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El cardenal Ratzinger y la revisión del sistema penal canónico
Un papel determinante

Juan Ignacio Arrieta*

En las próximas semanas, el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos enviará a sus miembros y consultores un borrador con propuestas de reforma del Libro VI del Codex iuris canonici, base del sistema penal de la Iglesia. Una comisión de expertos penalistas ha trabajado durante casi dos años en la revisión del texto promulgado en 1983 a fin de mantener la estructura general y la numeración de los cánones, pero también para modificar decididamente algunas opciones de aquella época que se han revelado como menos logradas.

La iniciativa nace del mandato conferido por Benedicto XVI a los nuevos superiores del dicasterio el 28 de septiembre de 2007. De tal encuentro resultó evidente que la indicación respondía a un convencimiento profundo del Papa, madurado en años de experiencia directa, y a una preocupación por la integridad y la aplicación coherente de la disciplina en la Iglesia; convencimiento y preocupación que han guiado los pasos del cardenal Joseph Ratzinger desde el principio de su trabajo como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a pesar de las dificultades objetivas procedentes, entre otras cosas, del particular momento legislativo que se vivió después de la promulgación del Codex. Para valorarlo mejor recordemos algunos aspectos del marco legislativo entonces recién redefinido.

El sistema penal del Codex iuris canonici

El sistema penal del Codex de 1983 posee una estructura sustancialmente nueva respecto al de 1917, y se enmarca en el contexto eclesiológico trazado por el Concilio vaticano II. En cuanto a la disciplina penal, quiere inspirarse también en los criterios de subsidiariedad y «descentralización», concepto usado para indicar la particular atención reservada al derecho particular y, sobre todo, a la iniciativa de cada uno de los obispos en el gobierno pastoral, siendo ellos, como enseña el concilio (cfr. Lumen gentium, n. 27), vicarios de Cristo en sus respectivas diócesis. En la mayoría de los casos, de hecho, el Codex encomienda a la valoración de los ordinarios locales y de los superiores religiosos el discernimiento sobre la conveniencia de imponer sanciones penales y el modo de aplicarlas.

Otro elemento, en cambio, marcó todavía con mayor profundidad el nuevo derecho penal canónico: las formalidades jurídicas y los modelos de garantía establecidos para aplicar las penas canónicas. En efecto, en coherencia con el enunciado de los derechos fundamentales de todos los bautizados, por primera vez expresado en el Codex, se adoptaron sistemas de protección y de tutela de tales derechos, en parte tomados de la tradición canónica de la Iglesia y en parte de otras experiencias jurídicas, a veces de manera no del todo acorde con la realidad de la Iglesia en todo el mundo. Las garantías son imprescindibles, sobre todo en el sistema penal; pero hace falta que sean equilibradas y permitan la tutela efectiva del interés colectivo. La experiencia posterior ha demostrado que algunas de las técnicas establecidas en el Codex para garantizar los derechos no son imprescindibles, y que se podrían haber sustituido por otras garantías en mayor consonancia con la realidad eclesial. Es más, dichas técnicas representaban en diversos casos un obstáculo objetivo, a veces insuperable por la escasez de medios, para la aplicación efectiva del sistema penal.

Se podría decir, por paradójica que resulte ahora esta constatación, que el Libro VI sobre las sanciones penales es, en el Codex, el que menos se «benefició» de las continuas variaciones normativas que caracterizaron el período post-conciliar. En efecto, otros sectores de la disciplina canónica tuvieron la oportunidad de confrontarse con la realidad concreta de la Iglesia a través de de normas ad experimentum que permitieron evaluar el resultado concreto, positivo o negativo, en el momento de redactar las normas definitivas. El sistema penal, en cambio, aun siendo «prácticamente nuevo» respeto al precedente, careció de la «oportunidad» de confrontarse con una experiencia directa, por lo que partió casi «de cero» en 1983. El número de delitos tipificados había quedado drásticamente reducido sólo a comportamientos de especial gravedad, y la imposición de las sanciones encomendada a los criterios de valoración de cada ordinario, inevitablemente diferentes.

Hay que añadir que en este sector de la disciplina canónica se notaba particularmente —y todavía puede percibirse— la influencia de una difundida anti-juridicidad que, entre otras cosas, se reflejaba en la dificultad de lograr compaginar las exigencias de la caridad pastoral con las de la justicia y el buen gobierno. Incluso la redacción de algunos cánones del Codex contiene, de hecho, exhortaciones a la tolerancia que podrían interpretarse incorrectamente como intención de disuadir al ordinario del empleo de las sanciones penales en los casos en que los que fuera necesario por exigencias de justicia.

