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INTERVENCIÓN DEL OBSERVADOR PERMANENTE
DE LA SANTA SEDE ANTE LA ONU,
MONS RAFFAELE RENATO MARTINO,
EN EL TERCER COMITÉ DE LA ORGANIZACIÓN
DE LAS NACIONES UNIDAS

12 de noviembre de 1987

 

Los derechos fundamentales del hombre y la libertad religiosa


Al tomar la palabra ante este Comité (el tercer Comité de la Organización de las Naciones Unidas) sobre una mole tan ingente de temas, la Delegación de la Santa Sede desea sobre todo expresar la satisfacción de la Iglesia católica por los asiduos esfuerzos de la comunidad internacional en orden a asegurar un respeto cada vez más amplio a los derechos y a las libertades fundamentales de la persona humana.

En efecto en su solemne declaración de principios, la Organización de las Naciones Unidas, no sólo proclamó los derechos y las libertades que son las prerrogativas inalienables e inviolables de cada individuo, sino que también puso las bases para la tutela jurídica y la promoci6n de esos derechos y libertades por medio de convenciones, como el Pacto internacional sobre los derechos civiles y políticos. En base a ese acuerdo, cada Estado que lo ha suscrito ha asumido obligaciones precisas de “respetar y garantizar a todos los individuos en el ámbito del propio territorio y a los que están sometidos a su jurisdicción los derechos reconocidos en este acuerdo, sin distinciones de ninguna clase, como raza, color, sexo, lengua, religión, opiniones públicas u otras, origen nacional o social, propiedad, nacimiento u otro status” (Pacto internacional sobre los derechos civiles y políticos, art. 2, par. 1).

La Comisión y el Comité para los derechos humanos continúan en su tarea de elaboración teórica de modelos, universalmente aceptables, de reconocimiento de los derechos humanos. Intentan, además, preparar instrumentos jurídicos para la tutela de esos derechos y la comprobación de la conformidad de los Estados con las obligaciones que han asumido. denunciando violaciones y ejerciendo presiones para que se eliminen los abusos.

El derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión y de opinión está entre los derechos fundamentales de la persona humana. Este derecho fue proclamado solemnemente, por lo que se refiere a las Naciones Unidas, sobre todo en la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre” (art. 18). Posteriormente fue definido en sus contenidos e implicaciones en la “Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación, fundadas en la religión o las convicciones”.

Por razones obvias, la Santa Sede atribuye una importancia absoluta a la libertad de conciencia y de religión, y considera deber primario y fundamental el defender y promover el derecho de cada creyente a la libertad religiosa. La tutela de este derecho toma en consideración el grave deber de la conciencia humana de buscar la verdad sobre Dios: por lo tanto, en el cumplimiento de este deber la persona debe ser libre de toda coacción externa. En efecto, la Santa Sede afirma con firmeza que la libertad religiosa constituye la base de todas las demás libertades y que no puede existir un auténtico respeto de los derechos humanos allí donde la persona humana es víctima de la violencia o de la discriminación por motivo de su fe religiosa.

Por esta razón, en los últimos años, La Santa Sede ha participado activamente en las deliberaciones de la comunidad internacional dirigidas a definir el contenido esencial y las implicaciones prácticas del derecho a la libertad religiosa, tanto en las Naciones Unidas como a nivel regional, y en la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa. Además, con el fin de promover la comprensión y el respeto recíproco, la Santa Sede se ha comprometido a un diálogo franco con otras Iglesias cristianas, con los no creyentes y con los Gobiernos, incluidos aquellos que, si bien se profesan ateos, no han rechazado ese intercambio.

La finalidad de esta actividad de la Santa Sede es defender la dignidad de la persona humana en su búsqueda de la verdad. Esa dignidad ha sido oficialmente reconocida y, hasta cierto punto, codificada en la Declaración de las Naciones Unidas y en el Pacto sobre los derechos humanos ya mencionados. El valor de la persona humana no debe sacrificarse a ningún sistema político o ideológico. Los derechos fundamentales de la persona son innatos. Preceden, pues, a cualquier reconocimiento por parte del Estado. Permanecen como tales aun cuando serán pisoteados o negados por cualquier ley particular del Estado. Al levantar la propia voz en defensa de la persona y de sus derechos. La Santa Sede, también en esta reunión, se siente obligada a expresar su consternación ante las flagrantes violaciones de los derechos humanos, y en especial del derecho a la libertad religiosa, que por desgracia es violado en muchos Estados. Esas violaciones contradicen abiertamente estos principios que los mismos Estados han proclamado solemnemente en la Declaración y en el Acuerdo antes mencionados.

Por lo que se refiere a la libertad religiosa, baste escuchar al relator especial encargado por la Comisión para los derechos humanos de examinar los casos y las acciones gubernamentales incompatibles con las disposiciones de la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y de discriminación fundadas en la religión o las convicciones. En el informe que ha presentado a la XLIII sesión de la Comisión, ha mostrado un cuadro “ni completo ni exhaustivo de casos de intolerancia o discriminación religiosa en más de cuarenta países y en formas diversas”. La experiencia vivida por la Iglesia católica en muchos países confirma tristemente la afirmación del relator especial, y demuestra que la praxis, en materia de libertad religiosa, muchas veces contradice los principios suscritos en los documentos de las Naciones Unidas y codificados en las Constituciones de estos mismos países.

