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PONTIFICIA ACADEMIA PARA LA VIDA

 

PANDEMIA
Y FRATERNIDAD UNIVERSAL

Nota sobre la emergencia Covid-19
30 de marzo de 2020

 

Toda la humanidad está siendo puesta a prueba. La pandemia de Covid-19 nos pone en una situación de dificultad sin precedentes, dramática y de alcance mundial: su repercusión en la desestabilización de nuestro proyecto de vida crece cada día más. La omnipresencia de la amenaza pone en duda las evidencias que, hasta ahora, en nuestros sistemas de vida, resultaban evidentes. Estamos experimentando dolorosamente una paradoja que nunca hubiéramos imaginado: para sobrevivir a la enfermedad debemos aislarnos unos de otros, pero si aprendiéramos a vivir aislados unos de otros nos daríamos cuenta de lo esencial que es para nuestras vidas vivir con los demás.

En medio de nuestra euforia tecnológica y gerencial, nos encontramos social y técnicamente impreparados ante la propagación del contagio: hemos tenido dificultades en reconocer y admitir su impacto. E incluso ahora, estamos luchando fatigosamente para detener su propagación. Pero también observamos una falta de preparación —por no decir resistencia— en el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad física, cultural y política ante el fenómeno, si consideramos la desestabilización existencial que está causando. Esta desestabilización está fuera del alcance de la ciencia y de la técnica del sistema terapéutico. Sería injusto —y erróneo— cargar a los científicos y técnicos con esta responsabilidad. Al mismo tiempo, es ciertamente indiscutible que, además de buscar medicamentos y vacunas, es igualmente urgente adquirir una mayor profundidad de visión, así como una mayor responsabilidad en la contribución reflexiva al significado y los valores del humanismo. Eso no es todo. El ejercicio de esta profundidad y de esta responsabilidad crea un contexto simbólico de cohesión y unidad, de alianza y fraternidad, en razón de nuestra humanidad compartida, que, lejos de menospreciar la contribución de los hombres y mujeres de la ciencia y del gobierno, sostiene y sosiega en gran medida su tarea. Su dedicación, que ya merece la justificada y conmovedora gratitud de todos, debe ciertamente ser fortalecida y valorada.

En esta línea, la Pontificia Academia para la Vida, que por su mandato institucional promueve y apoya la alianza entre la ciencia y la ética en la búsqueda del mejor humanismo posible, desea contribuir con su propio aporte reflexivo. Por lo tanto, la Academia se propone situar algunos de los elementos distintivos de esta situación dentro de un espíritu renovado que debe nutrir la socialidad y el cuidado de la persona. Finalmente, la coyuntura excepcional que hoy en día desafía a la fraternidad de la humana communitas debe transformarse en una oportunidad para que este espíritu de humanismo modele la cultura institucional en el tiempo ordinario: en el seno de los pueblos individuales, en la coralidad de los vínculos entre los pueblos.

Solidarios en la vulnerabilidad y en los límites

En primer lugar, la pandemia pone de relieve con una dureza inesperada la precariedad que marca radicalmente nuestra condición humana. En algunas regiones del mundo, la precariedad de la existencia individual y colectiva es una experiencia cotidiana, debido a la pobreza que no permite que todos tengan acceso a la atención médica, aunque esté disponible, o a los alimentos en cantidades suficientes, que no faltan en todo el mundo. En otras partes del mundo, las zonas de precariedad se han ido reduciendo progresivamente gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, hasta el punto de hacernos ilusiones de que somos invulnerables o de que podemos encontrar una solución técnica para todo. Sin embargo, por mucho esfuerzo que hagamos, no ha sido posible controlar la actual pandemia ni siquiera en las sociedades más desarrolladas económica y tecnológicamente, donde ha superado la capacidad de los laboratorios y estructuras sanitarias. Nuestras optimistas proyecciones del poder científico y tecnológico a nuestra disposición nos han permitido quizás imaginar que seríamos capaces de prevenir la propagación de una epidemia mundial de esta magnitud, convirtiéndola en una posibilidad cada vez más remota. Debemos reconocer que no es así. Y hoy en día la situación también nos lleva a pensar que, junto con los extraordinarios recursos de protección y cuidado que nuestro progreso acumula, también hay efectos secundarios de la fragilidad del sistema que no hemos vigilado lo suficiente.

