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 MISA DE BEATIFICACIÓN DE LOS SIERVOS DE DIOS
MANUEL GÓMEZ GONZÁLEZ Y ADÍLIO DARONCH

HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS

Parque municipal de exposiciones de Frederico Westphalen (Brasil)
Domingo 21 de octubre de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. La exhortación que acabamos de escuchar hoy en la carta de san Pablo a Timoteo resuena poderosamente en nuestro corazón por la fuerza con que se cumplió en la vida de nuestros nuevos beatos:  Manuel Gómez González, sacerdote y mártir, y Adílio Daronch, joven monaguillo y mártir.

En ellos encuentran magnífico cumplimiento y estupenda realización las palabras de san Pablo:  "Persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús" (2 Tm 3, 14-15), con un testimonio que, aunque sea diverso por la edad y por las funciones que desempeñaban, se unió en la palma del martirio y en la victoria de la cruz de Cristo.

El Santo Padre Benedicto XVI recuerda, con razón, que "el santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le basta el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado al prójimo, especialmente a quienes no están en condiciones de corresponder" (Homilía en la canonización de cinco beatos, 23 de octubre de 2005:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de octubre de 2005, p. 3).

Los dos nuevos beatos renunciaron a todo, incluso a sí mismos, por la belleza y la verdad de Cristo y de su Evangelio.

2. Manuel Gómez González nació el 29 de mayo de 1877 cerca de Tuy (Pontevedra, España), de José y Josefina González. Terminado el período de estudios exigido, el 24 de mayo de 1902 recibió la ordenación presbiteral en su tierra natal y comenzó a ejercer el ministerio sacerdotal en su diócesis. Desde el año 1904, a petición suya, fue acogido en la cercana diócesis de Braga, en Portugal, donde fue párroco de Valdevez y, más tarde, en 1911, de Monsão.

Al surgir problemas políticos y religiosos, en el año 1913 le concedieron trasladarse a Brasil. Aquí, después de una breve estancia en Río de Janeiro, monseñor Miguel de Lima Valverde, lo acogió en la diócesis de Santa María (Rio Grande do Sul). Durante algún tiempo fue párroco de Saudade, hasta que, el 7 de diciembre de 1915, le fue encomendada la inmensa parroquia de Nonoai, casi una pequeña diócesis. Allí llevó a cabo una labor pastoral tan intensa que en ocho años cambió el rostro de la parroquia, cuidando también de los indios; en varias ocasiones incluso debió ocuparse de la vecina parroquia de Palmeiras das Missões en calidad de administrador. Fue precisamente en el territorio de esta segunda parroquia encomendada a su cuidado pastoral donde sufrió el martirio.
Adílio Daronch nació el 25 de octubre de 1908 en Dona Francisca, en la zona de Cachoeira do Sul (Rio Grande do Sul, Brasil). Sus padres, Pedro Daronch y Judite Segabinazzi, tenían ocho hijos. En 1911 la familia se trasladó a Passo Fundo y en 1913 a Nonoai. Adílio formaba parte del grupo de adolescentes que acompañaban al padre Manuel en sus largos y fatigosos viajes pastorales, entre los cuales, a los indios Kaingang. Adílio, fiel acólito, también era alumno de la escuela fundada por el misionero.

Un día, el obispo de Santa María, monseñor Ático Eusébio da Rocha, pidió al sacerdote español que fuera a visitar a un grupo de colonos brasileños de origen alemán instalados en la floresta de Três Passos.

El padre Manuel celebró la Semana santa en la parroquia de Nonoai; luego emprendió el viaje, acompañado del joven Adílio, sin preocuparse de los peligros de una región sacudida por movimientos revolucionarios.

En un primer momento se detuvo en Palmeiras, donde administró los sacramentos y no dejó de exhortar a los revolucionarios locales al deber de la paz, al menos en nombre de la fe cristiana.
Sin embargo, a los más extremistas no les agradó la intervención del sacerdote, y tampoco el hecho de que dio sepultura con piedad cristiana a las víctimas de las bandas locales.

Prosiguieron después su viaje hasta Braga y, luego, a Colónia Militar donde, el 20 de mayo de 1924, el padre Manuel celebró por última vez la santa misa.

Los fieles indígenas avisaron al sacerdote del peligro que correría si penetraba en la floresta, pero él no les hizo caso, porque ardía en deseos de llevarles la gracia divina.

Al llegar a un emporio, en busca de informaciones sobre cómo llegar a los colonos de Três Passos, se encontraron con algunos militares que, amablemente, se ofrecieron para acompañarlos. En verdad, se trataba de una emboscada organizada premeditadamente. El padre Manuel y su fiel monaguillo Adílio, que entonces sólo tenía dieciséis años, en realidad fueron llevados a una zona remota de la floresta, donde los esperaban los jefes militares.

En un altozano, los dos compañeros de martirio fueron atados a dos árboles y fusilados, muriendo así por odio a la fe cristiana y a la Iglesia católica. Era el 21 de mayo de 1924.

3. Es admirable redescubrir en estos acontecimientos el mismo encanto, el mismo vigor, la misma extraordinaria fuerza de las "Pasiones" de los mártires de los inicios de la era cristiana.

