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CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA
PADRE RANIERO CANTALAMESSA O.F.M.CAP.


Basílica de San Pedro
Viernes Santo, 21 de marzo de 2007

«Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: "No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca". Para que se cumpliera la Escritura: "Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica"» (Jn 19, 23-24).

Siempre se ha planteado la pregunta de qué quiso decir el evangelista san Juan con la importancia que da a este detalle de la Pasión. Una explicación reciente es que la túnica recuerda al paramento del sumo sacerdote y que san Juan, por ello, quiso afirmar que Jesús no sólo murió como rey, sino también como sacerdote. Sin embargo, la Biblia no dice que la túnica del sumo sacerdote tuviera que ser sin costuras (cf. Ex 28, 4; Lv 16, 4). Por eso, los exégetas más autorizados prefieren atenerse a la explicación tradicional según la cual la túnica inconsútil simboliza la unidad de la Iglesia (cf. R. E. Brown, The Death of the Messiah, vol. 2, Doubleday, Nueva York 1994, pp. 955-958).

Cualquiera que sea la explicación que se dé del texto, una cosa es cierta: para san Juan, la unidad de los discípulos es la razón por la que Cristo muere: «Jesús iba a morir (...) para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). En la última cena él mismo había dicho: «No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-21).

La alegre noticia que hay que proclamar el Viernes santo es que la unidad, antes que una meta por alcanzar, es un don que hay que acoger. Que la túnica estuviera tejida «de arriba abajo», escribe san Cipriano, significa que «la unidad que trae Cristo procede de lo alto, del Padre celestial, y por ello no puede ser rasgada por quien la recibe, sino que debe ser acogida en su integridad» (De unitate Ecclesiae, 7: CSEL 3, p. 215).

Los soldados dividieron en cuatro partes «los vestidos», o el manto, esto es, el indumento exterior de Jesús, no la túnica, que era el indumento interior, el que se llevaba en contacto directo con el cuerpo. También este es un símbolo. Los hombres podemos dividir a la Iglesia en su elemento humano y visible, pero no su unidad profunda, que se identifica con el Espíritu Santo. La túnica de Cristo ni fue dividida ni jamás podrá serlo. Es también inconsútil. Es la fe que profesamos en el Credo: «Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».

Pero si la unidad ha de ser signo «para que el mundo crea», debe ser una unidad también visible, comunitaria. Es esta unidad la que se ha perdido y debemos recuperar. Es mucho más que relaciones de buena vecindad; es la misma unidad mística interior —«un solo Cuerpo y un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4, 4-6)—, acogida, vivida y manifestada, de hecho, por los creyentes. Una unidad que no se rompe con la variedad, sino que, por el contrario, se manifiesta a través de ella.

Después de la Pascua, los Apóstoles preguntaron a Jesús: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?». Hoy dirigimos frecuentemente a Dios esa misma pregunta: ¿Es ahora cuando vas a restablecer la unidad visible de tu Iglesia? También la respuesta es la misma de entonces: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 6-8).

Lo recordaba el Santo Padre en la homilía que pronunció el pasado 25 de enero, en la basílica de San Pablo extramuros, en la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos: «La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas —decía— es un don que viene de lo alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona. No está en nuestro poder decidir cuándo o cómo se realizará plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo. Como san Pablo, también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza "en la gracia de Dios que está con nosotros"» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 2008, p. 5).

También hoy será el Espíritu Santo, si nos dejamos guiar, quien nos conduzca a la unidad. ¿Cómo hizo el Espíritu Santo para realizar la primera fundamental unidad de la Iglesia: la unidad entre los judíos y los paganos? Descendió sobre Cornelio y su casa del mismo modo que lo había hecho en Pentecostés sobre los apóstoles. De modo que a Pedro no le quedó más que sacar la conclusión: «Por lo tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?» (Hch 11, 17).

De un siglo a esta parte hemos visto repetirse ante nuestros ojos este mismo prodigio a escala mundial. Dios ha derramado su Espíritu Santo de manera nueva e inusitada en millones de creyentes, pertenecientes a casi todas las denominaciones cristianas y, para que no hubiera dudas sobre sus intenciones, lo ha derramado con idénticas manifestaciones. ¿No es este un signo de que el Espíritu nos impulsa a reconocernos recíprocamente como discípulos de Cristo y a tender juntos a la unidad?

