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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

COMUNIÓN Y SERVICIO:
 LA PERSONA HUMANA CREADA A IMAGEN DE DIOS

 

 

ÍNDICE

Introducción

Capitulo I. La persona humana creada a imagen de Dios

1. La «imago Dei» en la escritura y en la Tradición
2. La crítica moderna de la teología de la «imago Dei»
3. La «imago Dei» en el Concilio Vaticano II y en la teología de hoy

Capítulo II. A imagen de Dios: Personas en comunión

1. Cuerpo y alma
2. Hombre y mujer
3. Persona y comunidad
4. Pecado y salvación
5. «Imago Dei» e «imago Christi»

Capítulo III. A imagen de Dios: Administradores de la creación visible

1. La ciencia y la administración del conocimiento
2. La responsabilidad respecto al mundo creado
3. La responsabilidad respecto a la integridad biológica de los seres humanos

Conclusión

 

INTRODUCCIÓN [*]

1. El crecimiento exponencial de los conocimientos científicos y de la capacidad tecnológica en la época moderna ha traído ventajas notables a la humanidad, pero plantea también retos difíciles. A la luz de nuestros conocimientos sobre la inmensidad y antigüedad del universo, la situación y la importancia del hombre dentro del mismo aparecen bastante menos relevantes y menos seguras. El progreso tecnológico ha aumentado de manera considerable  nuestra capacidad de controlar y dirigir las fuerzas de la naturaleza, pero también ha tenido un impacto imprevisto y quizá incontrolable sobre nuestro ambiente e incluso sobre el mismo género humano.

2. La Comisión Teológica Internacional ofrece esta reflexión teológica sobre la doctrina de la imago Dei para orientar la reflexión sobre el significado de la existencia humana ante tales desafíos. Al mismo tiempo deseamos presentar la visión positiva de la persona humana dentro del universo ofrecida por este tema doctrinal que se ha vuelto a descubrir recientemente.

3. Sobre todo a partir del Concilio Vaticano II la doctrina de la imago Dei ha tenido relevancia creciente en la enseñanza del Magisterio y en la investigación teológica. Anteriormente, por diversas causas, algunos teólogos y filósofos occidentales modernos habían relegado a un lugar secundario la teología de la imago Dei. En filosofía, el concepto mismo de «imagen» ha sido objeto de fuertes críticas que procedían de la teoría del conocimiento que o bien privilegiaban el papel de la «idea» a costa de la imagen (racionalismo) o bien consideraban la experiencia como el criterio último de la verdad, sin hacer referencia al papel de la imagen (empirismo). Hay además otros factores culturales, como la influencia del humanismo secular y, más recientemente, la profusión de imágenes en los medios de comunicación social, que hacen difícil afirmar, por una parte, la orientación del hombre hacia lo divino y, por otra, la referencia ontológica a la imagen, ambos presupuestos esenciales en cualquier teología de la imago Dei. Dentro de la misma teología occidental, el escaso peso atribuido a este tema se explica también a partir de interpretaciones bíblicas que han subrayado la validez permanente de la prohibición de crear imágenes (cf. Ex 20,3-4), o han postulado un influjo helenístico como causa de la aparición de este tema en la Biblia.

4. Solo poco antes del Concilio Vaticano II los teólogos han vuelto a descubrir la fecundidad de este tema para la comprensión y articulación de los misterios de la fe cristiana. En efecto, los documentos conciliares expresan y confirman a la vez este significativo desarrollo de la teología del siglo XX. En línea con esta recuperación del interés por el tema de la imago Dei que se ha dado después del Concilio Vaticano II, la Comisión Teológica Internacional se propone en las páginas siguientes reafirmar la verdad de que la persona humana está creada a imagen de Dios para disfrutar de una comunión personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y, en ellos, con los otros hombres, y para administrar, en nombre de Dios, de manera responsable, el mundo creado. A la luz de esta verdad, el universo no se nos presenta simplemente como inmenso y quizá carente de sentido, sino más bien como un lugar creado para la comunión personal.

5. Como trataremos de demostrar en los siguientes capítulos, estas profundas verdades no han perdido nada de su peso ni de su relevancia. Después de una breve presentación de los fundamentos que en la Escritura y la Tradición tiene la imago Dei en el capítulo 1.º, pasaremos a los dos grandes temas de la teología de la imago Dei; en el capítulo 2.º examinaremos la imago Dei corno Fundamento de la comunión con el Dios Uno y Trino y entre las personas humanas, y en el capítulo 3.° la imago Dei como fundamento de la participación en el gobierno de Dios sobre la creación visible. Estas reflexiones presentan juntamente los principales elementos de la antropología cristiana y algunos de la ética y de la teología moral, tal como quedan iluminados por la teología de la imago Dei. Somos conscientes de la amplitud de los temas que hemos tratado de afrontar, pero ofrecemos estas reflexiones para recordarnos a nosotros mismos y a nuestros lectores hasta qué punto es grande el valor explicativo de la teología de la imago Dei precisamente para reafirmar la verdad divina referente al universo y al significado de la vida humana.

CAPITULO I

LA PERSONA HUMANA CREADA
A IMAGEN DE DIOS

6. Como atestiguan la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio, la verdad de que los seres humanos son creados a imagen de Dios está en el corazón de la revelación cristiana. Los padres de la Iglesia y los grandes teólogos escolásticos han reconocido esta verdad y han expuesto sus consecuencias principales. A pesar de que esta verdad, como veremos más adelante, ha sido puesta en discusión por algunos pensadores modernos influyentes, hoy los teólogos y los biblistas están de acuerdo con el Magisterio en volver a descubrir y afirmar la doctrina de la imago Dei.

1. La «imago Dei» en la Escritura y en la Tradición

7. Salvo raras excepciones, la mayor parte de los exegetas contemporáneos reconoce el carácter central del tema de la imago Dei en la revelación bíblica (cf. Gén 1,26s; 5,1-3; 9,6). Este tema es considerado como la clave para una comprensión bíblica de la naturaleza humana y para todas las afirmaciones de antropología bíblica en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Para la Biblia, la imago Dei constituye casi una definición del hombre: el misterio del hombre no se puede comprender separado del misterio de Dios.

8. El concepto del Antiguo Testamento del hombre creado a imago Dei refleja en parte el pensamiento del cercano Oriente antiguo, según el cual el rey era imagen de Dios sobre la Tierra. Sin embargo, la interpretación bíblica es distinta, en cuanto que extiende el concepto de imagen de Dios a todos los hombres. La Biblia se diferencia ulteriormente del pensamiento del cercano Oriente en cuanto que ve al hombre dirigido, ante todo, no hacia el culto de los dioses, sino al cultivo de la tierra (cf. Gén 2,15). Al relacionar más directamente, por así decir, el culto con el cultivo, la Biblia nos hace entender que la actividad humana en los seis días de la semana se ordena al sábado, día de bendición y santificación.

9. Hay dos ternas que convergen para dar forma a la perspectiva bíblica. En primer lugar, el hombre en su totalidad es creado a imagen de Dios. Esta perspectiva excluye las interpretaciones que sitúan la imago Dei en uno u otro aspecto de la naturaleza humana (por ejemplo, en su rectitud o en su entendimiento) o en una de sus cualidades o funciones (por ejemplo, su naturaleza sexual o su dominio sobre la tierra). Al evitar tanto el monismo corno el dualismo, la Biblia presenta una visión del ser humano en la que la dimensión espiritual aparece junto a la dimensión física, social e histórica del hombre.

10. En segundo lugar, el relato de la creación del Génesis destaca que el hombre no ha sido creado como individuo aislado: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gén 1,27). Dios puso a los primeros seres humanos en mutua relación, cada uno como un partner del otro sexo. La Biblia afirma que el hombre existe en relación con otras personas, con Dios, con el mundo y consigo mismo. Según esta noción, el hombre no es un individuo aislado, sino una persona: un ser esencialmente relacional. Lejos de significar un actualismo puro que negaría el estatus ontológico permanente, el carácter fundamentalmente relacional de la imago Dei constituye la estructura ontológica es el fundamento para el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad.

11. Según el Nuevo Testamento, la imagen creada presente en el Antiguo Testamento debe ser completada con la imago Christi. En el desarrollo neotestamentario de este tema aparecen dos elementos característicos: el carácter cristológico y trinitario de la imago Dei, y el papel de la mediación sacramental en la formación de la imago Christi.

12. Puesto que la imagen perfecta de Dios es Cristo mismo (2 Cor 4,4; Col 1,15; Heb 1,3), el hombre debe ser conformado con él (Rom 8,29) para llegar a ser hijo del Padre mediante el poder del Espíritu Santo (Rom 8,23). En efecto, para «llegar a ser» imagen de Dios es necesario que el hombre participe activamente en su transformación según el modelo de la imagen del Hijo (Col 3,10), que manifiesta la propia identidad mediante el movimiento histórico desde su Encarnación hasta su gloria. Según el modelo trazado primero por el Hijo, la imagen de Dios en todo hombre está constituida por su mismo recorrido histórico que parte de la creación, pasando por la conversión del pecado, hasta la salvación y su consumación. Precisamente como Cristo ha manifestado su dominio sobre el pecado y la muerte mediante su Pasión y Resurrección, así todo hombre alcanza el propio dominio mediante Cristo en el Espíritu Santo —no solo una soberanía sobre la tierra y sobre el mundo animal (como afirma el Antiguo Testamento)—, sino principalmente sobre el pecado y la muerte.

13. Según el Nuevo Testamento, esta transformación en la imagen de Cristo se actualiza a través de los sacramentos, ante todo como efecto de la iluminación del mensaje de Cristo (2 Cor 3,18-4,6) y del bautismo (1 Cor 12,13). La comunión con Cristo nace de la fe en él y del bautismo, a través del cual se muere al hombre viejo mediante Cristo (Gál 3,26-28) y se reviste del hombre nuevo (Gál 3,27; Rom 13,14). La Penitencia, la Eucaristía y los otros sacramentos nos confirman y refuerzan en esta transformación radical, que acaece según el modelo de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Creados a imagen de Dios y perfeccionados a imagen de Cristo, gracias al poder del Espíritu Santo en los sacramentos, somos abrazados por el amor del Padre.

14. La visión bíblica de la imagen de Dios ha continuado ocupando un puesto relevante en la antropología cristiana de los Padres de la Iglesia y en la teología sucesiva hasta los inicios de la época moderna. Para demostrar la centralidad de este tema vemos cómo los primeros cristianos han tratado de interpretar la prohibición bíblica de las representaciones artísticas de Dios (cf. Éx 20,2s; Dt 27,15) a la luz de la Encarnación. El misterio de la Encarnación ha demsotrado la posibilidad de representar al Dios hecho hombre en su realidad humana e histórica. Las argumentaciones que se emplearon en las disputas iconoclastas de los siglos VII y VIII para defender la representación artística del Verbo encarnado y de los acontecimientos de la salvación se basaban en una profunda comprensión de la unión hipostática, que rechazaba separar en la «imagen» lo divino de lo humano.

