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SANTA MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS
POR LA
BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL CARD. TARCISIO BERTONE,
SECRETARIO DE ESTADO D
E SU SANTIDAD

Plaza de San Pedro
Lunes 2 de mayo de 2011

(Vídeo)

 

Queridos hermanos y hermanas:

«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? (...) Señor, tú conoces todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). Este es el diálogo entre el Resucitado y Pedro. Es el diálogo que precede al mandato: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17), pero es un diálogo que primero escruta toda la vida del hombre. ¿No son estas, quizás, la pregunta y la repuesta que marcaron la vida y la misión del beato Juan Pablo II? Él mismo lo dijo en Cracovia, en 1999, afirmando: «Hoy me siento llamado de modo particular a dar gracias a esta comunidad milenaria de pastores de Cristo, clérigos y laicos, porque por su testimonio de santidad, por este ambiente de fe, que durante diez siglos han formado y forman en Cracovia, ha sido posible que, al final de este milenio, precisamente en las riberas del Vístula, al pie de la catedral de Wawel, se escuchara la exhortación de Cristo: “Pedro, apacienta mis corderos” (Jn 21, 15); ha sido posible que la debilidad del hombre se apoyara en la fuerza de la fe, la esperanza y la caridad eternas de esta tierra, y diera como respuesta: “Por obediencia a la fe, ante Cristo, mi Señor, encomendándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, y consciente de las grandes dificultades, acepto”» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de julio de 1999, p. 6).

Sí, este diálogo de amor entre Cristo y el hombre marcó toda la vida de Karol Wojtyła y lo condujo no sólo al fiel servicio a la Iglesia, sino también a la entrega personal y total a Dios y a los hombres que caracterizó su camino de santidad.

Creo que todos recordamos cómo el día del funeral, durante la ceremonia, en cierto momento el viento cerró dulcemente las páginas del Evangelio colocado sobre el féretro. Era como si el viento del Espíritu hubiese querido señalar el fin de la aventura humana y espiritual de Karol Wojtyła, toda ella iluminada por el Evangelio de Cristo. Por este libro descubrió los planes de Dios para la humanidad, para sí mismo, pero sobre todo conoció a Cristo, su rostro, su amor, que para Karol fue siempre una llamada a la responsabilidad. A la luz del Evangelio leyó la historia de la humanidad y la de cada hombre y cada mujer que el Señor puso en su camino. De aquí, del encuentro con Cristo en el Evangelio, brotaba su fe.

Era un hombre de fe, un hombre de Dios, un hombre que vivía de Dios. Su vida era una oración continua, constante, una oración que abrazaba con amor a cada uno de los habitantes de nuestro planeta, creado a la imagen y semejanza de Dios, y por esto digno de todo respeto; redimido con la muerte y resurrección de Cristo, y por eso transformado verdaderamente en gloria viva de Dios («Gloria Dei vivens homo», san Ireneo). Gracias a la fe, que expresaba sobre todo en su oración, Juan Pablo II era un auténtico defensor de la dignidad de todo ser humano y no un mero luchador por ideologías político-sociales. Para él, toda mujer, todo hombre, era una hija, un hijo de Dios, independientemente de la raza, del color de la piel, de la proveniencia geográfica y cultural, e incluso del credo religioso. Su relación con cada persona se sintetiza en la estupenda frase que él escribió: «El otro me pertenece».

Pero su oración era también una constante intercesión por toda la familia humana, por la Iglesia, por cada comunidad de creyentes, en toda la tierra, tal vez tanto más eficaz cuanto más marcada por el sufrimiento que caracterizó varias fases de su existencia. ¿No es de aquí —de la oración, de la oración vinculada a numerosos acontecimientos dolorosos suyos y de los demás— de donde nacía su preocupación por la paz en el mundo, por la pacífica convivencia de los pueblos y de las naciones? En la primera lectura hemos escuchado: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz» (Is 52, 7).

Hoy damos las gracias al Señor por habernos dado un pastor como él. Un pastor que sabía leer los signos de la presencia de Dios en la historia humana y que anunciaba después sus hazañas en todo el mundo y en todas las lenguas. Un pastor que había enraizado en sí mismo el sentido de la misión, del compromiso de evangelizar, de anunciar la Palabra de Dios por todas partes, de gritarla desde los tejados: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies (...) del que anuncia la buena noticia, que pregona la justicia, que dice a Sión: “¡Tu Dios reina!”» (ib.).