Es verdad que esta unidad espiritual y carismática, por sí sola, no basta. Lo vemos ya en los inicios de la Iglesia. La unidad entre judíos y gentiles, recién hecha, se vio amenazada por el cisma. En el así llamado concilio de Jerusalén hubo un «amplio debate» y al final se llegó a un acuerdo, anunciado a la Iglesia con la fórmula: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15, 28).

Por tanto, el Espíritu Santo obra también por otro camino, que es la confrontación paciente, el diálogo y hasta el acuerdo entre las partes, cuando no está en juego lo esencial de la fe. Obra a través de las «estructuras» humanas y los «ministerios» instituidos por Jesús, sobre todo el ministerio apostólico y petrino. Es lo que llamamos hoy ecumenismo doctrinal e institucional.

Sin embargo, este ecumenismo doctrinal, o de vértice, tampoco es suficiente ni avanza si no va acompañado de un ecumenismo espiritual, de base. Lo repiten cada vez con mayor insistencia precisamente los máximos promotores del ecumenismo institucional. En el centenario de la institución de la Semana de oración por la unidad de los cristianos (1908-2008), al pie de la cruz deseamos meditar sobre este ecumenismo espiritual: en qué consiste y cómo podemos avanzar en él.

El ecumenismo espiritual nace del arrepentimiento y del perdón, y se alimenta con la oración. En 1977 participé en un congreso ecuménico carismático en Kansas City (Missouri, Estados Unidos). Había cuarenta mil personas, la mitad católicas (entre ellas el cardenal Suenens) y la otra mitad de diversas confesiones cristianas. Una tarde, uno de los animadores al micrófono comenzó a hablar de una forma que en aquella época me resultó extraña: «Vosotros, sacerdotes y pastores, llorad y lamentaos, porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado... Vosotros, laicos, hombres y mujeres, llorad y lamentaos, porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado».

Comencé a ver a los participantes caer, uno tras otro, de rodillas a mi alrededor, muchos de ellos sollozando de arrepentimiento por las divisiones en el cuerpo de Cristo. Y todo esto mientras un cartel que se extendía de un lado a otro del estadio rezaba: «Jesus is Lord», «Jesús es el Señor». Me encontraba allí como un observador aún bastante crítico y no comprometido, pero recuerdo que pensé: Si un día todos los creyentes se reúnen para formar una sola Iglesia, será así: todos de rodillas, con el corazón contrito y humillado, bajo el gran señorío de Cristo.

Si la unidad de los discípulos debe ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, debe ser ante todo una unidad de amor, porque esa es la unidad que reina en la Trinidad. La Escritura nos exhorta a «hacer la verdad en la caridad» —veritatem facientes in caritate— (Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que «sólo se entra en la verdad por la caridad» —non intratur in veritatem nisi per caritatem— (Contra Faustum, 32, 18: CCL 321, p. 779).

Lo extraordinario, con respecto a este camino hacia la unidad basado en el amor, es que ya está abierto de par en par ante nosotros. No podemos «quemar etapas» en cuanto a la doctrina, porque las diferencias existen y hay que resolverlas con paciencia en los lugares apropiados. Pero, en cambio, podemos quemar etapas en la caridad, y estar unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es —escribe san Agustín— hablar en lenguas, sino el amor a la unidad: «Sabéis que tenéis el Espíritu Santo cuando accedéis a que vuestro corazón se adhiera a la unidad a través de una sincera caridad» (Serm. 269, 3-4: PL 38, 1236 s).

Meditemos en el himno a la caridad, de san Pablo. Cada frase de este himno adquiere un significado actual y nuevo si se aplica al amor entre los miembros de las diversas Iglesias cristianas, en las relaciones ecuménicas: «La caridad es paciente... La caridad no es envidiosa... No busca su interés... (o sólo el interés de la propia Iglesia). No toma en cuenta el mal (si acaso, el mal hecho a los demás). No se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad (no se alegra de las dificultades de las otras Iglesias, sino de sus éxitos espirituales). Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4 ss).

Esta semana hemos acompañado a su morada eterna a Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, pionera y modelo de este ecumenismo espiritual del amor. Demostró que la búsqueda de la unidad entre los cristianos no lleva a cerrarse al resto del mundo; sino que es, más bien, el primer paso y la condición para un diálogo más amplio con los creyentes de otras religiones y con todos los hombres que se interesan por el destino de la humanidad y por la paz.