15. La teología patrística y medieval en algunos aspectos se separó algo de la antropología bíblica, y en otros la desarrolló. La mayor parte de los representantes de la tradición, por ejemplo, no se ha adherido plenamente a la visión bíblica que identificaba la imagen con la totalidad del hombre. Un desarrollo significativo del relato bíblico se dio con la distinción que hace san Ireneo entre imagen y semejanza, según la cual «imagen» denota una participación ontológica (methexis) y «semejanza» (mimesis) una transformación moral (Adv. Hae. V,6,1; V,81; V,16,2). Según Tertuliano, Dios ha creado al hombre a su imagen y le ha comunicado su soplo vital en cuanto a su semejanza. Mientras la imagen nunca podrá ser destruida, la semejanza puede ser perdida por el pecado (Bapt. 5,6.7). San Agustín no hizo suya esta distinción, sino que presentó una versión más personalista, psicológica y existencial de la imago Dei. Para él, la imagen de Dios en el hombre tiene una estructura trinitaria, que refleja la estructura tripartita del alma humana (espíritu, conciencia de sí y amor) o los tres aspectos de la psique (memoria, entendimiento y voluntad). Según Agustín, la imagen de Dios en el hombre se orienta hacia Dios en la invocación, en el conocimiento y en el amor (Confesiones I,1,1).

16. En Tomás de Aquino, la imago Dei posee una naturaleza histórica, en cuanto que pasa a través de tres fases: la imago creationis (naturae), la imago recreationis (gratiae) y la imago similitudinis (gloriae) (STh I q.93 a.4). Para el Aquinate, la imago Dei es el fundamento de la participación en la vida divina. La imagen de Dios se realiza principalmente en un acto de contemplación en el entendimiento (STh, I q.93 a.4 y 7). Esta concepción se distingue de la de san Buenaventura, para quien la imagen se realiza principalmente a través de la voluntad en el acto religioso del hombre (Sent. II d. 16 a.2 q.3). Permaneciendo en esta misma visión mística, pero con mayor audacia, el maestro Eckhart tiende a espiritualizar la imago Dei, colocándola en el vértice del alma y separándola del cuerpo (Quint. I, 5,5-7; V, 6.9s).

17. Las controversias de la Reforma demostraron cuánto peso tenía todavía la teología de la imago Dei tanto para los teólogos protestantes como para los católicos. Los reformadores acusaban a los católicos de reducir la imago Dei a una imago naturae que presentaba una concepción estática de la naturaleza humana y animaba al pecador a ponerse a sí mismo frente a Dios. Por su parte, los católicos acusaban a los reformadores de negar la realidad ontológica de la imagen de Dios, reduciéndola a una pura relación. Además, los reformadores insistían en el hecho de que la imagen de Dios se había corrompido por el pecado, mientras que los teólogos católicos veían el pecado como una herida de la imagen de Dios en el hombre.

2. La critica moderna de la teología de la «imago Dei»

18. El papel central de la teología de la imago Dei dentro de la antropología teológica se ha mantenido hasta los inicios de la edad moderna. Tenía tal fuerza y poder de fascinación que a lo largo de toda la historia del pensamiento cristiano ha sido capaz de mantenerse ante las críticas aisladas (por ejemplo, en la controversia iconoclasta) según las cuales su antropomorfismo fomentaba la idolatría. En la época moderna, sin embargo, la teología de la imago Dei ha sido objeto de críticas más agudas y sistemáticas.

19. La idea, transmitida por la ciencia moderna, de un universo que progresa ha sustituido a la idea clásica de un cosmos hecho a imagen divina, eliminando así un elemento importante de la estructura conceptual que sostenía la teología de la imago Dei. Se considera esta última como una temática poco conforme a la experiencia por parte de los empiristas, y ambigua por parte de los racionalistas. Pero el factor más significativo entre los que han minado la teología de la imago Dei ha sido la noción del hombre como sujeto autónomo que se constituye a sí mismo, separado de cualquier relación con Dios. Un desarrollo de este tipo no permitía mantener la noción de imago Dei. De aquí a dar la vuelta a la antropología bíblica solo había un pequeño paso, paso que asumió diversas formas en el pensamiento de Ludwig Feuerbach, Karl Marx y Sigmund Freud: no es el hombre el que ha sido hecho a imagen de Dios, sino que Dios es simplemente una imagen proyectada por el hombre. Al final, para que el hombre se pudiera declarar auto-constituido el ateísmo resultaba un presupuesto necesario,

20. Inicialmente en la teología occidental del siglo XX no había un ambiente favorable al tema de la imago Dei. Teniendo en cuenta los desarrollos del siglo anterior que acabamos de describir, era prácticamente inevitable que algunas de las formas de la teología dialéctica considerasen el tema como una expresión de la arrogancia humana por la que el hombre se compara o se equipara a Dios. La teología existencial, al acentuar el evento del encuentro con Dios, ha puesto en discusión el concepto, implícito en la doctrina de la imago Dei, de una relación estable o permanente con Dios. La teología de la secularización ha rechazado la noción de una referencia objetiva en el mundo que sitúe al hombre en relación con Dios. El «Dios sin propiedades» —de hecho un Dios impersonal— propuesto por algunas versiones de la teología negativa no podía ser un modelo para el hombre hecho a su imagen. En la teología política, que sitúa en el centro de su interés la ortopraxis, el tema de la imago Dei ha quedado relegado. Finalmente, otras críticas se han producido por parte de teólogos y representantes del pensamiento laico que han acusado a la teología de la imago Dei de haber alimentado una falta de consideración con el ambiente natural y el bienestar de los animales.

3. La «imago Dei» en el Concilio Vaticano II y en la teología de hoy

21. A pesar de estas tendencias contrarias, en la mitad del siglo XX se ha dado una progresiva recuperación del interés por la teología de la imago Dei. Gracias a un atento estudio de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos escolásticos se ha tomado conciencia de la omnipresencia e importancia del tema de la imago Dei. Este redescubrimiento ya se estaba dando entre los teólogos cristianos antes del Concilio Vaticano II. El Concilio después dio un nuevo impulso a la teología de la imago Dei particularmente en la constitución sobre la Iglesia y el mundo contemporáneo Gaudium et spes.

22. Refiriéndose al tema de la imagen ele Dios, en la Gaudium et spes el Concilio afirma la dignidad del hombre tal como aparece enseñada en el Génesis 1,26 y en el Salmo 8,6 (GS 12). En el planteamiento conciliar, la imago Dei consiste en la orientación fundamental del hombre hacia Dios, Fundamento de la dignidad humana y de los derechos inalienables de la persona humana. Puesto que todo ser humano es una imagen de Dios, nadie puede estar obligado a someterse a ningún sistema o finalidad de este mundo. El dominio del hombre sobre el cosmos, su capacidad de existencia social, así como el conocimiento de Dios y el amor a Dios son todos elementos que encuentran su raíz en el hecho de que el hombre ha sido creado a imagen de Dios.

23. En el cimiento de la enseñanza conciliar está la determinación cristológica de la imagen: Cristo es la imagen del Dios invisible (Col 1,15; GS 10). El Hijo es el hombre perfecto que restituye a los hijos e hijas de Adán la semejanza divina, herida por el pecado de los primeros padres (GS 22). Revelado por Dios que ha creado al hombre a su imagen, es el Hijo quien da al hombre una respuesta a los interrogantes sobre el significado de la vida y de la muerte (GS 41). El Concilio, además, subraya la estructura trinitaria de la imagen: conformándose a Cristo (Rom 8,29) y mediante los dones del Espíritu Santo (Rom 8,23) se crea un hombre nuevo, capaz de cumplir el mandamiento nuevo (GS 22). Son los santos quienes están plenamente transformados a imagen de Cristo (cf. Col 3,18); en ellos Dios manifiesta su presencia y su gracia como signo de su reino (GS 24). Partiendo de la doctrina de la imagen de Dios, el Concilio enseña que la actividad humana refleja la creatividad divina que es el modelo para la humana (GS 34) y que se orienta hacia la justicia y la comunión para promover la formación de una sola familia en la cual todos podamos ser hermanos y hermanas (GS 24).

24. El renovado interés por la teología de la imago Dei nacido del Concilio Vaticano II se refleja también en la teología contemporánea, donde se ha desarrollado en diversas áreas. Ante todo, los teólogos están trabajando para demostrar cómo la teología de la imago Dei ilumina las relaciones entre la antropología y la cristología. Sin negar la gracia única dada al género humano mediante la Encarnación, los teólogos quieren reconocer el valor intrínseco de la creación del hombre a imagen de Dios. Las posibilidades que Cristo abre al hombre no significan la supresión del hombre como criatura, sino su transformación y realización según la imagen perfecta del Hijo. Además, juntamente con este nueva comprensión de la vinculación entre cristología y antropología, emerge una mayor comprensión del carácter dinámico de la imago Dei. Sin negar el don representado en la creación originaria del hombre a imagen de Dios, los teólogos quieren reconocer la verdad de que, a la luz de la historia humana y de la evolución de la cultura humana, la imago Dei puede ser considerada, en un sentido real, todavía en desarrollo. No solo esto, sino también la teología de la imago Dei establece un vínculo ulterior entre antropología y teología moral, demostrando cómo el hombre, en su mismo ser, posee una participación de la ley divina. Esta ley natural orienta a las personas humanas hacia la búsqueda del bien en sus acciones. De aquí se sigue finalmente que la imago Dei posee una dimensión teleológica y escatológica que define al hombre como homo viator, orientado hacia la parousia y a la consumación del plan divino para el universo, tal como se realiza en la historia de gracia en la vida de cada ser humano particular y en la historia de todo el género humano.

CAPÍTULO II

A IMAGEN DE DIOS:
PERSONAS EN COMUNIÓN

25. La comunión y el servicio son los dos principales hilos con los que está tejida la trama de la doctrina de la imago Dei. El primer hilo, que examinaremos en este capítulo, se puede recapitular de esta manera: el Dios Uno y Trino ha revelado su proyecto de compartir la comunión de la vida trinitaria con personas creadas a su imagen. Es más, para esta comunión trinitaria las personas han sido creadas a imagen de Dios. Precisamente la posibilidad de una comunión de seres creados con las Personas increadas de la Santísima Trinidad se apoya en esta semejanza radical con el Dios Uno y Trino. Creados a imagen de Dios, los seres humanos son por naturaleza corporales y espirituales, hombres y mujeres hechos los unos para los otros, personas orientadas hacia la comunión con Dios y entre sí, heridas por el pecado y necesitadas de salvación, y destinadas a ser conformadas con Cristo, imagen perfecta del Padre, en la potencia del Espíritu Santo.