En cualquier caso, esta traumática situación nos parece dejar claro que no somos dueños de nuestro propio destino. Y hasta la ciencia muestra sus propios límites. Ya lo sabíamos: sus resultados son siempre parciales, ya sea porque se concentra —por conveniencia o por razones intrínsecas— en ciertos aspectos de la realidad dejando fuera otros, o por el propio estado de sus teorías, que son, en todo caso, provisionales y revisables. Pero en la incertidumbre que estamos experimentado frente al covid-19 hemos captado, con una nueva claridad, la gradualidad y la complejidad que requiere el conocimiento científico, con sus exigencias de metodología y verificación. La precariedad y los límites de nuestro conocimiento también parecen globales, reales, comunes: no existen argumentos reales para apoyar la presunción de civilizaciones y soberanías que se consideran mejores y que pueden escapar de la retroalimentación. Resulta palpable lo estrechamente conectados que estamos todos: de hecho, en nuestra exposición a la vulnerabilidad somos más interdependientes que en nuestro aparato de eficiencia. El contagio se extiende muy rápidamente de un país a otro; lo que le sucede a alguien se convierte en algo decisivo para todos. Esta coyuntura hace que lo que sabíamos sea aún más evidente de inmediato, sin hacernos responsables de ello adecuadamente: para bien o para mal, las consecuencias de nuestras acciones siempre recaen sobre los demás. Nunca hay actos individuales que no tengan consecuencias sociales: esto se aplica a los individuos, lo mismo que a las comunidades, sociedades, poblaciones individuales. El comportamiento temerario o imprudente, que aparentemente sólo nos concierne a nosotros, se convierte en una amenaza para todos aquellos que están expuestos al riesgo del contagio, sin que ello afecte quizás ni siquiera a los sujetos de dicho comportamiento. Así pues, descubrimos que la incolumidad de cada individuo depende de la de todos.

El brote de epidemias es ciertamente una constante en la historia de la humanidad. Pero no podemos eludir las características de la amenaza actual, que ha demostrado extender su omnipresencia en nuestra forma de vida actual y saber esquivar toda protección. Debemos tomar nota de los efectos de nuestro modelo de desarrollo, con la explotación de zonas forestales hasta ahora intactas donde residen microorganismos desconocidos para el sistema inmunológico humano, con una rápida y extensa red de conexiones y transporte a largo radio. Es probable que encontremos una solución para aquello que nos está atacando ahora. Sin embargo, tendremos que hacerlo sabiendo que este tipo de amenaza está acumulando su potencial sistémico a largo plazo. En segundo lugar, tendremos que abordar el problema con los mejores recursos científicos y organizativos que dispongamos: evitar el énfasis ideológico en el modelo de sociedad que hace coincidir la salvación y la salud. Sin tener que ser consideradas como una derrota de la ciencia y la técnica —que sin duda siempre tendrán que entusiasmarnos con su progreso, pero al mismo tiempo nos obligan también a convivir humildemente con sus limitaciones— la enfermedad y la muerte son una profunda herida para nuestros más queridos y profundos afectos: que no deben, sin embargo, imponernos el abandono de su justicia y la ruptura de sus lazos. Ni siquiera cuando tenemos que aceptar nuestra impotencia para dar cumplimiento al amor que llevan en sí mismos. Si nuestra vida es siempre mortal, esperamos que el misterio de amor sobre el que ésta reside no lo sea.

De la interconexión de facto a la solidaridad deseada

Ahora, más que nunca, en esta terrible coyuntura, estamos llamados a tomar conciencia de esta reciprocidad sobre la que reposan nuestras vidas. Darse cuenta de que cada vida es una vida común, es la vida de unos y otros, de unos y otros. Los recursos de una comunidad, que se niega a considerar la vida humana como un único hecho biológico, son un bien precioso, que también acompaña responsablemente todas las actividades necesarias de cuidado. Tal vez hemos erosionado descuidadamente este patrimonio, cuya riqueza marca la diferencia en momentos como este, subestimando gravemente los bienes relacionales que dicho patrimonio es capaz de compartir y distribuir en momentos en que los lazos emocionales y el espíritu comunitario se ponen a prueba, precisamente por las necesidades básicas para proteger la vida biológica.