Una petición del cardenal Ratzinger (19 de febrero de 1988)

En este contexto legislativo supuso un evidente elemento de contraste una carta que, el 19 de febrero de 1988, escribió el prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger, al presidente de la Pontificia Comisión para la Interpretación Auténtica del Código de Derecho Canónico, el cardenal José Rosalío Castillo Lara. Se trata de un documento importante y único en el que se denuncian las consecuencias negativas que estaban produciendo en la Iglesia algunas opciones del sistema penal establecido apenas cinco años antes. El escrito ha sido retomado en el contexto de los trabajos realizados en este período para la revisión del Libro VI.

La motivación de la carta está bien delimitada. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe era por entonces competente para estudiar las peticiones de dispensa de las obligaciones sacerdotales asumidas con la ordenación. La relativa dispensa se concedía como gesto de gracia por parte de la Iglesia, después de haber examinado atentamente, por un lado, el conjunto de todas las circunstancias que concurrían en el caso concreto, y de haber ponderado, por otro, la objetiva gravedad de los compromisos que se habían asumido ante Dios y la Iglesia en la ordenación sacerdotal. Las circunstancias que motivaban algunas de estas peticiones de dispensa de estos compromisos, sin embargo, no eran en modo alguno meritorias de actos de gracia. El texto de la carta es elocuente:

«Eminencia, este Dicasterio, al examinar las peticiones de dispensa de los compromisos sacerdotales, encuentra casos de sacerdotes que, durante el ejercicio de su ministerio, se han hecho culpables de graves y escandalosos comportamientos, para los cuales el CJC, previo procedimiento adecuado, prevé la irrogación de sanciones concretas, sin excluir la reducción al estado laical.

A juicio de este Dicasterio, dichas medidas, por el bien de los fieles, deberían ser anteriores, en algunos casos, a la eventual concesión de la dispensa sacerdotal que, por su propia naturaleza, se configura como una “gracia” en favor del orador. Sin embargo, dada la complejidad del procedimiento previsto a este propósito por el Codex, es previsible que algunos Ordinarios encuentren muchas dificultades para realizarla.

Agradeceré por tanto a Vuestra Eminencia Reverendísima si pudiera hacer conocer su estimado parecer sobre la eventual posibilidad de prever, en casos determinados, un procedimiento más rápido y simplificado».

La carta refleja, ante todo, la natural repugnancia del sistema de justicia para conceder como acto de gracia (dispensa de las obligaciones sacerdotales) algo que, en cambio, es necesario imponer como castigo (dimisión ex poena del estado clerical). En efecto, en ocasiones, queriendo eludir las complicaciones técnicas de los procedimientos establecidos en el Codex para castigar conductas delictivas, se recurría a que el culpable pidiera «voluntariamente» abandonar el ministerio sacerdotal. De esta manera se llegaba al mismo resultado «práctico» de expulsar al sujeto del sacerdocio, si tal era la sanción penal prevista, evitando al mismo tiempo «engorrosos» procedimientos jurídicos. Era un modo «pastoral» de proceder, como solía decirse, al margen de lo que preveía el derecho. Pero actuando de este modo se renunciaba a la justicia y —como motivaba el cardenal Ratzinger— se dejaba injustamente de lado «el bien de los fieles». Ese era el motivo central de la petición y también la razón por la que se hacía necesario dar prioridad, en estos casos, a la imposición de justas sanciones penales mediante procedimientos más rápidos y sencillos que los previstos en el Codex.

Hay que tener en cuenta que, aunque el Codex (cfr. can. 1362 § 1, 1°) reconocía la existencia de una jurisdicción específica de la Congregación para la Doctrina de la Fe en materia penal incluso fuera de los casos de evidente carácter doctrinal, no era en absoluto evidente en el contexto normativo de entonces qué otros delitos concretos pudiesen estar comprendidos en la competencia penal del Dicasterio. El canon 6 del Codex había Codex expresamente cualquier otra ley penal anterior.

La carta del cardenal Ratzinger presupone, por lo tanto, que la responsabilidad jurídica en materia penal recaía sobre los ordinarios o sobre los superiores religiosos, como resulta de la literalidad del Codex.

La respuesta (10 de marzo de 1988)

Al cabo de tres semanas llegó la respuesta del cardenal Castillo Lara con carta del 10 de marzo de 1988. La rapidez y el contenido de la misma se explican por la peculiaridad legislativa del momento: había apenas concluido el esfuerzo codificador que durante décadas había ocupado a la Comisión y, de hecho, se estaba aún en fase de adecuación de las otras normas del derecho universal y particular a la nueva disciplina codicial. La respuesta compartía, ciertamente, las motivaciones aducidas y la conveniencia de anteponer las sanciones penales a la concesión de gracias; inevitablemente, sin embargo, en la respuesta se confirmaba la necesidad prioritaria de atenerse a las normas del Codex recién promulgado:

«Entiendo bien la preocupación de Vuestra Eminencia de que los correspondientes Ordinarios no hayan ejercido antes su potestad judicial para castigar adecuadamente, también como tutela del bien común de los fieles, dichos delitos. Sin embargo, el problema no parece ser de procedimiento jurídico, sino del ejercicio responsable de la función de gobierno.