1. Cuerpo y alma

26. Los seres humanos, creados a imagen de Dios, son personas llamadas a gozar de la comunión y a desempeñar un servicio en un universo físico. Las actividades que derivan de la comunión interpersonal y del servicio responsable se refieren a las capacidades espirituales —intelectuales y afectivas— de las personas humanas, pero no excluyen el cuerpo. Los seres humanos son seres físicos que comparten el mundo con otros seres vivos. En la teología católica de la imago Dei está implícita la verdad profunda de que el mundo material crea las condiciones para el compromiso de unas personas con otras.

27. Esta verdad no siempre ha recibido la atención que merece. La teología de hoy está tratando de superar el influjo de antropologías dualistas que sitúan la imago Dei exclusivamente en relación con el aspecto espiritual de la naturaleza humana. En parte bajo el influjo de la antropología dualista, primero platónica y después cartesiana, en la misma teología cristiana se ha dado la tendencia a identificar la imago Dei en los seres humanos con la característica más específica de la naturaleza humana, es decir, la mente o el espíritu. Una contribución importante para superar esta tendencia ha venido del redescubrimiento tanto de elementos de antropología bíblica como de aspectos de la síntesis tomista.

28. Que la corporeidad sea algo esencial para la identidad de la persona es un concepto fundamental, aunque no explícitamente tematizado, en el testimonio de la Revelación cristiana. La antropología bíblica excluye el dualismo mente-cuerpo. Se considera al hombre en su totalidad. Entre los términos hebreos fundamentales empleados en el Antiguo Testamento para designar al hombre, nefes significa la vida de una persona concreta que está viva (Gén 9,4; Lev 24,17-18; Prov 8,35). Pero el hombre no tiene un nefes; es un nefes (Gén 2,7; Lev 17,10). Basar se refiere a la carne de los animales y de los hombres, y a veces al cuerpo en su conjunto (Lev 4,11; 26,29). También en este caso el hombre no tiene un basar; sino que es un basar; El término neotestamentario sarx (carne) puede denotar la corporeidad material del hombre (2 Cor 12,7), pero también la persona en su conjunto (Rom 8,6). Otro término griego, soma (cuerpo), se refiere a todo el ser humano, poniendo el acento en la manifestación exterior. También aquí el hombre no tiene cuerpo, sino que es su cuerpo. La antropología bíblica presupone claramente la unidad del hombre y entiende la corporeidad como esencial para la identidad personal.

29. En los dogmas centrales de la fe cristiana está sobreentendido que el cuerpo es parte intrínseca de la persona humana y que participa de su creación a imagen de Dios. La doctrina cristiana de la creación excluye completamente un dualismo metafísico o cósmico, puesto que enseña que todo el universo, espiritual y material ha sido creado por Dios y proviene del Bien perfecto. En el contexto de la doctrina de la Encarnación también el cuerpo aparece como parte intrínseca de la persona. El Evangelio de san Juan afirma que «el Verbo se hizo carne (sarx)», para subrayar, en contraposición al docetismo, que Jesús tenía un cuerpo físico real y no un cuerpo ilusivo. Además, Jesús nos redime a través de todo acto realizado por él en su cuerpo. Su cuerpo ofrecido por nosotros y su sangre derramada por nosotros significan el don de su Persona para nuestra salvación. La obra de redención de Cristo se realiza en la Iglesia, su cuerpo místico, y se hace visible y tangible mediante los sacramentos. Los efectos de los sacramentos, aunque son principalmente espirituales, se actualizan mediante signos materiales perceptibles, que pueden ser recibidos solo en o con el cuerpo. Esto demuestra que no solo la mente del hombre ha sido redimida, sino también su cuerpo. El cuerpo se convierte en templo del Espíritu Santo. Finalmente, que el cuerpo sea parte esencial de la persona humana está incluido en la doctrina de la resurrección del cuerpo al final de los tiempos, lo que nos hace comprender cómo el hombre existirá en la eternidad como persona física y espiritual completa.

30. Para mantener la unidad de cuerpo y alma enseñada en la Revelación, el Magisterio adopta la definición del alma humana como forma substantialis (cf. Concilio de Vienne y Quinto de Letrán). Aquí el Magisterio se ha basado en la antropología tomista que, recurriendo a la filosofía de Aristóteles, ve el cuerpo y el alma como los principios materiales y espirituales de un único ser humano. Podemos notar que este planteamiento no es incompatible con los más recientes descubrimientos científicos. La física moderna ha demostrado que la materia, en sus partículas más elementales, es puramente potencial y no tiene tendencia alguna hacia la organización. Pero el nivel de organización en el universo, en el que hay formas altamente organizadas de entidades vivientes y no vivientes, supone la presencia de una cierta «información». Un razonamiento de este tipo hace pensar en una parcial analogía entre el concepto aristotélico de forma sustancial y el concepto científico moderno de «información». Así, por ejemplo, el ADN de los cromosomas contiene las informaciones necesarias para que la materia pueda organizarse según el esquema característico de una especie dada o un individuo singular. De manera análoga, la forma sustancial proporciona a la materia prima las informaciones que necesita para organizarse de una manera particular. Esta analogía se debe tomar con la debida cautela, por cuanto no es posible una comparación directa de conceptos espirituales y metafísicos con datos materiales y biológicos.

31. Estas indicaciones bíblicas, doctrinales y filosóficas convergen en la afirmación de que la corporeidad del hombre participa de la imago Dei. Si el alma, creada a imagen de Dios, informa la materia para constituir el cuerpo humano, entonces la persona humana en su conjunto es portadora de la imagen divina en una dimensión tanto espiritual como corporal. Esta conclusión queda ulteriormente reforzada si se tienen plenamente en cuenta las implicaciones cristológicas de la imagen de Dios. «En realidad solo en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre [...] Cristo [...] desvela plenamente el hombre al hombre y le hace conocer su altísima vocación» (GS 22). Unido espiritual y físicamente al Verbo encarnado y glorificado, sobre todo en el sacramento de la Eucaristía, el hombre llega a su destino: la resurrección de su mismo cuerpo y la gloria eterna, de la cual participa como persona humana completa, cuerpo y alma, en la comunión trinitaria compartida con todos los bienaventurados en la compañía del cielo.

2. Hombre y mujer

32. En la Familiaris consortio, Juan Pablo II afirmó: «En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en su totalidad unificada. El amor abraza también el cuerpo humano y el cuerpo es hecho partícipe del amor espiritual» (n.11). Creados a imagen de Dios, los seres humanos están llamados al amor y a la comunión. Puesto que esta vocación se realiza de manera peculiar en la unión procreadora entre marido y mujer, la diferencia entre el hombre y la mujer es un elemento esencial en la constitución de los seres humanos hechos a imagen de Dios.

33. «Dios creó el hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; macho y hembra lo creó» (Gén 1,27; cf. 5, s). Según la Escritura, la imago Dei se manifiesta, desde el principio, en la diferencia entre los sexos. Podemos decir que el ser humano existe solo como masculino o femenino, puesto que la realidad de la condición humana aparece en la diferencia y pluralidad de sexos. Así pues, lejos de tratarse de un aspecto accidental o secundario de la personalidad, este es un elemento constitutivo de la identidad personal. Todos nosotros tenemos un modo propio de existir en el mundo, de ver, de pensar, de sentir, de establecer relaciones mutuas con otras personas, que también están definidas por su identidad sexual. Según el Catecismo de la Iglesia Católica: «La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otros» (n.2332). El papel que se atribuye a uno y otro sexo puede variar en el tiempo y en el espacio, pero la identidad sexual de la persona no es una construcción cultural o social. Pertenece al modo específico en el que existe la imago Dei.

34. Esta especificidad queda reforzada por la Encarnación del Verbo. Ha asumido la condición humana en su totalidad, asumiendo un sexo, pero convirtiéndose en un hombre en los dos sentidos del término: como miembro de la comunidad humana y como ser de sexo masculino. La relación entre cada uno de nosotros y Cristo está determinada de dos maneras: depende de la propia identidad sexual y de la de Cristo.

35. Además, la Encarnación y la Resurrección extienden también a la eternidad la identidad sexual originaria de la imago Dei. El Señor resucitado, sentado ahora a la derecha del Padre, continúa siendo un hombre. También podemos notar que la persona santificada y glorificada de la Madre de Dios, ahora después de su Asunción corporal a los cielos, sigue siendo una mujer. Cuando en Gálatas 3,28 san Pablo anuncia que en Cristo quedan anuladas todas las diferencias, incluida la que hay entre el hombre y la mujer, está diciendo que ninguna diferencia humana puede impedir nuestra participación en el misterio de Cristo. La Iglesia no ha aceptado las tesis de san Gregorio de Nisa y de algún otro Padre de la Iglesia que sostenían que las diferencias sexuales en cuanto tales serían anuladas por la resurrección. Las diferencias sexuales entre hombre y mujer, aunque se manifiestan ciertamente con atributos físicos, de hecho trascienden lo puramente físico y alcanzan el misterio mismo de la persona.

36. La Biblia no ofrece ningún apoyo al concepto de una superioridad natural del sexo masculino respecto al femenino. A pesar de sus diferencias, ambos sexos poseen una igualdad implícita. Como ha escrito Juan Pablo II en la Familiaris consortio: «Ante todo hay que destacar la igual dignidad y responsabilidad de la mujer respecto al hombre. Esta igualdad encuentra una forma singular de realización en la mutua donación de sí al otro y de ambos a los hijos, propia del matrimonio y de la familia [...] Creando al hombre macho y hembra, Dios da la dignidad personal de igual manera al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y las responsabilidades propias de las personas humanas» (n.22). Hombre y mujer están igualmente creados a imagen de Dios. Ambos son personas, dotadas de entendimiento y voluntad, capaces de orientar la propia vida mediante el ejercicio de la libertad. Pero cada uno lo hace según la manera propia y peculiar de su identidad sexual, de modo que la tradición cristiana puede hablar de reciprocidad y complementariedad. Estos términos, que en tiempos recientes se han vuelto en cierto modo controvertidos, resultan útiles en cualquier caso para afirmar que el hombre y la mujer necesitan el uno de la otra para alcanzar una plenitud de vida.

37. Ciertamente la amistad originaria entre el hombre y la mujer ha quedado seriamente comprometida por el pecado. Mediante el milagro realizado en las bodas de Caná (Jn 2,1ss), nuestro Señor muestra que ha venido a restablecer la armonía querida por Dios en la creación del hombre y de la mujer.

38. La imagen de Dios, que se encuentra en la naturaleza de la persona humana en cuanto tal, puede realizarse de modo especial en la unión entre los seres humanos. Puesto que esta unión se ordena a la perfección del amor divino, la tradición cristiana siempre ha afirmado el valor de la virginidad y del celibato, que promueven relaciones de casta amistad entre personas humanas y, al mismo tiempo, son signo de la realización escatológica de todo el amor creado en el amor increado de la Bienaventurada Trinidad. Precisamente por este motivo, el Concilio Vaticano II ha presentado una analogía entre la comunión de las Personas divinas entre sí y la que los seres humanos están llamados a formar sobre la Tierra (cf. GS 24).

