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XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

HOMILÍA DEL CARDENAL JOZEF TOMKO,
LEGADO PONTIFICIO, EN LA MISA DE INAUGURACIÓN


 Estadio Jalisco de Guadalajara
Domingo10 de octubre de 2004

 

Señores cardenales y distinguidas autoridades;
venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
hermanos y hermanas en el Señor: 

Introducción Saludos y acción de gracias

En este inicio del tercer milenio, los creyentes en Jesucristo venimos de todo el mundo, representando a las Iglesias de todos los continentes, aquí a Guadalajara, en este hermosísimo país, México, para manifestar y corroborar nuestra fe en Jesucristo Eucaristía. Este es ya el 48° Congreso eucarístico internacional y el primero del tercer milenio.

En nombre de todos y con todos vosotros enviamos ante todo un afectuoso saludo a nuestro amado Santo Padre, Juan Pablo II, Sucesor de Pedro y jefe de la Iglesia católica.
Esta mañana, Juan Pablo II ha hablado del Congreso eucarístico internacional de Guadalajara a los fieles reunidos para el rezo del Ángelus en la plaza de San Pedro, y al mundo entero. Os leo sus palabras:  "Se ha inaugurado hoy en Guadalajara, México, el Congreso eucarístico internacional, que tiene por tema:  "La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio". Me uno espiritualmente a este importante acontecimiento eclesial, con el que comienza también el Año de la Eucaristía. Para este Año especial, he dirigido a toda la Iglesia una carta apostólica que inicia con estas palabras:  "Mane nobiscum Domine, Quédate con nosotros, Señor" (cf. Lc 24, 29). Que esta invocación resuene en todas las comunidades cristianas:  que los fieles, reconociendo a Cristo resucitado "en la fracción del pan" (Lc 24, 35), estén dispuestos a dar testimonio de él con caridad activa. Encomendemos estas intenciones a la intercesión de María santísima, "Mujer eucarística" (Ecclesia de Eucharistia, cap. VI)". Esta es la consigna que nos hace el Santo Padre.

Personalmente, le doy las gracias por haberme enviado como legado suyo para el Congreso. Él está con nosotros, nos sigue con sus oraciones y al final del Congreso nos dirigirá su mensaje acompañado  por  la  bendición  apostólica.

Saludo cordialmente al eminentísimo cardenal Juan Sandoval Íñiguez, pastor de esta Iglesia de Guadalajara, que no ha escatimado esfuerzos y recursos para organizar, juntamente con muchos colaboradores y con el apoyo del Pontificio Comité romano, esta fiesta eucarística.

Asimismo, saludo fraternamente a los señores cardenales y a los venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio.

Mi respetuoso saludo va también a las ilustres autoridades nacionales, regionales y locales, así como a las militares.

Con afecto saludo a los diáconos, los religiosos y las religiosas, los seminaristas, los miembros de los movimientos y de las asociaciones, especialmente a las de adoración eucarística.
Mi corazón se ensancha para saludar a los jóvenes, las familias, los ancianos, los pobres, los que sufren, así como a las delegaciones de todos los continentes, naciones y lenguas.

A todos vosotros, aquí presentes, os digo:  ¡La paz y la alegría en Cristo Eucaristía estén con todos vosotros!

1. Del Cenáculo a Guadalajara

1.1. Venimos de nuestro mundo

Venimos de un mundo lleno de luz pero también de pesadas sombras. Por un lado, se nota la búsqueda de algo que una a la humanidad, como se ha visto en las últimas olimpíadas, el anhelo de paz, el redescubrimiento de la belleza de la creación, la defensa de los derechos humanos, la sensibilidad por la justicia social, etc. En la Iglesia misma vemos el despertar de los jóvenes, a los que el Santo Padre ha encomendado la estupenda tarea de ser "centinelas de la mañana"; están aumentando y madurando las Iglesias jóvenes; después de un siglo de grandes Papas, Juan Pablo II es cada vez más ampliamente reconocido como la más alta autoridad moral no sólo de los católicos sino también de la humanidad entera, el cual ahora sigue enseñando con su ejemplo, además de con su palabra; está constantemente presente ante los ojos de todos el compromiso de la Iglesia por la paz, por la dignidad humana, por la justicia y por los pobres y los más débiles, por la cultura de la vida contra la cultura de la muerte, por el inestimable valor de cada persona, pero también por el ecumenismo y el diálogo interreligioso..., para mencionar solamente algunas luces.

