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INTERVENCIÓN DE MONSEÑOR ANDRÉS CARRASCOSA,
JEFE DE LA DELEGACIÓN DE LA SANTA SEDE,
EN LA PRIMERA CONFERENCIA REGIONAL DE SEGUIMIENTO
DE LA CUMBRE MUNDIAL SOBRE DESARROLLO SOCIAL*


São Paulo, Brasil
Martes 9 de abril de 1997

 

 

Señor presidente:

Deseo dar las gracias a la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL) por la amable invitación a la Santa Sede para participar en esta reunión y al Gobierno de Brasil por la hospitalidad con la que nos acoge.

La presencia de mi delegación en esta sala es una muestra del interés con el que, desde el comienzo de la intuición del embajador Somavia, la Santa Sede y el Papa Juan Pablo II personalmente han seguido la preparación, más tarde el desarrollo de la Cumbre social de Copenhague y ahora la puesta en práctica de aquellos acuerdos, que fueron adoptados al más alto nivel por tantos jefes de Estado y de Gobierno.

La delegación de la Santa Sede desea expresar su apoyo a esta reunión regional de valoración de resultados y, sobre todo, de elaboración de orientaciones para las políticas a seguir en el futuro. Se trata del primer continente que toma tal iniciativa, quizás porque se siente en el ambiente la «paternidad » latinoamericana de la idea de la Conferencia, y podría ser orientadora para las demás regiones. Agradezco a la CEPAL el lúcido documento «La brecha de la equidad» que sirve de base a estos debates. Y quiero hacer constar el aprecio de la Santa Sede por los esfuerzos que los países están ya desarrollando en pos de unas metas que —todos somos bien conscientes— no son fáciles.

Permítanme subrayar brevemente algunos aspectos que mi delegación considera de particular importancia:

Nos encontramos ante el reto de dar aplicación concreta al principio fundamental de la Declaración de Copenhague (n. 26a) de que el ser humano, la gente, nuestras gentes, están en el centro del desarrollo (noción ésta que fue adecuadamente destacada por el presidente de la República Federativa de Brasil, sr. Fernando Henrique Cardoso, en su excelente alocución inaugural de esta Conferencia).

Si en el pasado el concepto de desarrollo fue pensado exclusivamente en términos económicos, hoy es obvio para todos que el desarrollo de las personas y de los pueblos debe ser integral y hablamos del desarrollo social que tiene en cuenta las vertientes «política, económica, ética y espiritual» (Declaración de Copenhague, n. 25).

Un problema crucial del mundo en el que vivimos y que se manifiesta de modo muy concreto en América Latina es el de las desigualdades sociales. En nuestras sociedades no basta la ley del mercado y la globalización; hay que tener en cuenta la necesaria solidaridad. Necesitamos un desarrollo con equidad.

El Papa Juan Pablo II escribe que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno» (carta encíclica «Centesimus annus», 31). Un modelo de desarrollo que no tenga presente y que no afronte con decisión esas desigualdades existentes está condenado a fracasar.

Emerge un creciente consenso sobre la necesidad de armonizar las políticas económicas con las políticas sociales. No tienen futuro ni quienes, en busca exclusivamente de resultados económicos, marginalizan lo social ni quienes sueñan con políticas sociales que no son realistas ni sostenibles.

Los responsables de las decisiones políticas, con base en cálculos solamente económicos, a veces han estimado como trabas al crecimiento las consideraciones éticas. Con la experiencia diaria de decenas de miles de instituciones ligadas con la Iglesia católica de este continente, mi delegación puede afirmar que la realidad es bien diferente: «sólo un desarrollo equilibrado, encaminado hacia el bien común, será auténtico y contribuirá, incluso a largo plazo, a la estabilidad social» (Consejo pontificio «Cor unum», El hambre en el mundo. Un reto para todos: el desarrollo solidario, n. 22).

Una sociedad que no está anclada en sólidos valores éticos —y de ellos hablaba también el presidente Cardoso— es una sociedad sin dirección, privada del fundamento esencial sobre el cual se pueda construir, de manera duradera, el tan deseado desarrollo social.