39. Aun siendo verdadero que la unión entre los seres humanos puede realizarse de muchas maneras, la teología católica afirma hoy que el matrimonio constituye una forma elevada de comunión entre las personas humanas y una de las mejores analogías de la vida trinitaria. Cuando un hombre y una mujer unen su cuerpo y su espíritu con total apertura y entrega de sí forman una nueva imagen de Dios. Su unión en una sola carne no responde simplemente a una unión biológica, sino a la intención del Creador que los conduce a compartir la felicidad de ser hechos a su imagen. La tradición católica habla del matrimonio como un camino eminente de santidad. «Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen [...] Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad de amor y de la comunión» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2331). También el Concilio Vaticano II ha subrayado el significado profundo del matrimonio: «Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, significan y participan del misterio de unidad y de fecundo amor que hay entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32); se ayudan mutuamente para alcanzar la santidad en la vida conyugal, educando a la prole» (Lumen gentium, 11; cf. GS 48).

3. Persona y comunidad

40. Las personas creadas a imagen de Dios son seres corpóreos cuya identidad, masculina o femenina, los destina a un tipo especial de comunión con los otros. Como ha enseñado Juan Pablo II, el significado nupcial del cuerpo encuentra su realización en el amor y en la intimidad humana, que reflejan la comunión de la Santísima Trinidad, cuyo mutuo amor se derrama en la creación y en la redención. Esta verdad está en el centro de la antropología cristiana. Los seres humanos están creados a imago Dei precisamente como personas capaces de un conocimiento y de un amor que son personales e interpersonales. En virtud de la imago Dei, estos seres personales son seres relacionales y sociales, dentro de una familia humana cuya unidad está, al mismo tiempo, realizada y prefigurada en la Iglesia.

41. Cuando se habla de la persona, nos estamos refiriendo tanto a la identidad e interioridad irreductible que constituyen a cada individuo, como a la relación fundamental con los otros que está en el cimiento de la comunidad humana. En el planteamiento cristiano, esta identidad personal, que es también una orientación hacia el otro, se fundamenta esencialmente en la Trinidad de las Personas divinas. Dios no es un ser solitario, sino una comunión entre tres Personas. Constituido por la única naturaleza divina, la identidad del Padre es su paternidad, su relación con el Hijo y con el Espíritu; la identidad del Hijo es su relación con el Padre y con el Espíritu; la identidad del Espíritu es su relación con el Padre y con el Hijo. La revelación cristiana ha llevado a articular el concepto de persona y le ha atribuido un significado divino, cristológico y trinitario. Ninguna persona en cuanto tal está sola en el universo, sino que siempre está constituida con los otros y está llamada a formar con ellos una comunidad.

42. Se sigue, pues, que los seres personales son también seres sociales. El ser humano es verdaderamente humano en la medida en que actualiza el elemento esencialmente social en su constitución en cuanto persona dentro de los grupos familiares, religiosos, civiles, profesionales y de otro tipo, que en su conjunto forman la sociedad a la que pertenece. Aun afirmando el carácter fundamentalmente social de la existencia humana, la civilización cristiana ha reconocido siempre el valor absoluto de la persona, así como la importancia de los derechos individuales y de la diversidad cultural. En el orden creado siempre se dará una cierta tensión entre la persona individual y las exigencias de la existencia social. En la Santísima Trinidad hay una armonía perfecta entre las Personas que comparten la comunión de una única vida divina.

43. Cada ser humano, así como la comunidad humana en su conjunto, está creado a imagen de Dios. En su unidad originaria —de la que es símbolo Adán— la humanidad está hecha a imagen de la Trinidad divina. Querida por Dios, avanza a través de las vicisitudes de la historia del hombre hacia una comunión perfecta, también querida por Dios, pero que todavía debe realizarse. En este sentido, los seres humanos participan solidariamente de una unidad que al mismo tiempo ya existe y que debe ser alcanzada. Aun compartiendo una naturaleza humana creada y confesando al Dios Uno y Trino que vive en medio de nosotros, todavía estamos separados por el pecado y esperamos la venida victoriosa de Cristo, que restablecerá y recreará la unidad querida por Dios en una redención final de la creación (cf. Rom 8,18s). Esta unidad de la familia humana debe todavía ser realizarla en la escatología. La Iglesia es sacramento de salvación y del reino de Dios: católica, en cuanto que reúne a hombres de toda raza y cultura; una, en cuanto vanguardia de la unidad de la comunidad humana querida por Dios; santa, en cuanto que está santificadla por el poder del Espíritu Santo y santifica a todos los hombres a través de los sacramentos; y apostólica, al continuar la misión establecida por Cristo para los hombres, es decir, la actuación progresiva de la unidad del género humano querida por Dios y la consumación de la creación y de la redención.

4. Pecado y salvación

44. Creados a imagen de Dios para compartir la comunión de la vida trinitaria, los seres humanos son personas constituidas de tal modo que puedan acoger libremente esta comunión. La libertad es el don divino que permite a las personas humanas elegir la comunión que el Dios Uno y Trino les ofrece como bien último. Pero con la libertad está también la posibilidad de fracaso de la libertad. En lugar de acoger el bien último de la participación en la vida divina, las personas humanas pueden alejarse para gozar de bienes transitorios o incluso solo aparentes. El pecado es precisamente este fracaso de la libertad, este dar la espalda a la llamada divina a la comunión.

45. Según la perspectiva de la imago Dei, que en su estructura ontológica es esencialmente dialógica o relacional, el pecado, en cuanto ruptura de la relación con Dios, ofusca la imago Dei. Es posible comprender las dimensiones del pecado a la luz de las dimensiones de la imago Dei que resultan dañadas por el pecado. Esta alienación fundamental respecto a Dios daña también a la relación del hombre con los otros (cf. 1 Jn 3,17) y, en un sentido real, provoca una división interior entre el cuerpo y el espíritu, conocimiento y voluntad, razón y emociones (Rom 7,14-15). El pecado daña también la existencia física del hombre, dando lugar a sufrimientos, enfermedad y muerte. Además, al igual que la imago Dei, también el pecado tiene una dimensión histórica. El testimonio de la Escritura (cf. Rom 5,12ss) nos presenta una visión de la historia del pecado, provocado por el rechazo de la invitación a la comunión hecha por Dios al comienzo de la historia de la humanidad. Finalmente, el pecado tiene repercusiones en la dimensión social de la imago Dei; es posible discernir ideologías o estructuras que son manifestaciones objetivas del pecado y que se oponen a la realización de la imagen de Dios por parte de los seres humanos,

46. Los exegetas católicos y protestantes están de acuerdo, en la actualidad, en el hecho de que la imago Dei no puede ser totalmente destruida por el pecado, puesto que define la estructura global de la naturaleza humana. Por su parte, la tradición católica ha insistido siempre en que la imago Dei puede ser desfigurada o deformada, pero no puede ser destruida por el pecado. La estructura dialogal o relacional de la imagen de Dios no se puede perder, pero, bajo el reino del pecado, queda comprometida su orientación a la realización cristológica. Además, la estructura ontológica de la imagen, aunque dañada por el pecado en su historicidad, se mantiene a pesar de las acciones pecaminosas. En este sentido —como argumentaban muchos Padres de la Iglesia para responder al gnosticismo y al maniqueísmo—, la libertad, que en cuanto tal define lo que significa el ser humano y que es fundamental en la estructura ontológica de la imago Dei, no puede quedar suprimida, incluso si la situación en la que la libertad se ejercita en parte está determinada por las consecuencias del pecado. Finalmente, en contraposición al concepto de una corrupción total de la imago Dei por el pecado, la tradición católica ha insistido en que la gracia y la salvación resultarían ilusorias si no llegaran a transformar la realidad existente, pecaminosa, de la naturaleza humana.

47. Comprendida desde la perspectiva de la teología de la imago Dei, la salvación conlleva el que Cristo, que es imagen perfecta del Padre, restaure la imagen de Dios. Consiguiendo nuestra salvación mediante su Pasión, Muerte y Resurrección, Cristo nos conforma con él mismo a través de nuestra participación en el misterio pascual y configura de nuevo la imago Dei en su correcta orientación hacia la bienaventurada comunión de la vida trinitaria. En esta perspectiva, la salvación no es otra cosa que una transformación y una realización de la vida personal del ser humano, creado a imagen de Dios y ahora nuevamente vuelto a una participación real en la vida de las Personas divinas, mediante la gracia de la Encarnación y la morada del Espíritu Santo. La tradición católica con razón habla aquí de una realización de la persona. Cuando sufre la falta de caridad por el pecado, la persona no puede conseguir su propia realización, separada del amor absoluto y benigno de Dios en Cristo Jesús. Con esta transformación salvífica de la persona mediante Cristo y el Espíritu Santo, todo en el universo queda también transformado y llega a compartir la gloria de Dios (Rom 8,21).

48. En la tradición teológica, el hombre herido por el pecado siempre está necesitado de la salvación, pero al mismo tiempo tiene un deseo natural de ver a Dios —es capax Dei—, lo cual, en cuanto imagen de lo divino, constituye una orientación dinámica hacia lo divino. Esta orientación, aunque no queda destruida por el pecado, tampoco puede realizarse sin la gracia salvadora de Dios. Dios salvador se vuelve a una imagen de sí, perturbada en su orientación hacia Él, pero capaz de recibir la divina actividad salvadora. Estas formulaciones tradicionales afirman tanto el carácter indestructible de la orientación del hombre hacia Dios como la necesidad de la salvación. La persona humana, creada a imagen de Dios, está ordenada por la naturaleza a gozar del amor divino, pero solo la gracia divina hace posible y eficaz la libre adhesión a este amor. Según esta perspectiva, la gracia no es simplemente un remedio al pecado, sino una transformación cualitativa de la libertad humana hecha posible por Cristo, una libertad liberada para el Bien.

49. La realidad del pecado personal demuestra que la imagen de Dios no está abierta a Dios de manera inequívoca, sino que puede cerrarse en sí misma. La salvación se entiende como una liberación de esta auto-glorificación mediante la cruz. El misterio pascual, originariamente constituido por la Pasión, la Muerte y Resurrección de Cristo, hace que toda persona pueda participar en la muerte al pecado que conduce a la vida en Cristo. La cruz significa no la destrucción de lo humano, sino el paso que lleva a una vida nueva.

50. Los efectos de la salvación para el hombre creado a imagen de Dios se obtienen mediante la gracia de Cristo, quien, como nuevo Adán, es la cabeza de una nueva humanidad y crea para el hombre una nueva condición salvífica mediante su muerte por los pecadores y su resurrección (cf. 1 Cor 15,47-49; 2 Cor 5,2; Rom 5,6ss). De esta manera, el hombre se convierte en una nueva criatura (2 Cor 5,17), capaz de una nueva vida de libertad, una vida «liberada de» y «liberada para».