Sin embargo, venimos de un mundo que también se ve turbado por sombras tenebrosas:  guerras conocidas y olvidadas, declaradas o solapadas; violencias y conflictos de diversa índole; el ataque ideológico al matrimonio y a la familia, y a la misma vida humana desde su concepción hasta la muerte natural, ahora amenazada también con la eutanasia de los ancianos, de los enfermos e incluso de los niños recién nacidos, con un homicidio legalizado; el oscurecimiento de la conciencia moral; la pérdida de la capacidad de amar fiel y constantemente; el terror que se transforma en horror; la pérdida del sentido del pecado, que denota la pérdida del sentido de Dios; la "apostasía silenciosa" de Cristo de algunas regiones cristianas; un laicismo que excluye a Dios de la vida social e incluso de la conciencia privada; un agnosticismo que no deja espacio a la religión y resulta peor que el ateísmo, mientras proliferan manifestaciones de una religiosidad sectaria y fanática, con frecuencia fundamentalista.

Venimos de este mundo a buscar la luz para nuestra vida, la certeza para nuestras dudas, la valentía para dar testimonio de nuestra fe a nuestros hermanos y hermanas que se encuentran en dificultad, el alimento para nuestra vida y la de nuestros semejantes. "Queremos ver tu rostro, Señor". Con Pedro, también nosotros queremos manifestar y profesar nuestra fe en Jesucristo:  "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Jesús mismo declaró:  "Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). Y también:  "Yo soy el pan de la vida" (Jn 6, 48). Luz y vida, he aquí lo que nuestro mundo necesita.

1.2. Eucaristía Cristo en quien creemos

Hemos venido a este Congreso desde diversas partes de nuestro mundo para celebrar la Eucaristía. Pero, ¿qué es la Eucaristía? Después de la consagración, lo decimos:  Es misterio de la fe. Es un don inestimable. Más aún, "la Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad, así como de su obra de  salvación"  (Ecclesia  de  Eucharistia, 11). Por eso, sería más exacto preguntarse:  "¿Quién es la Eucaristía?", no:  "¿Qué es la Eucaristía?".

Para confirmar nuestra fe, debemos remontarnos al origen de la Eucaristía, es decir, a Cafarnaum, donde fue prometida, y al Cenáculo, donde fue instituida. Con el Evangelio en las manos y con el corazón abierto, releer el capítulo sexto de Juan, especialmente las palabras que acabamos de escuchar:  "Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo... El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6, 51. 54). Sí, la Eucaristía es Jesucristo mismo, vivo, real, aunque esté presente bajo el velo sacramental del pan y del vino. ¿Acaso nos parecen "duras" sus palabras, difíciles de entender para nuestra mentalidad acostumbrada a comprobarlo todo con los sentidos, con los aparatos, con la tecnología, como les parecían difíciles a algunos discípulos en los tiempos de Jesús? Y, sin embargo, Jesús no cambia ni una coma; antes bien, refuerza sus afirmaciones. Pero nosotros estamos con Pedro y con su fe:  "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68). Por eso, para nosotros la Eucaristía es él mismo, es "misterio de la fe", pero es una realidad verdadera. Hoy nos encontramos ante Cristo Eucaristía con el asombro de la fe, de la alegría, de la admiración, del amor.