En el Código vigente han sido determinados claramente los delitos que pueden comportar la pérdida del estado clerical: éstos han sido configurados en los cánones 1364 § 1, 1367, 1370, 1387, 1394 y 1395. Al mismo tiempo, se ha simplificado mucho el procedimiento respecto a las precedentes normas del CIC 1917, haciéndolo más rápido y sencillo, también con la finalidad de impulsar a los Ordinarios al ejercicio de su autoridad, mediante el necesario juicio de los culpables “ad normam iuris” y la aplicación de las sanciones previstas.

Tratar de simplificar ulteriormente el procedimiento judicial para infligir o declarar sanciones tan graves como la dimisión del estado clerical, o bien cambiar la actual norma del 1342 § 2, que prohíbe proceder en estos casos mediante decreto administrativo extrajudicial (cfr. can. 1720), no parece en absoluto conveniente. En efecto, por un lado se pondría en peligro el derecho fundamental a la defensa —en causas que conciernen al estado de la persona—, mientras que, por otro, se favorecería la deplorable tendencia —quizás por falta del debido conocimiento o estima por el derecho— a un equívoco gobierno, denominado “pastoral”, que en el fondo no es pastoral, porque lleva a descuidar el debido ejercicio de la autoridad, dañando el bien común de los fieles.

También en otros períodos difíciles de la vida de la Iglesia, de confusión de las conciencias y de relajamiento de la disciplina eclesiástica, los sagrados Pastores no han dejado de ejercer, para tutelar el bien supremo de la “salus animarum”, su potestad judicial».

La carta añade luego un excursus sobre el debate que, durante los trabajos de revisión del Codex, se había desarrollado antes de decidir que no se incluyera en el mismo la llamada dimisión ex officio del estado clerical. «Teniendo en cuenta todo ello —concluía la respuesta—, esta Pontificia Comisión opina que se debe insistir oportunamente ante los Obispos (cfr. can. 1389) para que, cada vez que sea necesario, no dejen de ejercer su potestad judicial y coactiva, en lugar de enviar a la Santa Sede las peticiones de dispensa».

Aun compartiendo la exigencia de fondo de tutelar «el bien común de los fieles», de hecho la Comisión creyó arriesgado renunciar a algunas garantías concretas en vez de exhortar a quien tenía la responsabilidad para que aplicara las disposiciones del derecho. El intercambio de cartas concluyó con una cortés respuesta, el 14 de mayo siguiente, del cardenal Ratzinger:

«Deseo comunicarle que ha llegado a este Dicasterio su estimado voto acerca de la posibilidad de prever un procedimiento más rápido y simplificado que el actual para la irrogación de eventuales sanciones por parte de los competentes Ordinarios en cuanto a aquellos sacerdotes que sean culpables de graves y escandalosos comportamientos. Al respeto, deseo asegurar a Vuestra Eminencia Reverendísima que cuanto ha expuesto será tenido atentamente en consideración por parte de esta Congregación».

Competencias más amplias (28 de junio de 1988)

La cuestión parecía formalmente concluida, pero el problema no se había resuelto. De hecho, la primera señal importante de cambio de situación llegó justo un mes después, con la promulgación (28 de junio de 1988) de la vigente Constitución apostólica Pastor Bonus que modificó la organización de la Curia romana establecida en 1967 por la Regimini Ecclesiae universae reordenando las competencias de cada uno de los dicasterios. El artículo 52 establece claramente la jurisdicción penal exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no sólo respecto de los delitos contra la fe o en la celebración de los sacramentos, sino también respecto de los «delitos más graves cometidos contra la moral», procediendo «a declarar o imponer sanciones canónicas a tenor del derecho».

Este texto, evidentemente propuesto por la Congregación presidida por el cardenal Ratzinger en función de la propia experiencia, está directamente relacionado con cuanto estamos viendo, y respecto a la situación anterior, el cambio de la Constitución apostólica Pastor Bonus es de evidente relevancia. En un contexto normativo presidido por los criterios de subsidiariedad y de «descentralización», la Pastor Bonus realizaba ahora un acto jurídico por el que se «reservaba» a la Santa Sede (cfr. can. 381 § 1) toda una categoría de delitos, que el pontífice confiaba a la jurisdicción exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Difícilmente se habría realizado una opción de este tipo, que determinaba mejor las competencias de la Congregación y modificaba el criterio del Codex sobre quién debía aplicar estas penas canónicas, si el sistema en conjunto hubiera funcionado de forma adecuada.