51. El hombre es liberado del pecado, de la ley, del sufrimiento y de la muerte. Ante todo, la salvación es una liberación del pecado que reconcilia al hombre con Dios, incluso en medio de una batalla continua contra el pecado librada con el poder del Espíritu Santo (cf. Ef 6,10-20). Además, la salvación no es la liberación de la ley en cuanto tal, sino de cualquier forma de legalismo que se oponga al Espíritu Santo (2 Cor 3,6) y a la realización del amor (Rom 13,10). La salvación conduce a una liberación del sufrimiento y de la muerte, que adquieren un nuevo significado como participación salvífica en el sufrimiento, en la muerte y en la resurrección del Hijo. Además, según la fe cristiana, «liberado de» significa «liberado para»; libertad del pecado significa libertad para Dios en Cristo y el Espíritu Santo; libertad de la ley significa libertad para el amor auténtico; libertad de la muerte significa libertad para una vida nueva en Dios. Esta «libertad para» es hecha posible por Jesucristo, icono perfecto del Padre, que restaura la imagen de Dios en el hombre.

5. «Imago Dei» e «imago Christi»

52. «Realmente el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación. Así pues, no es nada extraño que las verdades ya indicadas encuentren en Él su fuente y alcancen su culminación» (GS 22). Este famoso texto, tomada de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo del Concilio Vaticano II, sirve muy bien para concluir esta recapitulación de los principales elementos de la teología de la imago Dei. En efecto, es Jesucristo quien revela al hombre la plenitud de su ser, en su naturaleza originaria, en su culminación final y en su realidad actual.

53. Los orígenes del hombre se deben buscar en Cristo: ha sido creado «por Él y para El» (Col 1,16), el Verbo [que es] la vida [..] y la luz que ilumina a todo hombre y viene al mundo (Jn 1,3-4,9)». Si es verdad que el hombre ha sido creado ex nihilo, es también posible afirmar que ha sido creado de la plenitud (ex plenitudine) del mismo Cristo, que es a la vez creador, mediador y fin del hombre. El Padre nos ha destinado a ser sus hijos e hijas y «a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Lo que significa haber sido creado a imagen de Dios se nos desvela plenamente solo en la imago Christi. En Él encontramos la receptividad total del Padre que debería caracterizar nuestra existencia, la apertura al otro en una actitud de servicio que debería caracterizar las relaciones con nuestros hermanos y hermanas en Cristo, y la misericordia y el amor para con el otro que Cristo, en cuanto imagen del Padre, muestra respecto a nosotros.

54. Precisamente como los orígenes del hombre se deben buscar en Cristo, también su finalidad. Los seres humanos están orientados hacia el Reino de Dios como hacia un futuro absoluto, el cumplimiento de la existencia humana. Puesto que «todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,16), encuentran en Él su dirección y su destino. La voluntad de Dios, que Cristo sea la plenitud del hombre, debe alcanzar una realización escatológica. El Espíritu Santo llevará a cumplimiento la configuración última de las personas humanas según Cristo en la resurrección de los muertos, pero ya hoy los seres humanos participan de esta semejanza escatológica con Cristo aquí en este mundo, en el tiempo y en la historia. Mediante la Encarnación, Resurrección y Pentecostés, el eschaton ya está aquí; estos eventos lo inauguran y lo introducen en el mundo de los hombres, anticipando su realización final. El Espíritu Santo actúa de modo misterioso en todos los seres humanos de buena voluntad, en las sociedades y en el cosmos, para transfigurar y divinizar a los seres humanos. Además, el Espíritu Santo actúa a través de los sacramentos, en particular mediante la Eucaristía, que es la anticipación del banquete celestial, la plenitud de la comunión en el Padre, Hijo y Espíritu Santo.

55. Entre los orígenes del hombre y su futuro absoluto se encuentra la actual situación existencial del género humano, cuyo pleno significado se debe buscar solamente en Cristo. Hemos visto que Cristo —en su Encarnación, Muerte y Resurrección— es quien va a dar a la imagen de Dios en el hombre su verdadera forma. «[Dios] por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20). En el corazón de su existencia pecaminosa el hombre es perdonado, y mediante la gracia del Espíritu Santo se sabe salvado y justificado por medio de Cristo. Los seres humanos crecen en su semejanza con Cristo y colaboran con el Espíritu Santo, que, sobre todo mediante los sacramentos, los plasma a imagen de Cristo. De este modo la existencia cotidiana del hombre se define como un esfuerzo para una conformación cada vez más plena con la imagen de Cristo, tratando de dedicar la propia vida al combate para llegar a la victoria final de Cristo en el mundo.

CAPÍTULO III

A IMAGEN DE DIOS:
ADMINISTRADORES DE LA CREACIÓN VISIBLE

56. El primer gran tema de la teología de la imago Dei se refiere a la participación en la vida de la comunión divina. Creados a imagen de Dios, como hemos visto, los seres humanos comparten el mundo con otros seres corporales, pero se distinguen de ellos por su entendimiento, amor y libertad, y por su propia naturaleza están ordenados a la comunión interpersonal. El primer ejemplo de esta comunión es la unión procreadora del hombre y de la mujer, que refleja la comunión creativa del amor trinitaria El ofuscamiento de la imago Dei por el pecado, con sus inevitables consecuencias negativas en la vida personal e interpersonal, queda vencido por la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La gracia salvífica de la participación en el misterio pascual vuelve a configurar la imago Dei según el modo de la imago Christi.

57. En este capítulo examinaremos el segundo de los dos grandes temas de la teología de la imago Dei. Creados a imagen de Dios para participar en la comunión del amor trinitario, los seres humanos ocupan un lugar único en el universo, conforme al plan divino: tienen el privilegio de participar en el gobierno divino de la creación visible. Este privilegio les ha sido concedido por el Creador, quien permite que la criatura hecha a su imagen participe en su obra, en su proyecto de amor y salvación, e incluso en su mismo dominio sobre el universo. Dado que la situación del hombre como dominador es de hecho una participación en el gobierno divino de la creación, hablaremos aquí de él como de una forma de servicio.

58. Según la Gaudium et spes: «El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de someter a sí la tierra [...] y de gobernar el mundo en justicia y santidad, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra» (n.34). Este concepto de dominio o señorío del hombre tiene un papel importante en la teología cristiana. Dios designa al hombre como su administrador, tal como hace el dueño en las parábolas del Evangelio (cf. Lc 19,12). La única criatura que Dios ha querido expresamente por sí mismo ocupa un puesto único en el vértice de la creación visible (Gén 1,26; 2,20; Sal 8,6s; Sab 9,2s).

59. Para describir este papel especial, la teología cristiana emplea imágenes tomadas tanto del ambiente doméstico como del poder real. Al utilizar imágenes que tienen que ver con el dominio, se dice que los seres humanos están llamados a gobernar en el sentido de ejercitar una supremacía sobre el conjunto de la creación visible, al modo de un rey. Pero el significado interior del señorío es el servicio, como Jesús recuerda a sus discípulos: solo sufriendo voluntariamente como víctima sacrificial Cristo llega a ser Rey del universo, con la Cruz por trono. En cambio, al emplear imágenes de la vida doméstica, la teología cristiana nos presenta al hombre como administrador de una casa, al que Dios ha confiado el cuidado de todos sus bienes (cf. Mt 24,45). El hombre puede emplear su ingenio para desplegar los recursos de la creación visible y ejercita este dominio participado sobre la creación visible mediante la ciencia, la tecnología y el arte.

60. Por encima de él, y sin embargo en la intimidad de su propia conciencia, el hombre descubre la existencia de una ley a la que la tradición llama «ley natural». Esta ley es de origen divino y la conciencia que tiene el hombre de ella es ya una participación en la ley divina. Remite al hombre a los orígenes verdaderos del universo y a sus propios orígenes (Veritatis splendor, 20). Esta ley natural mueve a la criatura racional a buscar la verdad y el bien en su dominio sobre el universo. Creado a imagen de Dios, el hombre ejerce este dominio sobre la creación visible solo en virtud del privilegio que Dios le ha conferido. Imita el dominio divino, pero no puede sustituirlo. La Biblia advierte respecto a este pecado de usurpación del papel divino. Es un grave fracaso moral para los seres humanos actuar como dominadores de la creación visible separándose de la ley divina que es más alta. Actúan en lugar de su señor, en cuanto administradores (cf. Mt 25,14ss), a los cuales se les ha dado la libertad necesaria para hacer que fructifiquen los dones que les han sido confiados, y para realizarlo con cierta creatividad inteligente.

61. El administrador debe dar cuentas de su gestión, y el divino Maestro juzgará sus acciones. La legitimidad moral y la eficacia de los medios empleados por el administrador son los criterios de este juicio. Ni la ciencia ni la tecnología son fines en sí mismas; lo que es técnicamente posible no necesariamente es también razonable o ético. La ciencia y la tecnología deben estar puestas al servicio del proyecto divino para el conjunto de la creación y para todas las criaturas. Este designio da significado al universo, así como a las empresas humanas. La administración humana del mundo creado es precisamente un servicio realizado mediante la participación en el gobierno divino, y siempre le está subordinada. Los seres humanos desarrollan este servicio adquiriendo un conocimiento científico del universo, ocupándose responsablemente del mundo natural (incluyendo los animales y el medio ambiente) y salvaguardando su misma integridad biológica.

1. La ciencia y la administración del conocimiento

62. La cultura humana, en todas las épocas y en casi todas las sociedades, se ha caracterizado por sus intentos de comprender el universo. Desde el punto de vista de la fe cristiana, este esfuerzo es verdaderamente un ejemplo del servicio que los seres humanos realizan de acuerdo con el plan de Dios. Sin necesidad de aceptar un concordismo desacreditado, los cristianos tienen la responsabilidad de situar los conocimientos científicos actuales del universo dentro de la teología de la creación. La posición de los seres humanos en la historia de este universo en continua evolución, tal como ha sido reconstruida por las ciencias modernas, solo puede ser contemplada en su realidad completa a la luz de la fe, como una historia personal del cuidado de Dios Uno y Trino respecto a las personas criaturas suyas.

