirigen escuelas, los exhortó «a buscar nuevas formas de educación no convencional según las necesidades de los lugares, los tiempos y las personas» (7 de junio de 2013).

[63] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias Episcopales (5 de mayo de 2009).

[64] CONCILIO VATICANO II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae (7 de diciembre de 1965), n. 5; cfr. Código de Derecho Canónico, can. 799; SANTA SEDE, Carta de los derechos de la familia (24 de noviembre de 1983), art. 5, c-d.

[65] Cfr. NACIONES UNIDAS, Declaración universal de derechos humanos (1948), art. 26.

[66] Cfr., por ejemplo, Protocolo adicional n. 1 a la Convención cultural Europea para la custodia del hombre y de las libertades fundamentales (1952), art. 2; NACIONES UNIDAS, Declaración de los derechos del niño (1959), principio 7, 2; UNESCO, Convención contra la discriminación en la educación (1960), art. 5, b; NACIONES UNIDAS, Convención sobre los derechos de la infancia (1989), art. 18, 1.

[67] BENEDICTO XVI, Discurso a los profesores de religión católica (25 de abril de 2009).

[68] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias Episcopales, n. 12.

[70] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 796§1.

[71] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica, n. 32; cfr. Código de Derecho Canónico, can. 799.

[72] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica en los umbrales del tercer milenio, n. 11.

[73] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias Episcopales, n. 5.

[74] Ibid., n. 6.

 

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