De todos modos, la mencionada norma resultaba todavía insuficiente en el plano operativo. Elementales exigencias de seguridad jurídica imponían, en efecto, la necesidad de identificar primero cuáles eran en concreto los «delitos más graves» cometidos tanto contra la moral, que la Pastor Bonus confiaba a la Congregación sustrayéndolos a la jurisdicción de los ordinarios.

Dos intervenciones sucesivas de relieve

Los episodios ilustrados se refieren, como hemos visto, a un breve período de tiempo: algunos meses de la primera mitad de 1988. En los años sucesivos se trató de hacer frente a las situaciones que iban apareciendo en el ámbito penal de la Iglesia con los criterios generales del Codex de 1983, sustancialmente recogidos en la carta del cardenal Castillo Lara. Se buscó, de hecho, alentar la intervención de los ordinarios locales, en ocasiones tratando de facilitar los procedimientos, o también a través de un derecho especial, en diálogo con las Conferencias episcopales.

Sin embargo, la experiencia que seguía poniéndose de manifiesto confirmaba la insuficiencia de estas soluciones y la necesidad de adoptar otras de mayor envergadura y en un nivel diferente. Dos de ellas han modificado de manera significativa el marco del derecho penal canónico sobre el que ha estado trabajando en estos últimos meses el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, y ambas medidas tienen como protagonista al actual pontífice, en perfecta continuidad con las preocupaciones que había manifestado en la carta de 1988.

La primera iniciativa, bien conocida, fue la preparación, hacia finales de los años noventa, de las Normas sobre los denominados delicta graviora, que dieron efectividad al artículo 52 de la Constitución apostólica Pastor Bonus al indicar en concreto qué delitos contra la moral había que considerar como «particularmente graves» y, por lo tanto, de la exclusiva competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Estas Normas, promulgadas en 2001, siguen una «tendencia contraria» a los criterios previstos por el Codex para la aplicación de las sanciones penales, de manera que en muchos ambientes fueron tildadas de Normas «centralizadoras», cuando en realidad respondían a un preciso deber de suplencia: in primis para resolver un serio problema eclesial de operatividad del sistema penal; in secondi, para asegurar un tratamiento uniforme de estas causas en toda la Iglesia. Al respecto, la Congregación tuvo que preparar las correspondientes normas internas de procedimiento y reorganizar el dicasterio para permitir esta actividad judicial conforme a las reglas procesales del Codex.

Después de 2001, además, sobre la base de la experiencia jurídica que se iba adquiriendo, el cardenal Ratzinger recibió de Juan Pablo II nuevas facultades y dispensas para afrontar las diversas situaciones, llegando incluso a la definición de nuevos casos penales. Estas adecuaciones sucesivas han sido recogidas en las Normas sobre los delicta graviora publicadas por la Congregación el pasado julio.

Existe, igualmente, una segunda iniciativa del cardenal Ratzinger que ha contribuido a modificar el panorama de la aplicación del derecho penal en la Iglesia. Se trata de su intervención, como miembro de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, en la preparación de las facultades especiales concedidas a este dicasterio para afrontar, en vía también de suplencia, otro género de problemas disciplinares en los lugares de misión. Se puede entender fácilmente, en efecto, que, a causa de la escasez de medios de todo tipo, los obstáculos para aplicar el sistema penal del Codex se hicieran sentir sobre todo en las circunscripciones de misión que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que representan casi la mitad del orbe católico.

Por este motivo, en la Reunión Plenaria de febrero de 1997, dicha Congregación decidió solicitar del Papa facultades especiales que le permitieran intervenir por vía administrativa en determinadas situaciones penales, al margen de las disposiciones generales del Codex; de aquella Plenaria fue relator el cardenal Ratzinger. Como es sabido, aquellas facultades fueron actualizadas y ampliadas en 2008, y otras de naturaleza análoga fueron después concedidas a la Congregación para el Clero.

La experiencia dirá en qué medida las modificaciones que se tratan ahora de aportar al Libro VI conseguirán reequilibrar la situación, haciendo ya innecesarias las medidas especiales. En cualquier caso, en este proceso de más de veinte años de renovación de la disciplina penal, ha sido determinante la actuación decidida del cardenal Ratzinger, hasta el punto de representar una de las constantes que desde el principio han caracterizado sus años romanos.

* Obispo titular de Civitate;
secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos

L'Osservatore Romano, 2 de diciembre de 2010

 

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