63. Según la tesis científica más aceptada, hace quince mil millones de años se dio en el universo una explosión conocida como Big Bang, y desde entonces continúa expandiéndose y enfriándose. Posteriormente se dieron las condiciones para la formación de los átomos, y en una época posterior tuvo lugar la condensación de las galaxias y de las estrellas, seguida, unos diez mil millones de años después, de la formación de los planetas. En nuestro Sistema Solar y sobre la Tierra (formada hace unos cuatro mil quinientos millones de años) se crearon las condiciones favorables para la aparición de la vida. Si, por una parte, los científicos se dividen en lo referente a la explicación del origen de esta primera vida microscópica, la mayor parte está de acuerdo en afirmar que el primer organismo vivió en este planeta hace entre tres mil quinientos y cuatro mil millones de años. Dado que se ha demostrado que todos los organismos vivos de la Tierra están genéticamente conexos entre sí, es prácticamente cierto que descienden todos de aquel primer organismo. Los resultados convergentes de numerosos estudios en ciencias físicas y biológicas tienden cada vez más a recurrir a una cierta teoría de la evolución para explicar el desarrollo y la diversificación de la vida sobre la Tierra, aun cuando hay todavía divergencias respecto a los tiempos y mecanismos de la evolución. Ciertamente, la historia de los orígenes humanos es compleja y caben revisiones, pero la antropología física y la biología molecular inducen a pensar que el origen de la especie humana hay que buscarlo en África hace unos ciento cincuenta mil años entre una población humanoide con ascendencia genética común. En cualquiera de las explicaciones, el factor decisivo en los orígenes del hombre ha sido el continuo aumento de las dimensiones del cerebro, que dio lugar finalmente al homo sapiens. Con el desarrollo del cerebro humano, la naturaleza y la velocidad de la evolución han quedado alteradas para siempre: con la introducción de factores únicamente humanos, como la conciencia, la intencionalidad, la libertad y la creatividad, la evolución biológica ha tomado la forma de una evolución de tipo social y cultural.

64. El papa Juan Pablo II afirmó hace algunos años que «nuevos conocimiento inducen a tomar la teoría de la evolución no como una mera hipótesis. Se debe subrayar el hecho de que esta teoría se ha impuesto cada vez más en los investigadores, a raíz de una serie de descubrimientos realizados en diversas disciplinas» (Mensaje a la Pontificia Academia para las Ciencias sobre la evolución, 1996). En línea con lo que ya había afirmado el Magisterio pontificio en el siglo XX respecto a la evolución (en particular la encíclica Humani generis de Pío XII), el mensaje del Santo Padre reconoce que «existen diversas teorías de la evolución» que son «materialistas, reduccionistas y espiritualistas», y por ello incompatibles con la fe católica. De aquí se sigue que el mensaje de Juan Pablo II no puede ser leído como una aprobación general de todas las teorías de la evolución, incluidas las de origen neodarwinista, que niegan explícitamente que la divina providencia pueda haber tenido un papel verdaderamente causal en el desarrollo de la vida del universo. Cuando se centra en la evolución en lo que «concierne la concepción del hombre», el mensaje de Juan Pablo II es todavía más específicamente critico respecto a las teorías materialistas sobre los orígenes del hombre, e insiste en la importancia de la filosofía y de la teología para una correcta comprensión del «salto ontológico» a lo humano, que no puede ser explicado en términos puramente científicos. El interés de la Iglesia por la evolución se centra, pues, en particular en la «concepción del hombre», que, en cuanto creado a imagen de Dios, «no debe ser subordinado como un puro medio o como un mero instrumento ni a la especie ni a la sociedad». En cuanto persona creada a imagen de Dios, el ser humano es capaz de establecer relaciones de comunión con otras personas y con el Dios Uno y Trino, así como de ejercer su dominio y servicio en el universo creado. Estas afirmaciones muestran que las teorías de la evolución y del origen del universo tienen un especial interés teológico cuando afectan a las doctrinas de la creación ex nihilo y la creación del hombre a imagen de Dios.

65. Hemos visto cómo las personas están creadas a imagen de Dios para que puedan hacerse partícipes de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1,3s), participando así en la comunión de la vida trinitaria y en el dominio divino sobre la creación visible. En el centro del acto divino de la creación está el deseo divino de hacer lugar a las personas creadas en la comunión de las Personas increadas de la santísima Trinidad, mediante la participación adoptiva en Cristo. Aunque no solo, la común ascendencia y la unidad natural del género humano son la base para una unidad en gracia de las personas redimidas, con el nuevo Adán por cabeza, en la comunión eclesial de las personas humanas unidas entre sí y con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo increados. El don de la vida natural es el fundamento del don de la vida de gracia. De aquí se sigue que si la verdad principal tiene que ver con una persona que actúa libremente, es imposible hablar de una necesidad o de un imperativo respecto a la creación, y en última instancia no es correcto hablar del Creador como de una fuerza, de una energía o de una causa impersonal. La creatio ex nihilo es la acción de un agente personal trascendente, que actúa libremente, intencionalmente, para la realización de la finalidad totalizante del propósito personal. En la tradición católica, la doctrina del origen de los seres humanos articula la verdad revelada de esta visión fundamentalmente relacional o personalista de Dios y de la naturaleza humana. La exclusión del panteísmo y del emanacionismo en la doctrina de la creación se puede interpretar radicalmente como un modo de defender esta verdad revelada. La doctrina de la creación inmediata o especial de cada alma humana no solo afronta la discontinuidad ontológica entre materia y espíritu, sino que pone los fundamentos para una intimidad divina que abraza a cada persona humana desde el primer momento de su existencia.

66. La doctrina de la creatio ex nihil es, pues, una afirmación singular del carácter verdaderamente personal de la creación y de su orden hacia una criatura personal plasmada como imago Dei, y que responde no a una causa impersonal, fuerza o energía, sino a un Creador personal. La doctrina de la imago Dei y de la creatio ex nihilo nos enseñan que el universo es escenario de un acontecimiento radicalmente personal, en el cual el Creador Uno y Trino llama de la nada a los que después vuelve a llamar en el amor. Este es el significado profundo de las palabras de la Gaudium et spes: «El hombre es la única criatura en la Tierra a la que Dios ha querido por sí misma» (n.24). Creados a imagen de Dios, los seres humanos asumen el papel de administradores responsables del universo físico. Bajo la guía de la divina providencia y reconociendo el carácter sagrado de la realidad visible, la humanidad da una forma nueva al orden natural y se convierte en un agente en la evolución del mismo universo. Al realizar su servicio de administradores del conocimiento, los teólogos tienen la misión de situar los modernos conocimientos científicos dentro de una visión cristiana del universo creado.

67. Respecto a la creatio ex nihilo, los teólogos pueden advertir que la teoría del Big Bang no contradice esta doctrina, con tal de que se pueda afirmar que la suposición de un inicio absoluto no es científicamente inadmisible. Puesto que la teoría del Big Bang en realidad no excluye la posibilidad de un estadio precedente de la materia, es posible indicar que esta teoría solo parece dar un apoyo indirecto a la doctrina de la creatio ex nihilo, que en cuanto tal puede ser conocida solo a través de la fe.

68. Respecto a la evolución de condiciones favorables para la aparición de la vida, la tradición católica afirma que, en cuanto causa trascendente universal, Dios es causa no solo de la existencia, sino también causa de las causas. La acción de Dios no sustituye a la actividad de las causas creadas, pero hace que estas puedan actuar según su naturaleza y, no obstante esto, conseguir las finalidades que Él quiere. Al haber querido libremente crear y conservar el universo, Dios quiere activar y sostener todas las causas segundas cuya actividad contribuye al despliegue del orden natural que quiere lograr. A través de la actividad de las causas naturales, Dios hace que se den las condiciones necesarias para la aparición y existencia de los seres vivos y, además, de su reproducción y diferenciación. A pesar de que hay un debate científico sobre el grado de provecto o intencionalidad empíricamente observables en estos desarrollos, de facto han favorecido la aparición y el desarrollo de la vida. Los teólogos católicos pueden ver en este tipo de razonamiento un apoyo para las afirmaciones que provienen de la fe en la creación divina y en la Providencia divina. En el designio providencial de la creación, el Dios Uno y Trino ha querido no solo crear un puesto para los seres humanos en el Universo, sino también, en última instancia, reservarles un espacio en su misma vida trinitaria. Además, actuando como causas reales, si bien secundarias, los seres humanos contribuyen a transformar y a dar una nueva forma al universo.

69. El actual debate científico sobre los mecanismos de la evolución parece quizá partir de una concepción errónea de la naturaleza de la causalidad divina y requiere una observación teológica. Muchos científicos neodarwinistas, y algunos de sus críticos, han concluido que si la evolución es un proceso materialista radicalmente contingente, guiado por la selección natural y por variaciones genéticas casuales, entonces en ella no queda lugar para una intervención de la causalidad providencial divina. Un grupo cada vez mayor de científicos críticos respecto al neodarwinismo señala, en cambio, evidencias de un designio (por ejemplo, en las estructuras biológicas que muestran una complejidad específica) que, según ellos, no puede ser explicado en términos de un proceso meramente contingente, y que ha sido ignorado o mal interpretado por los neodarwinistas. El núcleo de este vivo debate se refiere a la observación científica y a la generalización, en la medida en que se pregunta si los datos disponibles pueden inducir a reconocer el diseño o el azar: es una controversia que no se puede resolver mediante la teología. Sin embargo, es importante señalar que, según la concepción católica de la causalidad, la verdadera contingencia en el orden creado no es incompatible con una providencia divina intencional. La causalidad divina y la causalidad creada se diferencian radicalmente en su naturaleza y no solo en el grado. Así pues, hasta el resultado de un proceso natural verdaderamente contingente puede igualmente entrar en el plano providencial de Dios para la creación. Según santo Tomás de Aquino: «Es efecto de la divina Providencia no solo que suceda algo de cualquier manera, sino que suceda de un modo contingente o necesario. Por eso, lo que la divina Providencia establece que suceda infalible y necesariamente, sucede infalible y necesariamente; lo que el plan de la divina Providencia exige que suceda de modo contingente, sucede de modo contingente» (STh, I q.22 a.4 ad 1). Desde el punto de vista católico, los neodarwinistas, que apelan a la variación genética casual y a la selección natural, para mantener que la evolución es un proceso completamente carente de guía, van más allá de lo que la ciencia puede demostrar. La causalidad divina puede estar activa en un proceso tanto contingente como guiado. Cualquier mecanismo evolutivo contingente puede serlo solo porque ha sido hecho así por parte de Dios. Un proceso evolutivo carente de guía —un proceso que no entra en los límites de la divina Providencia— sencillamente no puede existir, puesto que «la causalidad de Dios, como agente primero, se extiende a todos los seres, no solo en cuanto a los principios de la especie, sino también en cuanto a los principios individuales [...] Es necesario que todas las cosas estén sujetas a la Providencia divina, en la medida en que participan del ser» (STh, I q.22 a.2).