Se ha dicho que «amarse no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección». También entre cristianos amarse significa mirar juntos en la misma dirección, que es Cristo. «Él es nuestra paz» (Ef 2, 14). Si nos convertimos a Cristo y vamos juntos hacia él, los cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta ser, como él pidió, «uno con él y con el Padre». Ocurre como en los rayos de una rueda. Parten de puntos distantes de la circunferencia, pero a medida que se acercan al centro, también se acercan entre sí, hasta formar un solo punto.

A los cristianos divididos sólo los podrá unir una nueva oleada de amor a Cristo, por obra del Espíritu Santo. Es lo que está aconteciendo en la cristiandad y eso nos llena de estupor y de esperanza. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que uno murió por todos» (2 Co 5, 14). El hermano de otra Iglesia —más aún, todo ser humano— es «aquel por quien murió Cristo» (Rm 14, 15), igual que murió por mí.

En este camino debe impulsarnos sobre todo un motivo. Lo que está en juego al inicio del tercer milenio ya no es lo mismo que al principio del segundo milenio, cuando se produjo la separación entre Oriente y Occidente; ni es lo mismo que a mitad de ese mismo milenio, cuando se produjo la separación entre católicos y protestantes. ¿Podemos decir que los problemas que apasionan a los hombres de hoy, y con los que se sostiene o se derrumba la fe cristiana, son la forma exacta como procede del Padre el Espíritu Santo, o la manera en que se realiza la justificación del pecador? El mundo ha seguido adelante y nosotros hemos seguido obsesionados por problemas y fórmulas cuyo significado el mundo ya ni siquiera conoce.

En las batallas medievales había un momento en que, superada la infantería, los arqueros y la caballería, el combate se concentraba en torno al rey. Ahí se decidía el resultado final del enfrentamiento. También para nosotros la batalla hoy se libra en torno al rey. Existen edificios o construcciones metálicas hechas de tal modo que si se toca cierto punto neurálgico, o se quita una piedra determinada, todo se derrumba. En el edificio de la fe cristiana esta piedra angular es la divinidad de Cristo. Si se quita esta piedra, todo se viene abajo y, antes que cualquier otra cosa, la fe en la Trinidad.

De ello se deduce que existen actualmente dos ecumenismos posibles: un ecumenismo de la fe y un ecumenismo de la incredulidad; uno que reúne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios, que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Cristo murió para salvar a todos los hombres; y otro que reúne a cuantos, apoyándose en el símbolo de Nicea, siguen proclamando estas fórmulas, pero vaciándolas de su verdadero contenido. Un ecumenismo en el que, al límite, todos creen las mismas cosas, porque nadie cree ya en nada, en el sentido que la palabra «creer» tiene en el Nuevo Testamento.

«¿Quién es el que vence al mundo —escribe san Juan en su primera carta— sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5). Siguiendo este criterio, el modo fundamentalmente de dividir a los cristianos no es entre católicos, ortodoxos y protestantes, sino entre quienes creen que Cristo es el Hijo de Dios y quienes no lo creen.

«El año segundo del rey Darío, el primer día del sexto mes, fue dirigida la palabra del Señor, por medio del profeta Ageo, a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, y a Josué, hijo de Yehosadac, sumo sacerdote...: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras mi casa está en ruinas?» (Ag 1, 1-4).

Estas palabras del profeta Ageo se dirigen hoy a nosotros. ¿Es este el tiempo de seguir preocupándonos sólo de lo que afecta a nuestra orden religiosa, a nuestro movimiento, o a nuestra Iglesia? ¿No será precisamente esta la razón por la que también nosotros «sembramos mucho, pero cosechamos poco» (Ag 1, 6)? Predicamos y hacemos todo lo posible, pero el mundo se aleja de Cristo, en lugar de convertirse a él.

El pueblo de Israel escuchó la reprensión del profeta; cada uno dejó de embellecer su propia casa para reconstruir juntos el templo de Dios. Entonces Dios envió de nuevo a su profeta con un mensaje de consuelo y aliento, que es también para nosotros: «Mas ahora, ¡ten ánimo, Zorobabel!, oráculo del Seño. ¡Ten ánimo, Josué, hijo de Yehosadac, sumo sacerdote! ¡Ten ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo del Señor. ¡A la obra!, que yo estoy con vosotros» (Ag 2, 4). ¡Ánimo, todos vosotros, a quienes tanto importa la causa de la unidad de los cristianos! ¡A la obra, que yo estoy con vosotros!, dice el Señor.

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