Dos formas de pensar bastante burdas, que se han convertido en sentido común y puntos de referencia en lo que respecta a la libertad y los derechos, están siendo cuestionadas. La primera es “Mi libertad termina donde comienza la del otro”. La fórmula, ya peligrosamente ambigua en sí misma, es inadecuada para la comprensión de la experiencia real y no es casualidad que sea afirmada por quienes están en posición de fuerza: nuestras libertades siempre se entrelazan y se superponen, para bien o para mal. Es necesario, más bien, aprender a hacerlas cooperar, en vista del bien común y superar las tendencias, que incluso la epidemia puede alimentar, de ver en el otro una amenaza “infecciosa” de la que distanciarse y un enemigo del que protegerse. La segunda: “Mi vida depende única y exclusivamente de mí”. Esto no es así. Somos parte de la humanidad y la humanidad es parte de nosotros: debemos aceptar estas dependencias y apreciar la responsabilidad que nos hace participantes y protagonistas. No hay derecho alguno que no tenga como implicación un deber correspondiente: la coexistencia de lo libre e igual es un tema exquisitamente ético, no técnico.

Por lo tanto, estamos llamados a reconocer, con nueva y profunda emoción, que estamos encomendados el uno al otro. Nunca antes la relación de los cuidados se había presentado como el paradigma fundamental de nuestra convivencia humana. La mutación de la interdependencia de facto a la solidaridad deseada no es una transformación automática. Pero ya tenemos varios signos de este cambio hacia las acciones responsables y el comportamiento fraternal. Lo vemos con especial claridad en la dedicación de los trabajadores de la sanidad, que ponen generosamente todas sus energías en acción, a veces incluso a riesgo de su propia salud o vida, para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Su profesionalidad se despliega mucho más allá de la lógica de los vínculos contractuales, lo que demuestra que el trabajo es ante todo una esfera de expresión de significados y valores, y no sólo una “mercancía” que se intercambia por una remuneración. Pero esto también se aplica a los investigadores y científicos que ponen sus habilidades al servicio de las personas. La determinación de compartir los puntos fuertes y la información ha permitido establecer rápidas colaboraciones entre las redes de centros de investigación para los protocolos experimentales que determinan la seguridad y la eficacia de los fármacos.

Junto a ellos no hay que olvidar a todas esas mujeres y hombres que cada día eligen positiva y valientemente proteger y alimentar esta fraternidad. Son las madres y los padres de familia, los ancianos y los jóvenes; son las personas que, incluso en situaciones objetivamente difíciles, siguen haciendo su trabajo con honestidad y conciencia; son los miles de voluntarios que no han cesado su servicio; son los responsables de las comunidades religiosas que siguen sirviendo a las personas que  les han sido confiadas, incluso a costa de sus vidas, como han puesto de relieve las historias de muchos sacerdotes italianos que han fallecido por Covid-19.

En el plano político, la situación actual nos insta a tener una mirada lo suficientemente amplia. En las relaciones internacionales (y también entre los países de la Unión Europea) hay una lógica miope e ilusoria que trata de dar respuestas en términos de “intereses nacionales”. Sin una colaboración efectiva y una coordinación eficaz, que asuma decisiones aun a sabiendas de inevitables resistencias políticas, comerciales, ideológicas y relacionales, los virus no se detendrán. Ciertamente, se trata de decisiones muy serias y onerosas: se necesita una visión abierta y elecciones que no siempre van de acuerdo con los sentimientos inmediatos de las poblaciones individuales. Pero dentro de una dinámica tan marcadamente global, las respuestas para ser eficaces no pueden quedar limitadas a sus propios confines territoriales.  

Ciencia, Medicina y Política: el vínculo social puesto a prueba

Las decisiones políticas tendrán ciertamente que tener en cuenta los datos científicos, pero no pueden reducirse a este nivel. Permitir que los fenómenos humanos se interpreten sólo sobre la base de categorías de ciencia empírica sólo produciría respuestas a nivel técnico. Terminaríamos con una lógica que considera los procesos biológicos como determinantes de las opciones políticas, según el peligroso proceso que la biopolítica nos ha enseñado a conocer. Esta lógica tampoco respeta las diferencias entre las culturas, que interpretan la salud, la enfermedad, la muerte y los sistemas de asistencia atribuyendo significados que en su diversidad pueden constituir una riqueza no homologable según una única clave interpretativa tecnocientífica.