70. Respecto a la creación inmediata del alma humana, la teología católica afirma que acciones particulares de Dios producen efectos que trascienden la capacidad de las causas creadas que actúan de acuerdo a su naturaleza. El recurso a la causalidad divina para llenar vacíos genuinamente causales, y no para dar respuesta a lo que resta sin explicación, no significa utilizar la actuación divina para llenar los «huecos» del saber científico (dando lugar así al denominado «Dios tapa-agujeros»). Las estructuras del mundo se pueden ver como abiertas a la actuación divina no disruptiva al causar directamente acontecimientos en el mundo. La teología católica afirma que la aparición de los primeros miembros de la especie humana (individuos o poblaciones) representa un acontecimiento que no se presta a una explicación puramente natural y que puede ser adecuadamente atribuido a la intervención divina. Actuando indirectamente a través de las cadenas causales que operan desde el principio de la historia cósmica, Dios ha creado las premisas para lo que Juan Pablo II ha llamado «un salto ontológico [...] el momento de la transición a lo espiritual». Si la ciencia puede estudiar estas cadenas de causalidad, corresponde a la teología situar este relato de la específica creación del alma humana dentro del gran plan del Dios Uno y Trino de compartir la comunión de la vida trinitaria con personas humanas creadas de la nada a imagen y semejanza de Dios y que, en su nombre y según su designio, realizan de manera creativa el servicio y el dominio sobre el universo físico.

2. La responsabilidad respecto al mundo creado

71. Los cada vez más rápidos progresos científicos tecnológicos de los últimos ciento cincuenta años han dado lugar a una situación radicalmente nueva para todos los seres vivos de nuestro planeta. Mejoras como una mayor abundancia material, niveles de vida más elevados, mejor estado de salud y esperanza de vida más prolongada han sido acompañados por la contaminación de la atmósfera y de las aguas, el problema de los desechos industriales tóxicos, los daños y, a veces, la destrucción de hábitats delicados. En esta situación los seres humanos han desarrollado una mayor conciencia de los vínculos orgánicos que tienen con los otros seres vivos. La naturaleza se suele ver como una biosfera en la cual todos los seres forman una red de vida compleja y, sin embargo, cuidadosamente organizada. Además es un hecho aceptado que hay límites tanto de los recursos naturales disponibles como de la capacidad de la naturaleza para poner remedio a los daños que provoca la incesante explotación de sus recursos.

72. Desgraciadamente, una de las consecuencias de esta nueva sensibilidad ecológica es que el cristianismo ha sido acusado por algunos como responsable, en parte, de la crisis ambiental, precisamente por haber resaltado la situación del hombre, creado a imagen de Dios para gobernar la creación visible. Algunos críticos han llegado a decir que en la tradición católica faltan recursos para trazar una ética ecológica sólida, por cuanto el hombre es considerado esencialmente superior al resto del mundo natural, y que para esa ética será necesario recurrir a las religiones asiáticas y tradicionales.

73. Esta crítica, sin embargo, se apoya en una lectura profundamente errónea de la teología cristiana de la creación y de la imago Dei. Hablando de la necesidad de una «conversión ecológica», Juan Pablo II afirmó: «El dominio del hombre no es absoluto, sino ministerial [...] es la misión no de un dueño absoluto e inapelable, sino de un ministro del Reino de Dios» (Audicencia general del 17 de enero de 2001). Es posible que una comprensión equivocada de esta enseñanza haya movido a algunos a actuar sin tener en consideración el ambiente natural, pero la enseñanza cristiana sobre la creación y la imago Dei nunca ha incentivado la explotación descontrolada ni el agotamiento de los recursos naturales. Las observaciones de Juan Pablo II reflejan la atención creciente con la que el Magisterio sigue la crisis ecológica, una preocupación que tiene sus raíces ya en las encíclicas sociales de los pontificados más recientes. Según estas enseñanzas, la crisis ecológica es un problema social y humano, relacionado con la violación de los derechos humanos y la desigualdad en el acceso a los recursos naturales. Juan Pablo II recapituló esta tradición del Magisterio social cuando escribió en la Centesimus annus «Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la Tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de “crear” el mundo con el propio trabajo, olvida que este se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios» (n.37).

74. La teología cristiana de la creación contribuye de manera directa a la resolución de la crisis ecológica al afirmar la verdad fundamental de que la creación visible es ella misma un don divino, el «don originario», que establece un «espacio» de comunión personal. En efecto, se podría decir que una correcta teología cristiana de la ecología viene dada por la aplicación de la teología de la creación. Observamos cómo el término «ecología» combina dos palabras griegas oikos (casa) y logos (palabra): el ambiente físico de la existencia humana podría ser visto como una especie de «habitación» para la vida humana. Teniendo presente que la vida interior de la santísima Trinidad es una vida de comunión, el acto divino de la creación es la producción gratuita de partner que puedan compartir esta comunión. En este sentido, se puede decir que la comunión divina ha encontrarlo su «habitación» en el cosmos creado. Por este motivo podemos hablar del cosmos como de un lugar de comunión personal.

75. La cristología y la escatología pueden iluminar a la vez ulteriormente esta verdad. En la unión hipostática de la Persona del Hijo con la naturaleza humana, Dios viene al mundo y asume la corporeidad que Él mismo ha creado. En la Encarnación, mediante el Hijo unigénito nacido de una Virgen por la potencia del Espíritu Santo, el Dios Uno y Trino crea la posibilidad de una comunión íntima y personal con los seres humanos. Puesto que Dios ha querido benignamente elevar a personas creadas a la participación dialógica de su vida, debe, por así decir, abajarse al nivel de la criatura. Algunos teólogos hablan de esta condescendencia divina como una forma de «hominización» mediante la cual Dios hace libremente posible nuestra divinización. Dios no solo manifiesta su gloria en el cosmos a través de las teofanías, sino también asumiendo la corporeidad. En esta perspectiva cristológica, la «hominización» de Dios es un acto de solidaridad no solo con personas creadas, sino con todo el universo y su destino histórico. No solo, sino que, desde una perspectiva escatológica, la segunda venida de Cristo se puede ver como el evento en el que Dios pone físicamente su morada en el universo perfeccionado que lleva a su consumación el plan original de la creación.

76. Lejos de incentivar un aprovechamiento sin reglas y antropocéntrico del ambiente natural, la teología de la imago Dei afirma el papel crucial del hombre en la realización de este poner morada eterna en el universo perfecto por parte de Dios. Los seres humanos, por designio de Dios, son los administradores de esta transformación anhelada por toda la creación. No solo los seres humanos, sino el conjunto de la creación visible está llamada a participar de la vida divina, «pues sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto, y no solo ella, sino también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,22-23). Desde el punto de vista cristiano, nuestra responsabilidad ética respecto al ambiente natural «morada de nuestra existencia» encuentra aquí sus raíces en una profunda comprensión teológica de la creación visible y de nuestro puesto dentro de ella.

77. Refiriéndose a esta responsabilidad en un importante texto de la Evangelium vitae, Juan Pablo II escribió: «El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gén 2,15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal [...] Es la cuestión ecológica —desde la preservación del hábitat natural de las diversas especies animales y formas de vida, hasta la ecología humana propiamente dicha— que encuentra en la Biblia una luminosa fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida [...] Ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no solo biológicas, sino también morales, cuya transgresión no queda impune» (n.42).

78. En último extremo debemos observar que la teología no podrá ofrecer una solución técnica a la crisis ambiental; sin embargo, como hemos visto, la teología puede ayudarnos a ver nuestro ambiente natural como lo ve Dios, como el espacio de una comunión personal en la cual los seres humanos, creados a imagen de Dios, deben buscar la comunión recíproca y la perfección final del universo visible.

79. Esta responsabilidad se extiende al mundo animal. Los animales son criaturas de Dios y, según las Escrituras, los rodea de atenciones providenciales (Mt 6,26). Los seres humanos deberían acogerlos con gratitud y dar gracias a Dios por su existencia, adoptando una actitud de agradecimiento por todo elemento de la creación. Con su misma existencia los animales bendicen a Dios y le dan gloria: «Aves del cielo, bendecid al Señor [...] fieras y ganados, bendecid al Señor» (Dan 3,80s). Además, la armonía que el hombre debe establecer, o restaurar, en el conjunto de la creación incluye también su relación con los animales. Cuando Cristo venga con su gloria «recapitulará» toda la creación en un momento de armonía escatológico y definitivo.

80. A pesar de lo anterior, existe una diferencia ontológica entre los seres humanos y los animales, puesto que solamente el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y Dios le ha dado el dominio sobre el mundo animal (Gén 1,26-28; 2,19s). Recordando la tradición cristiana respecto al justo uso de los animales, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Dios confió los animales a la administración del que fue creado por Él a su imagen. Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios» (n.2417). Este texto hace referencia, además, al uso legítimo de los animales para la experimentación médica y científica, reconociendo que es «contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales» (n.2418). Así pues, de cualquier modo que se sirva de los animales, es preciso dejarse guiar siempre por los principios ya explicados: el dominio humano sobre el mundo animal es esencialmente una administración de la cual los seres humanos deben dar cuenta a Dios, que es Señor de la creación en el sentido más verdadero.

3. La responsabilidad respecto a la integridad biológica de los seres humanos

81. La moderna tecnología, junto con los desarrollos recientes de la bioquímica y de la biología molecular, ofrece a la medicina contemporánea nuevas posibilidades de diagnóstico y terapia. Estas técnicas no solo hacen posibles terapias nuevas y más eficaces, sino que también abren la posibilidad de modificar al mismo hombre. El hecho de que estas tecnologías estén disponibles y sean realizables hace más urgente el preguntarse cuáles deben ser los límites que hay que poner al intento del hombre de recrearse a sí mismo. El ejercicio de una administración responsable en el campo de la bioética requiere una reflexión moral atenta al alcance de las tecnologías que pueden incidir en la integridad biológica de los seres humanos. En este lugar solo podemos ofrecer algunas breves indicaciones respecto a los retos morales específicos presentados por las nuevas tecnologías, y respecto a algunos principios que siempre se deben aplicar si queremos llegar a administrar de modo responsable la integridad biológica de los seres humanos creados a imagen de Dios.

82. El derecho de disponer plenamente del propio cuerpo significaría que la persona puede usar el cuerpo como un medio para alcanzar un fin que ella misma ha elegido: podría sustituir alguna de sus partes, modificarlo o ponerle fin. En otras palabras, una persona podría determinar la finalidad o el valor teleológico del cuerpo. El derecho de disponer de algo se extiende solamente a objetos que tienen un valor meramente instrumental y no a objetos que son un bien en sí mismos, esto es, que son un fin en sí mismos. La persona humana, ser creado a imagen de Dios, entra en esta última categoría. La pregunta, especialmente tal como se perfila en la bioética, es si este razonamiento puede aplicarse también a los diversos niveles reconocibles en la persona humana: el nivel biológico-somático, el emocional y el espiritual.