Por dar un ejemplo: el art. 6 par. G de la Declaración para la eliminación de todas las formas de intolerancia y de discriminación fundadas en la religión o las convicciones afirma que el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia, religión u opinión debe comprender la libertad de “formar, nombrar, elegir o designar por sucesión los Â’leadersÂ’ adecuados que se consideren necesarios, según las exigencias y modelos de cualquier religión o credo”. A la luz de esta clara formulación del principio de que la comunidad de los creyentes goza de la libertad de elección de sus jefes según las normas y los criterios que regulan la propia organización interna, nos ha dejado perplejos el que el año pasado el representante de un determinado país (A/41/40) haya afirmado que “no ha sido el Gobierno, sino más bien el Vaticano el que ha recusado a las personas designadas” (n. 350). A la luz del mismo art. 6, par. G de la mencionada Declaración, hay que hacerse la pregunta: ¿A quién le da la Declaración el derecho de designar a esas personas?

Del mismo modo, mi delegación ha leído con sorpresa en el informe de este año del Comité para los derechos hermanos (A/42/40) que en otro país “la Iglesia católica romana no ha sido reconocida porque no aceptaba la ley” del país (n. 332). La Iglesia nunca se ha negado a aceptar una ley justa que respete la libertad y que persiga el bien común de todos los cristianos.

Del mismo modo, la Santa Sede se siente en la obligación de expresar su profunda amargura por las injustificadas presiones que en algunos países se ejerce sobre la Iglesia. Estas comprenden obstáculos que se oponen al libre nombramiento de obispos, dejando de ese modo durante largo tiempo a los fieles privados de sus legítimos Pastores, a pesar de los esfuerzos incansables por poner remedio a la situación. Además se advierte la misma consternación con motivo de los obstáculos puestos para el ejercicio de las funciones sacerdotales, de los obstáculos que encuentran los trabajadores inmigrados a los que les resulta imposible profesar públicamente la propia fe, de las restricciones a los jóvenes, hombres y mujeres a los que se les niega la posibilidad de acceder al sacerdocio o a la vida religiosa, así como de todas las otras distintas formas que asumen hoy la persecución y la intolerancia religiosa.

La Iglesia católica no busca la libertad de religión sólo para sí. La Iglesia exige el respeto de las convicciones religiosas de todo individuo y de la libertad de cada uno para practicar un culto, privada y públicamente, junto a los que comparten su misma fe. Y afirma que a nadie se le debe negar el derecho de profesar su fe según las normas de la propia conciencia, y que ninguno puede ser objeto tanto de presiones externas como de presiones psicológicas.

La Iglesia católica, además, afirma que la sociedad tiene el derecho de defenderse contra posibles abusos cometidos con el pretexto de la libertad de religión y reconoce que es un deber especial de los Gobiernos garantizar esa protección (Dignitatis humanae, n. 7). En efecto, a los Gobiernos corresponde garantizar que todos los ciudadanos puedan gozar de la libertad religiosa sin discriminaciones: al mismo tiempo les corresponde crear las condiciones que promuevan el ejercicio de ese derecho. Tutela no puede significar la supresión de un derecho inalienable ni parcialidad respecto a un grupo en detrimento de los demás.

Mucho se ha hecho hasta ahora en el campo de la tutela de los derechos humanos y de la libertad religiosa. Pero aún queda mucho por hacer. La legislación y los procedimientos administrativos dentro de los Estados deben conformarse a los modelos ya sancionados por las Naciones Unidas. Deben desarrollarse nuevos modos de pensar, que lleven a cambiar de actitud en la expresión de la vida cotidiana.

El relator especial, en su relación para la Comisión sobre los derechos humanos, ha recomendado, inter alia, la elaboración de un acuerdo “ad hoc” para consolidar esas garantías que aseguren el respeto del derecho de libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

La Santa Sede ha estado y está a favor de esa iniciativa. Sin embargo, como ya afirmó en Ginebra, la Santa Sede recalca con vigor que las numerosas víctimas de la intolerancia religiosa no deben esperar durante años antes de ver respetados sus derechos, derechos ya sancionados en otros documentos jurídicos. Para hacerlos efectivos ahora es necesaria sólo la voluntad política de los Estados de adoptar los documentos existentes y hacerlos operativos en su legislación y en la práctica.

La Santa Sede dirige una vez más una urgente llamada a los Estados miembros, y sobre todo a esos Estados en los que persisten serias dificultades en el ejercicio de la libertad de religión en su dimensión individual y colectiva, privada y pública: no seáis insensibles a las aspiraciones de vuestros conciudadanos en lo que se refiere a su fe religiosa.

Durante la primera sesión del tercer encuentro para la observación y verificación de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa, celebrado en Viena, la Delegación de la Santa Sede, el 3 de junio de 1987, presentó una propuesta para el ejercicio efectivo de la libertad religiosa. Esa propuesta se refiere a la carta de Su Santidad el Papa Juan Pablo II a los que firmaron el Acta Final de Helsinki. Las peticiones contenidas en ella no son diferentes de lo que ya se ha aprobado en la Declaración de las Naciones Unidas sobre la “eliminación de todas las formas de intolerancia y de discriminación fundadas en la religión y en las convicciones”. Y representan las expectativas de leales ciudadanos, deseosos de colaborar al bien común de su país sin tener que entrar en conflicto con su conciencia o con las legítimas autoridades.

La Delegación de la Santa Sede renueva su urgente llamado por el respeto de los derechos fundamentales de cada uno de los individuos y desea hacerlo en nombre de esa justicia y de esa paz que todos los Estados se comprometieron en promover al firmar la Carta de las Naciones Unidas, pero que aún es un ligero rayo de esperanza para tantos millones de seres humanos en toda la tierra. ¿No deberíamos pensar en sus expectativas desatendidas? ¿Podemos continuar eludiendo que la auténtica justicia y la paz real no pueden alcanzarse a nivel nacional e internacional mientras sean pisoteados los derechos más elementales de la persona, de cada persona?

Mi Delegación desea sinceramente que todos nosotros podamos aprender de la historia para poder garantizar un futuro de paz y de libertad para todos.

 

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