Lo que necesitamos en cambio es una alianza entre la ciencia y el humanismo, que deben ser integrados y no separados o, peor aún, contrapuestos. Una emergencia como la de Covid-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad. Los medios técnicos y clínicos de contención deben integrarse en una vasta y profunda investigación para el bien común, que deberá contrarrestar la tendencia a la selección de ventajas para los privilegiados y la separación de los vulnerables en función de la ciudadanía, los ingresos, la política y la edad.

Esto también se aplica a todas las opciones de “política de los cuidados”, incluidas las que están más estrechamente relacionadas con la práctica clínica. Las condiciones de emergencia en las que se encuentran muchos países pueden llegar a obligar a los médicos a tomar decisiones dramáticas y lacerantes para racionar los recursos limitados, que no están disponibles para todos al mismo tiempo. En ese momento, tras haber hecho todo lo posible a nivel organizativo para evitar el racionamiento, debe tenerse siempre presente que la decisión no se puede basar en una diferencia en el valor de la vida humana y la dignidad de cada persona, que siempre son iguales y valiosísimas. La decisión se refiere más bien a la utilización de los tratamientos de la mejor manera posible en función de las necesidades del paciente, es decir, de la gravedad de su enfermedad y de su necesidad de tratamiento, y a la evaluación de los beneficios clínicos que el tratamiento puede lograr, en términos de pronóstico. La edad no puede ser considerada como el único y automático criterio de elección, ya que si fuera así se podría caer en un comportamiento discriminatorio hacia los ancianos y los más frágiles. Además, es necesario formular criterios que sean, en la medida de lo posible, compartidos y argumentados, para evitar la arbitrariedad o la improvisación en situaciones de emergencia, como nos ha enseñado la medicina de catástrofes. Por supuesto, hay que reiterarlo: el racionamiento debe ser la última opción. La búsqueda de tratamientos lo más equivalentes posibles, el intercambio de recursos, el traslado de pacientes son alternativas que deben ser consideradas cuidadosamente, en la lógica de la justicia. La creatividad también ha sugerido soluciones en condiciones adversas que han permitido satisfacer las necesidades, como el uso del mismo respirador para varios pacientes. En cualquier caso, nunca debemos abandonar al enfermo, incluso cuando no hay más tratamientos disponibles: los cuidados paliativos, el tratamiento del dolor y el acompañamiento son una necesidad que nunca hay que descuidar.

También a nivel de sanidad pública, la experiencia que estamos atravesando nos plantea una seria revisión, aunque sólo pueda llevarse a cabo en el futuro, en tiempos menos agitados. Esta revisión se refiere al equilibrio entre los enfoques preventivos y terapéuticos, entre la medicina individual y la dimensión colectiva (dada la estrecha correlación entre la salud y los derechos personales y la salud pública). Son cuestiones que subyacen a una pregunta más profunda, relativa a los objetivos que la medicina puede fijarse, considerando conjuntamente el significado de la salud dentro de la vida social con todas las dimensiones que la caracterizan, como la educación y el cuidado del medio ambiente. Se vislumbra la fecundidad de una perspectiva global de la bioética, que, teniendo en cuenta la multiplicidad de las dimensiones en juego y el alcance mundial de los problemas supere una visión individualista y reductora de las cuestiones relativas a la vida humana, la salud y los cuidados.

El riesgo de una epidemia mundial requiere, en la lógica de la responsabilidad, la construcción de una coordinación mundial de los sistemas de salud. Debemos ser conscientes de que el nivel de contención viene determinado por el eslabón más débil, en lo que respecta a la prontitud del diagnóstico, a la rápida respuesta con medidas de contención proporcionadas, a estructuras adecuadas y a un sistema de registro e intercambio de información y datos. También es necesario que la autoridad que puede considerar las emergencias con una visión de conjunto, tomar decisiones y orquestar la comunicación, se tome como referencia para evitar la desorientación generada por la tormenta de comunicaciones que se desata (infodemia), con la incertidumbre de los datos y la fragmentación de las noticias.