83. En la praxis clínica es un hecho admitido que se pueda disponer del cuerpo y de ciertas funciones mentales, de manera limitada, para preservar la vida, como, por ejemplo, en el caso de la amputación de un miembro o la extirpación de un órgano. Intervenciones de este tipo resultan permitidas por el principio de totalidad y de integridad (también conocido como principio terapéutico). El significado de este principio es que la persona humana desarrolla, protege y preserva todas sus funciones físicas y mentales de modo que 1) las funciones inferiores no resulten sacrificadas si no es para un mejor funcionamiento de la persona en su totalidad, e incluso en este caso realizando un esfuerzo para compensar las funciones sacrificadas; y 2) las facultades fundamentales que pertenecen esencialmente al ser humano nunca resulten sacrificadas, excepto en el caso en que sea necesario para salvar la vida.

84. Los diversos órganos y miembros que juntos constituyen una unidad física están, en cuanto partes integrales, asumidos en el cuerpo y subordinados a él. Pero valores inferiores no pueden ser simplemente sacrificados en favor de los superiores: todos estos valores constituyen juntos una unidad orgánica y están en una relación de mutua dependencia. Puesto que el cuerpo, en cuanto parte intrínseca de la persona humana, es un bien en sí mismo, las facultades humanas fundamentales pueden ser sacrificadas solo para conservar la vida. Al fin y al cabo, la vida es un bien fundamental que interesa a la totalidad de la persona humana. En ausencia del bien fundamental de la vida, los valores —como, por ejemplo, la libertad—, que de por sí son superiores a la vida misma, dejan de existir. Puesto que el hombre ha sido creado a imagen de Dios también en su corporeidad, no tiene ningún derecho a disponer plenamente de su misma naturaleza biológica. Dios mismo y el ser creado a su imagen no pueden ser objeto de una acción humana arbitraria.

85. Para que pueda aplicarse el principio de totalidad y de integridad deben cumplirse las condiciones siguientes: 1) Se debe tratar de una intervención en la parte del cuerpo dañada o que es causa directa de una situación peligrosa para la vida; 2) no hay otras alternativas para salvar la vida; 3) debe haber una posibilidad de éxito proporcionada a los riesgos y a las consecuencias negativas de la intervención; 4) se debe contar con el consentimiento del paciente. Los efectos colaterales negativos de la intervención se pueden justificar mediante el principio de doble efecto.

86. Algunos han tratado de interpretar esta jerarquía de valores de tal manera que se legitime el sacrificio de funciones inferiores, como, por ejemplo, la capacidad de procrear, para salvar valores más altos, como, por ejemplo, la salud mental o la mejora de las relaciones con otros. Sin embargo, en este caso se sacrifica la facultad reproductiva para mantener elementos que pueden ser esenciales a la persona en cuanto totalidad funcional, pero no son esenciales a la persona en cuanto totalidad viviente. En realidad, la persona en cuanto totalidad funcional resulta violada por la pérdida de la facultad reproductiva, y en un momento en que la amenaza a su salud mental no es inminente y podría ser conjurada de otro modo. Además, esta interpretación del principio de totalidad introduce la posibilidad de sacrificar una parte del cuerpo en razón de intereses sociales. Según este razonamiento, la esterilización por motivos eugenésicos se podría justificar por razón de Estado.

87. La vida humana es fruto del amor conyugal —la donación mutua, total, definitiva y exclusiva del varón y la mujer—, que refleja el don de amor de las tres Personas divinas que se hace fecundo en la creación, y el don de Cristo a su Iglesia que se hace fecundo en el nuevo nacimiento del hombre. El hecho de que una donación total del hombre afecte tanto a su espíritu como a su cuerpo es la raíz de que no puedan separarse los dos significados del acto conyugal, que 1) es auténtica expresión del amor esponsal a nivel físico, y 2) llega a su plenitud mediante la procreación en el período fértil de la mujer (Humanae vitae, 12; Familiaris consortio, 32).

88. La contracepción o la esterilización hacen que la recíproca donación de sí entre el hombre y la mujer en la intimidad sexual quede incompleta. Si se empleara una técnica que no ayuda al acto conyugal a conseguir su objetivo, sino que sustituye a dicho acto, de manera que la concepción tenga lugar mediante la intervención de una tercera parte, entonces el niño que haya sido procreado de este modo no nace del acto conyugal que es expresión auténtica de la donación mutua de los padres.

89. En el caso de la clonación —la producción de individuos genéticamente idénticos mediante la división del embrión, o mediante la transferencia del núcleo—, el niño es engendrado de una manera asexuada y no puede ser considerado en modo alguno el fruto del recíproco don de amor. La clonación, y todavía más si conlleva la producción de un gran número de personas a partir de un único individuo, supone una violación de la identidad de la persona humana. La comunidad humana, que como hemos notado debe ser también considerada como imagen del Dios Uno y Trino, expresa en su variedad algo de las relaciones de las tres Personas divinas en su unicidad, que, aun en la misma naturaleza, marca las diferencias mutuas.

90. La ingeniería genética sobre una línea germinal orientada a una intervención terapéutica sería aceptable en sí misma si no resultase difícil imaginar cómo una intervención de este tipo puede llevarse a cabo sin riesgos desproporcionados, sobre todo en la primera fase experimental, como, por ejemplo, la pérdida masiva de embriones o la incidencia de efectos no deseados, y sin recurrir al uso de técnicas reproductivas. Una posible alternativa sería el recurso a la terapia génica en las células estaminales que dan lugar a los espermatozoides del hombre, de manera que este pueda concebir una prole sana, utilizando su mismo semen en el acto conyugal.

91. Un cierto tipo de ingeniería genética tiende a mejorar algunas características de la especie. Se podría tratar de justificar la gestión de la evolución humana mediante estas intervenciones recurriendo a la noción del hombre «co-creador» con Dios. Pero esto significaría que el hombre tiene pleno derecho a disponer de su naturaleza biológica. Modificar la identidad genética del hombre en cuanto persona humana mediante la creación de un ser infrahumano es radicalmente inmoral. El recurso a modificaciones genéticas para producir un ser sobrehumano o un ser con facultades espirituales esencialmente nuevas es impensable, puesto que el principio de vida espiritual del hombre —que informa la materia en el cuerpo de la persona humana— no es producto de las manos del hombre y no está sujeto a la ingeniería genética. La unicidad de cada persona humana, en parte constituida por sus características biogenéticas y desarrollada mediante la educación y el crecimiento, le pertenece intrínsecamente y no puede convertirse en un mero instrumento para mejorar alguna de estas características. Un hombre puede verdaderamente mejorar solo realizando más plenamente la imagen de Dios en él, uniéndose a Cristo e imitando a Cristo. Estas modificaciones, en cualquier caso, violarían la libertad de las personas futuras que no han podido intervenir en decisiones que determinan sus características y estructura física de modo significativo y quizá irreversible. La terapia génica orientada a tratar patologías congénitas, como el síndrome de Down, seguramente tendría un impacto sobre la identidad de las personas en cuestión respecto a su aspecto y sus capacidades intelectivas, pero esta modificación ayudaría a la persona a dar plena expresión a su verdadera identidad, bloqueada por un gen defectuoso.

92. Las intervenciones terapéuticas sirven para restaurar funciones físicas, mentales y espirituales, dando a la persona una posición central y respetando plenamente la finalidad de los diversos niveles del hombre en relación con los niveles personales. Al tener un carácter terapéutico, la medicina que se pone al servicio del hombre y de su cuerpo, en cuanto fines en sí mismos, respeta la imagen de Dios en ambos. Según el principio de proporcionalidad, las terapias extraordinarias orientadas a prolongar la vida deben utilizarse cuando existe una justa proporción entre los resultados positivos que se esperan y los posibles daños para el paciente. Sin embargo, donde no se da esta proporcionalidad la terapia se puede suprimir, incluso aunque con ello se abrevie la vida del paciente. En la terapia paliativa, una muerte anticipada como consecuencia de la administración de analgésicos supone un efecto indirecto que, como todos los efectos colaterales en medicina, puede entrar en el principio de doble efecto, siempre que la dosis esté dispuesta para la supresión del dolor, no para la eliminación de la vida.

93. Disponer de la muerte, en realidad, es el modo más radical de disponer de la vida. En el suicidio asistido, en la eutanasia directa y en el aborto directo —aunque las situaciones personales puedan ser trágicas y complejas— la vida física queda sacrificada por una finalidad determinada por sí misma. En la misma categoría debe incluirse la utilización de embriones como instrumento, lo cual sucede cuando se experimenta con los embriones o en el diagnóstico previo a la implantación.

94. Nuestro estatus ontológico de criaturas hechas a imagen de Dios impone determinados límites a nuestra capacidad de disponer de nosotros mismos. El dominio que se nos ha asignado no es ilimitado: tenemos un cierto dominio participado sobre el mundo creado y debemos dar cuenta de nuestro servicio al Señor del Universo. El hombre ha sido creado a imagen de Dios, pero él mismo no es Dios.

CONCLUSIÓN

95. A lo largo de estas reflexiones, el tema de la imago Dei ha puesto de manifiesto su valor sistemático para proyectar luz sobre muchas verdades de la fe cristiana. Nos ayuda a presentar una noción relacional —en concreto personal—, de los seres humanos. Precisamente esta relación con Dios es lo que define a los seres humanos y es el fundamento de su relación con las otras criaturas. Sin embargo, como hemos visto, el misterio del hombre tan solo puede ser plenamente explicado a la luz de Cristo, que es imagen perfecta del Padre y que nos introduce, mediante el Espíritu Santo, en una participación en el misterio de Dios Uno y Trino. Dentro de esta comunión de amor, el misterio de todo ser, abrazado por Dios, encuentra su pleno significado. Grandiosa y a la vez humilde, esta concepción del ser humano como imagen de Dios constituye una guía para las relaciones entre el hombre y el mundo creado, y es la base a partir de la cual se puede valorar la legitimidad de los progresos técnicos y científicos que tienen un impacto directo sobre la vida humana y el ambiente. En estas áreas, precisamente como las personas humanas están llamadas a dar testimonio de su participación en la creatividad divina, así también están obligadas a reconocer su posición de criaturas a las que Dios ha confiado la responsabilidad preciosa de administrar el universo físico.

 


[*] Nota preliminar: El tema «La persona humana creada a imagen de Dios» fue propuesto al estudio de la Comisión Teológica Internacional. Para preparar este estudio se formó una Subcomisión compuesta por el dominico P. Joseph Augustine Di Noia, el obispo mons. Jean-Louis Brugués, mons. Anton Strukeli, el P. Tanios Bou Mansour de la Orden Maronita Libanesa, don Adolphe Gesché, el obispo mons. Willem Jacobus Eijik, los jesuitas P. Fadel Sidarouss y P. Shun ichi Takayanagi.

Las discusiones generales se desarrollaron en numerosos encuentros de la Subcomisión y durante las sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica Internacional celebradas en Roma del año 2000 al 2002. El presente testo fue aprobado de manera específica con el voto escrito de la Comisión y fue presentado a su presidente, el card. J. Ratzinger. Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien dio su aprobación para su publicación el 23 de julio de 2004.

 

 

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