Hoy damos gracias a Dios por habernos dado un testigo como él, tan creíble, tan transparente, que nos ha enseñado cómo se debe vivir la fe y defender los valores cristianos, comenzando por la vida, sin complejos, sin miedos; cómo se debe testimoniar la fe con valentía y coherencia, viviendo las Bienaventuranzas en la experiencia cotidiana. Damos gracias al Señor por habernos dado un guía como él, que viviendo profundamente la fe basada en un sólido e íntimo vínculo con Dios, sabía transmitir a los hombres la verdad de que «Cristo Jesús murió, más todavía, resucitó, y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros» y que «en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues (...) ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 34.37-39). La vida, el sufrimiento, la muerte y la santidad de Juan Pablo II son un testimonio de ello y una confirmación tangible y cierta.

Damos gracias al Señor por habernos dado un Papa que supo dar a la Iglesia católica no sólo una proyección universal y una autoridad moral a nivel mundial que nunca antes había tenido, pero también, especialmente con la celebración del gran jubileo del año 2000, una visión más espiritual, más bíblica, más centrada en la Palabra de Dios. Una Iglesia que ha sabido renovarse, lanzar «una nueva evangelización», intensificar los vínculos ecuménicos e interreligiosos, y encontrar también los caminos para un diálogo fructífero con las nuevas generaciones.

Y, por último, damos las gracias al Señor por habernos dado un santo como él. Todos hemos podido comprobar —algunos de cerca, otros de lejos— cómo eran coherentes su humanidad, su palabra y su vida. Era un hombre verdadero porque estaba inseparablemente unido a Aquel que es la Verdad. Siguiendo a Aquel que es el Camino, era un hombre siempre en camino, siempre orientado hacia el bien mayor para todas las personas, para la Iglesia, para el mundo, y hacia la meta que para todo creyente es la gloria del Padre. Era un hombre vivo, porque estaba lleno de la Vida, que es Cristo, siempre abierto a su gracia y a todos los dones del Espíritu Santo.

Su santidad era una santidad vivida, especialmente en los últimos meses, en las últims semanas, con total fidelidad a la misión que le había sido confiada, hasta la muerte. Aunque no se trataba de un martirio propiamente dicho, todos vimos cómo se verificaron en su vida las palabras que hemos oído en el Evangelio de hoy: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18). Todos hemos visto cómo se le fue quitando todo lo que humanamente podía impresionar: la fuerza física, la expresión del cuerpo, la posibilidad de moverse e incluso la palabra. Y entonces, más que nunca, él confió su vida y su misión a Cristo, porque sólo Cristo puede salvar al mundo. Sabía que su debilidad corporal manifestaba aún más claramente a Cristo que actúa en la historia. Y ofreciéndole sus sufrimientos a él y a su Iglesia, nos dio a todos una última gran lección de humanidad y de abandono en los brazos de Dios.

«Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, hombres de toda la tierra. Cantad al Señor, bendecid su nombre».

Cantemos al Señor un canto de gloria por el don de este gran Papa: hombre de fe y de oración, pastor y testigo, guía en el paso entre los dos milenios. Que este canto ilumine nuestra vida, para que no sólo veneremos al nuevo beato, sino que, con la ayuda de la gracia de Dios, sigamos sus enseñanzas y su ejemplo. A la vez que dirijo un pensamiento de gratitud al Papa Benedicto XVI, que ha querido elevar a su gran predecesor a la gloria de los altares, me complace concluir con las palabras que pronunció en el primer aniversario de la muerte del nuevo beato. Dijo: «Queridos hermanos y hermanas, (...) nuestro pensamiento vuelve con emoción al momento de la muerte del amado Pontífice, pero al mismo tiempo el corazón se siente en cierto modo impulsado a mirar adelante. Resuenan en nuestra alma sus repetidas invitaciones a avanzar sin miedo por el camino de la fidelidad al Evangelio para ser heraldos y testigos de Cristo en el tercer milenio. Vuelven a nuestra mente sus incesantes exhortaciones a cooperar generosamente en la realización de una humanidad más justa y solidaria, a ser artífices de paz y constructores de esperanza. Que nuestra mirada esté siempre fija en Cristo, “el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8), el cual guía con firmeza a su Iglesia. Nosotros hemos creído en su amor, y el encuentro con él es lo que “da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1). Que la fuerza del Espíritu de Jesús sea para todos, queridos hermanos y hermanas, como lo fue para el Papa Juan Pablo II, fuente de paz y de alegría. Y que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a ser, en todas las circunstancias, como él, apóstoles incansables de su Hijo divino y profetas de su amor misericordioso» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de abril de 2006, p. 5). Amén.

 
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