Es el mismo asombro que invadió a los Apóstoles en el Cenáculo. En aquel clima solemne, pero también triste en previsión de la pasión, Jesús manifestó su amor infinito a la humanidad y realizó lo que había prometido. Como nos relata san Juan, "antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1), es decir, hasta el límite. Y entonces dejó a los suyos no un recuerdito, no una imagen, no un don aunque fuera memorable, no un objeto querido, sino a sí mismo. Y además escogió la forma de pan y de vino para significar que quería convertirse en nuestro alimento, en apoyo de nuestra vida y fuente de nuestra existencia eterna. Se dio a sí mismo en alimento por nosotros para poder quedarse con nosotros en una unión totalmente singular e íntima, en analogía con el alimento que entra en el circuito vital de nuestro cuerpo y a través del metabolismo vital se transforma en vida nuestra y energía. De manera semejante Jesús mismo quiso  entrar  en  una comunión muy íntima con nosotros:  "El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 56-57). Esta estupenda realidad debe inspirar y transformar nuestra vida y nuestras comuniones eucarísticas en encuentros vitales que inspiren nuestras actividades.

Pero la riqueza de la Eucaristía, de esta invención maravillosa del amor divino, no se agota aquí.

2. "Pro mundi vita" "Para la vida del mundo"

Jesucristo instituyó la Eucaristía también con otra finalidad. No por casualidad dijo desde que prometió el pan de la vida:  "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6, 51). Luego, cuando en el Cenáculo instituyó la Eucaristía, tomó el pan y declaró solemnemente:  "Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Y sobre el vino declaró:  "Este es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros". Así realizó Jesús, en la misma noche en que fue traicionado, con unas horas de anticipación y de modo incruento, sacramental, el sacrificio que poco después ofreció de modo cruento en la cruz. Por tanto, instituyó la Eucaristía como su sacrificio redentor. Y, además, quiso que se perpetuara a lo largo de los siglos, y por ello dio a los presentes en el Cenáculo una orden que es también un poder especial:  "Haced esto en conmemoración mía". Desde entonces, los sacerdotes de la Iglesia cumplen fielmente este sublime deber, como lo describe san Pablo en la carta a los fieles de Corinto:  "Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).

Como en tiempos de san Pablo en la Iglesia primitiva, también hoy aquí, en Guadalajara, hacemos lo que nos mandó el Señor:  el celebrante repite fielmente las palabras del Señor sobre el pan y sobre el vino, los convierte en el cuerpo y en la sangre de Cristo en memoria de él y proclama:  "Es misterio de la fe". Seguidamente el pueblo profesa su fe en el sacrificio de Cristo que se renueva en el altar:  "¡Anunciamos tu muerte, Señor!". Y no es sólo la evocación de la pasión y muerte del Señor, una pura conmemoración como en una representación teatral sagrada, sino que es la representación sacramental de este acontecimiento salvífico. Este acontecimiento central de salvación se hace realmente presente y "se realiza la obra de nuestra redención" (Lumen gentium, 3). "Este sacrificio -afirma el Santo Padre- es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo realizó y volvió al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él como si hubiéramos estado presentes". La Eucaristía es precisamente este medio. El mismo Papa exclama a continuación:  "¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida" (Ecclesia  de  Eucharistia, 11). ¡Amor que da la propia vida para la vida del mundo, también de nuestro mundo, de nuestro milenio, de cada uno de nosotros!

Conclusión

Queridos hermanos y hermanas, inauguramos solemnemente este Congreso para venerar, adorar, alabar, agradecer y orar a Jesucristo presente en medio de nosotros en la Eucaristía, sacramento de su amor. La mirada materna y la poderosa intercesión de María, Mujer eucarística, nos acompañe en el camino de estos días, "para que, fortalecidos en este banquete sagrado, seamos en Cristo luz en las tinieblas y vivamos íntimamente unidos a él, que es nuestra vida" (Oración para el Congreso). Amén.

 

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