Nos parece volver a ver al santo Papa Sixto II en la emboscada fatal que le prepararon en el cementerio de Calixto, mientras enseñaba la Palabra divina, y desde allí lo llevaron al martirio, sin que lo abandonara la fiel escolta de sus diáconos, que quisieron compartir con él su fin y su gloria.
También al padre Manuel podríamos aplicar las palabras que san Cipriano dirigió a Sixto:  "Sacerdote bueno y pacífico". Asimismo, podríamos referir a su monaguillo Adílio la gloria de san Tarsicio, mártir de la Eucaristía:  el primero por llevarla a los hermanos, y el segundo por el servicio de ofrecerla a la divina Majestad.

Así, esta Iglesia no olvida el heroico testimonio del párroco y del acólito, que murieron por amor al Evangelio, y numerosos devotos se apresuraron a acudir a sus sepulcros y a invocar la ayuda del Señor a través de su intercesión.

Hoy la Iglesia reconoce la victoria del párroco y de su acólito, les rinde el homenaje de la gloria, reconoce su poderosa intercesión, implora su celestial ayuda y contempla su ejemplo.

4. La celebración de la Eucaristía, en el centro de la vida de los beatos Manuel y Adílio, resplandece en su testimonio con la fuerza y la fascinación del misterio encarnado:  para que la palabra de Dios resuene en el mundo; para que se cumplan los misterios de la salvación; para que se renueve en el altar el sacrificio de la cruz; para que se celebre en la ofrenda de la propia vida la comunión de los divinos misterios; para que llegue a los hombres la salvación.

Por esto desafiaron los peligros y, sin preocuparse de las amenazas, ofrecieron juntos su holocausto, para que su comunión radical resplandeciera alta como luz en las tinieblas del hombre, derrotado por el odio y la violencia, víctima de la lucha fratricida y asesina que siembra en los corazones el extremo veneno de la ruina y condenación propia y ajena.

Hoy, en la segunda lectura que hemos escuchado, san Pablo se dirigía así a su apóstol Timoteo:  "Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino:  proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, corrige, exhorta con toda paciencia y doctrina" (2 Tm 4, 1-2).

Queridos hermanos, debemos considerarnos afortunados porque hoy se nos ha concedido una gracia especial:  la de comprender cuán viva está la palabra de Dios, porque hoy hemos visto realizadas estas palabras en nuestros beatos.

Hemos visto cómo un pastor y un niño estimaban su propia vida exclusivamente en relación con Dios y con la salvación eterna de los hermanos; hemos visto cómo consideraban una ganancia el perderla para conquistar el reino de Dios; hemos visto cómo este reino comienza aquí en la tierra, donde Dios visita a los afligidos, consuela a los atribulados y vuelve a entregarse por los pecadores; hemos escuchado cómo anunciaban la palabra de Dios en el corazón de la floresta, con fidelidad e insistencia.

Hemos escuchado la voz del sacerdote que suplicaba, corregía, exhortaba con toda paciencia y doctrina, para que volviera a los corazones la paz y para que los pecadores se convirtieran; y hoy hemos visto también cómo un joven sostenía alzadas las manos del padre, como se las sostuvieron un día a Moisés, implorando la gracia del cielo para que se sostuviera el combate hasta la victoria, en la cual participaron con su propio servicio.
 

También nosotros, queridos hermanos, hemos sido testigos de todo esto y hemos visto cómo se cumplían las promesas hechas desde el Antiguo Testamento en la perenne primavera de la Iglesia; y hemos descubierto la verdad de la alianza en Cristo en la perennidad de su vigor, vivido en el testimonio de los mártires.

5. Si el Hijo del hombre volviera hoy, según su promesa, encontraría aún encendida la llama de la fe en la tierra; la encontraría viva y esplendorosa en esta Iglesia de Brasil; la encontraría alimentada con la sangre de sus mártires; la encontraría segura y ardiente en el testimonio de los beatos Manuel Gómez y Adílio Daronch.

La encontraría aún en la tierra, también en nuestros corazones, porque hoy, aunque sean débiles y frágiles por su miseria y por sus pecados, se han fortalecido con el recuerdo de los santos mártires y han encontrado estímulo en su fuerza:  la fe en Cristo Señor, único salvador y redentor del hombre, hoy la afirmamos y profesamos en esta comunión de los santos, que nos une en el único Credo y nos estimula al mismo testimonio.

Como subrayaba Benedicto XVI:  "El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe. Este es el testimonio de los santos; este es, especialmente, el testimonio de los mártires, asociados de modo más íntimo al sacrificio redentor de Cristo", como efectivamente lo estuvieron, de modo ejemplar, nuestros dos nuevos beatos (cf. Ángelus del 14 de agosto de 2005:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de agosto de 2005, p. 2).

Beatos Manuel y Adílio, dadnos también hoy vuestra ayuda, que reconocemos poderosa, a nuestra súplica, y ofrecednos desde el cielo vuestra intercesión ante el trono del Altísimo:  que él dirija su mirada a nuestras miserias y a nuestras necesidades, a nuestros conflictos y a los odios que destruyen el corazón del hombre, que oprimen a los débiles y ahogan su gracia.

Que venga el Príncipe de la paz a sostener la batalla de su Iglesia; que descienda con nuestras filas para que triunfe su Palabra; y que intercedan por nosotros los beatos mártires Manuel y Adílio, a fin de que podamos un día cantar con ellos las alabanzas del Señor donde Cristo reina glorioso entre los ejércitos celestiales. A él la alabanza y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

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