Mi delegación desea subrayar un aspecto en el que se pone de manifiesto que el desarrollo social que necesita un país es un desarrollo integral, que exige ineludibles valores éticos y no solamente acertadas decisiones económicas: la integración social —como afirma el documento de base— pasa por la superación de la falta de confianza de la población en la administración de la justicia, en las fuerzas de seguridad e incluso en los representantes políticos del pueblo. No hay elemento que lleve más a una sociedad a la desintegración que la corrupción y la impunidad. El esfuerzo en pos de un auténtico desarrollo social exige fortalecer los valores democráticos, el respeto universal de los derechos humanos —inherentes a cada ser humano por el mero hecho de ser persona— y un correcto funcionamiento del Estado de derecho.

La delegación de la Santa Sede considera que deben ser ayudadas las instituciones que están llamadas a promover la concreta solidaridad entre las personas, las generaciones y los pueblos. Y la primera entre ellas es la familia, célula fundamental de la sociedad, «unidad básica de socialización y de reproducción de comportamientos individuales» —como afirma el documento «La brecha de la equidad»—. No podemos limitarnos a constatar «La patología de la familia», los casos en que ésta no es capaz de cumplir su función socializadora. Es necesario tener presente, como afirma la Declaración de Copenhague, que la familia «debe ser fortalecida, prestándose atención a los derechos, la capacidad y las obligaciones de sus integrantes» (n. 26h).

En la elaboración de políticas sobre los diversos sectores del desarrollo social (trabajo, pobreza, exclusión) es imprescindible el diálogo con las personas que son objeto de esas políticas. Sobre los problemas del mundo del trabajo, hay que escuchar a los representantes de los trabajadores ya que, en el esquema tripartito Gobierno-empleadores-trabajadores son estos últimos la parte más débil y la que más sufre los efectos de la globalización. Si hablamos de pobreza, «el pobre de recursos económicos, víctima de la falta de preocupación por el bien común, tiene algo muy especial que decir, pues posee una visión y una experiencia peculiares de la realidad de la vida práctica que los más favorecidos no tienen» (Consejo pontificio «Cor unum», El hambre en el mundo. Un reto para todos: el desarrollo solidario, n. 26). Y es que, como afirma el Papa Juan Pablo II, «será necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres —personas y pueblos— como un fardo o como molestos e inoportunos, ávidos de consumir lo que otros han producido» (carta encíclica «Centesimus annus», 28).

Por lo que respecta a los sistemas de pensiones, cuya reforma se encuentra en el centro de los debates en diversos países de la región, mi delegación considera que es importante evitar que se conviertan en la mera suma de pólizas individuales, a las cuales tienen acceso solamente las capas sociales más privilegiadas. Si se quiere dar concreción también en este punto al principio fundamental de la distribución de la riqueza, es necesario que el Estado no abdique de su responsabilidad de incluir un componente de solidaridad, si bien —como afirma el documento de base, n. 26— tal componente pueda ser diseñado de distinta manera según la experiencia de cada país.

Mi delegación desea recordar, por último, la atención particular que se debe prestar a los grupos más vulnerables de la sociedad, a causa de las peculiares necesidades que experimentan o de la discriminación que sufren. Permítanme mencionar, por una parte, a las mujeres —especialmente las que tienen la responsabilidad de un hogar—, a los ancianos y a los niños y, por otra, a los discapacitados, a los enfermos de sida, a las poblaciones indígenas y otras minorías étnicas, a los emigrantes y refugiados, etc.

Señor presidente, los enormes retos con los que se debe confrontar nuestro mundo en estos ámbitos exigen la movilización de todos los sectores de la sociedad. Ciertamente los creyentes no constituyen una excepción. La Iglesia católica, cuya misión primaria es de tipo espiritual, no deja de afrontar, sin embargo, las condiciones concretas en las que viven los hombres y las mujeres de hoy, sobre todo aquellas situaciones que hieren la dignidad humana. Son casi 300.000 las instituciones de Iglesia que actúan en ámbitos ligados al desarrollo social, desde la educación y la salud a las varias formas de asistencia social. Muchas de ellas se encuentran en nuestra región. Estas instituciones miraron a la Cumbre social de Copenhague con la atención y la esperanza de quien se encuentra en primera línea y siente esos problemas en su propia carne. Por ello, me cabe el honor y el placer de afirmar hoy que, entre las variadas realidades que componen la sociedad civil —a quien el documento de Copenhague ha dado tanto relieve para la actuación de sus principios y compromisos— las instituciones de la Iglesia católica, coordinadas por las respectivas Conferencias episcopales, ofrecen una aportación significativa en el esfuerzo común por una sociedad más justa y más atenta a las necesidades de sus miembros más débiles.

Muchas gracias.


*L'Osservatore Romano 13.4.97 p.2.

 

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