La obligación de proteger a los débiles: la fe evangélica a prueba

En este panorama, se debe prestar especial atención a los que son más frágiles, pensamos sobre todo a los ancianos y discapacitados. En igualdad de condiciones, la letalidad de una epidemia varía según la situación de los países afectados —y dentro de cada país— en todo lo que se refiere a los recursos disponibles, a la calidad y organización del sistema sanitario, a las condiciones de vida de la población, a la capacidad de conocer y comprender las características del fenómeno y de interpretar la información. Habrá muchas más muertes allí donde no se garantice a las personas una simple atención sanitaria básica en su vida cotidiana.

También esta última consideración, sobre la mayor penalización a la que están sometidos los más frágiles, nos insta a prestar mucha atención a la forma en que hablamos de la acción de Dios en esta situación histórica. No podemos interpretar los sufrimientos por los que pasa la humanidad en el crudo esquema que establece una correspondencia entre la “majestad herida” de lo divino y la “represalia sagrada” emprendida por Dios. Si consideramos entonces, que de esta manera serían los más débiles los más castigados, precisamente aquellos por los que Él se preocupa y con los que Se identifica (Mt 25,40-45), vemos cuan equivocada es esta perspectiva. Escuchar las Escrituras y el cumplimiento de la promesa de Jesús nos muestra que estar del lado de la vida, como Dios nos enseña, se concretiza en gestos de humanidad hacia el otro. Gestos que, como hemos visto, no faltan en el momento actual.

Cada forma de solicitud, cada expresión de benevolencia es una victoria del Resucitado. Es responsabilidad de los cristianos dar testimonio de Él. Siempre y para todos. En esta coyuntura, por ejemplo, no podemos olvidar las otras calamidades que golpean a los más frágiles como los refugiados e inmigrantes o aquellos pueblos que siguen siendo azotados por los conflictos, la guerra y el hambre.

La oración de intercesión

Allí donde la proximidad evangélica encuentra un límite físico o una oposición hostil, la intercesión —arraigada en el Crucificado— conserva su poder imparable y decisivo, incluso cuando el pueblo no parece estar a la altura de la bendición de Dios (Ex 32, 9-13). Este grito de intercesión del pueblo de los creyentes es el lugar donde podemos aceptar el trágico misterio de la muerte, cuyo temor marca hoy la historia de todos nosotros. En la Cruz de Cristo es posible pensar en la forma de la existencia humana como un gran pasaje: la cáscara de nuestra existencia es como una crisálida que espera la liberación de la mariposa. Toda la creación, dice San Pablo, vive “los dolores del parto”.

Es bajo esta luz que debemos entender el significado de la oración. Como intercesión por cada uno y por todos aquellos que se encuentran en el sufrimiento, que también Jesús llevó sobre sí mismo por nosotros, y como un momento en el que aprender de Él cómo vivir este sufrimiento en la entrega al Padre. Es este diálogo con Dios el que se convierte en una fuente para que podamos confiarnos también a los hombres. A partir de esto sacamos fuerza interior para ejercer toda nuestra responsabilidad y estar disponibles para la conversión según la realidad que nos haga comprender lo que hace posible una convivencia más humana en nuestro mundo. Recordamos las palabras del obispo de Bérgamo, una de las ciudades más afectadas de Italia, Mons. Francesco Beschi: “Nuestras oraciones no son fórmulas mágicas. La fe en Dios no resuelve mágicamente nuestros problemas, sino que nos da una fuerza interior para ejercer ese compromiso que todos y cada uno, de diferentes maneras, estamos llamados a vivir, especialmente aquellos que están llamados a frenar y superar este mal”.

En cualquier caso, también aquellos que no compartan la profesión de esta fe pueden extraer del testimonio de esta fraternidad universal las huellas que conducen a la mejor parte de la condición humana. La humanidad que no abandona el campo en el que los seres humanos aman y luchan juntos, por amor a la vida como un bien estrictamente común, se gana la gratitud de todos y es un signo del amor de Dios presente entre nosotros.