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EL DIACONATO,
EXPRESIÓN DEL SERVICIO EN LA IGLESIA

 

El texto del documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) sobre El diaconado: evolución y perspectivas (cfr. Civ. Catt. 2002 I 253-336), tal como se lee en la «Nota preliminar», es fruto de un trabajo decenal de dos Subcomisiones y de la revisión de la Comisión en sesión plenaria. Ello constituye una expresión significativa de la función de los teólogos en la Iglesia, que consiste en «lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la tradición viva de la Iglesia» (cfr Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo [1990], nº 6). De hecho, no sólo hace un exhaustivo excursus del pasado, sino que también expone las posiciones maduradas en el postconcilio, invitando a más investigaciones. De dicho trabajo podrá derivar una relectura y una renovación (recreación): o sea, algo nuevo, aunque en continuidad de fondo con la Tradición. Se trata de obrar bajo la ley del desarrollo en la continuidad. La historia de la salvación, de hecho, procede y se realiza —«tiende a la verdad entera» (Jn 16,13)— en el tiempo y siempre de forma creativa, profundizando el depositum fidei, también en diálogo con el contexto histórico-cultural.

En tal sentido resulta significativo el sumario que abre el capítulo VII, el cual invita a examinar cómo los textos conciliares relativos al diaconado «han sido recibidos y posteriormente profundizados en los documentos del Magisterio, teniendo en cuenta la desigualdad posconciliar en la restauración del diaconado permanente y, sobre todo, prestando especial atención a las oscilaciones de tipo doctrinal, que han acompañado como sombra indefectible las diversas propuestas pastorales». El documento, después de haber recordado que «diversos y numerosos son los aspectos que exigen hoy día un esfuerzo de esclarecimiento teológico», en este último capítulo se pretende contribuir al esfuerzo de esclarecimiento, identificando primero «las raíces y los motivos que hacen de la identidad teológico-eclesial del diaconado (permanente y transitorio) una auténtica quaestio disputata en determinados aspectos»; y precisando después «una teología del ministerio diaconal que pueda constituir la base común y segura, inspiradora de su recreación fecunda en las comunidades cristianas». Esta renovación debe realizarse, como decíamos, en la continuidad de la Tradición. Un estímulo en este sentido lo encontramos en el capítulo II del documento, que reconstruye científicamente el sentido de una herencia.

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El capítulo II del documento subraya cómo los términos diakonein y diakonos en el Nuevo Testamento son «muy genéricos». En particular Hch 6, 1-6 «describe la institución de los “Siete” “para servir a las mesas”. El motivo de ello es dado por Lucas al indicar como causa una tensión interna en la comunidad: “Hubo quejas (egeneto goggysmos) de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana» (Hch 6,1). Pero —observa la CTI— «la razón que se da para la designación de los Siete elegidos (las murmuraciones entre los helenistas) está en contradicción con su actividad tal cual será descrita posteriormente por Lucas. No conocemos nada sobre el servicio de las mesas»

En la época de la Didache (antes del 130 d.C.), «los diáconos eran responsables de la vida de la Iglesia en lo concerniente a obras de caridad para las viudas y los huérfanos […].Sus actividades estaban sin duda unidas a la catequesis, y probablemente también a la liturgia. Sin embargo, los datos sobre este tema son tan sucintos que resulta difícil deducir cuál fue de hecho el alcance de sus funciones». San Ignacio de Antioquía, más tarde, en la Carta a los cristianos de Esmirna escribe: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, respetadlos como al mandamiento de Dios».

La tradición apostólica de Hipólito de Roma (muerto el 235) «nos ofrece por primera vez el estatuto teológico y jurídico del diácono en la Iglesia. Lo considera entre el grupo de los ordinati por la imposición de las manos (cheirotonein), contraponiéndolos a aquellos que en la jerarquía son llamados instituti. La “ordenación” de los diáconos es realizada únicamente por el obispo. Esta vinculación define la extensión de las tareas del diácono, quien está a disposición del obispo para ejecutar sus órdenes, pero está excluido de la participación en el consejo de los presbíteros». «En resumen —continúa la CTI— se podría decir que más allá del hecho de la existencia del diaconado en todas las Iglesias desde comienzos del siglo II y de su carácter de orden eclesiástico, los diáconos desempeñan, en principio, en todos los lugares, la misma función, aunque los acentos puestos sobre los diferentes elementos de su compromiso se repartan de forma diversa según la diferentes regiones. El diaconado se estabiliza a lo largo del siglo IV. [De hecho] el siglo IV marca el término del proceso que ha conducido a reconocer al diaconado como un grado de la jerarquía eclesial, situado después del obispo y de los presbíteros, y con una función bien definida. Unido a la misión y a la persona del obispo, la función del diaconado englobaba tres tareas: el servicio litúrgico, el servicio de predicar el Evangelio y de enseñar la catequesis, e igualmente toda una amplia actividad social que hacía referencia a las obras de caridad y una actividad administrativa según las directrices del obispo».

En relación al ministerio de las diaconisas, la última sección del capítulo II afirma que: «ha existido ciertamente un ministerio de diaconisas, que se desarrolló de forma desigual en las diversas partes de la Iglesia. Parece claro que este ministerio no fue considerado como el simple equivalente femenino del diaconado masculino. Se trata al menos, sin embargo, de una verdadera función eclesial ejercida por mujeres, mencionada a veces antes de la del subdiaconado en la lista de los ministerios de la Iglesia. ¿Era este ministerio conferido por una imposición de manos comparable a aquella, por la que eran conferidos el episcopado, el presbiterado y el diaconado masculino? El texto de las Constituciones apostólicas dejaría pensar en ello; pero se trata de un testimonio casi único y su interpretación está sometida a intensas discusiones. ¿La imposición de manos sobre las diaconisas debe asimilarse a la hecha sobre los diáconos, o se encuentra más bien en la línea de la imposición de manos hecha sobre el subdiácono y el lector? Es difícil zanjar la cuestión a partir únicamente de los datos históricos».

En el capítulo III el documento examina la progresiva desaparición del diaconado permanente, el cual se transforma en un pasaje temporal hacia el presbiterado, mientras que en el siglo X han desaparecido completamente las diaconisas. En efecto, —observa la CTI— la «historia de los ministerios muestra que las funciones sacerdotales han tenido una tendencia a absorber las funciones inferiores. Cuando el cursus clerical se estabiliza, cada grado posee unas competencias suplementarias con relación al grado inferior: lo que hace un diácono, lo puede hacer igualmente un presbítero. En lo más alto de la jerarquía, el obispo puede ejercer la totalidad de las funciones eclesiásticas. Este fenómeno de acoplamiento de competencias y de asunción de las funciones inferiores por las funciones superiores, la fragmentación de las competencias originales de los diáconos en muchas funciones subalternas clericalizadas, el acceso a las funciones superiores per gradum explican que el diaconado, como ministerio permanente, haya perdido su razón de ser. No le quedaban más que las tareas litúrgicas ejercidas ad tempus por los candidatos al sacerdocio».

Relacionados con el diaconado hay varios problemas complejos y de no fácil solución, que recordamos por alusiones. Seguramente, el diaconado es un ministerio muy antiguo, ya presente en la Iglesia apostólica, y de gran relevancia en los primeros siglos. Un segundo punto concierne al hecho de que Jesús, de modo directo, instituyó solamente el Colegio apostólico. Pero ya Hch 6 confirma que los Apóstoles sintieron la necesidad de tener algunos colaboradores a los que confiar el servicio de las mesas. Una larga tradición ve en esto la institución del ministerio diaconal, aunque hoy esto no sea universalmente aceptado. De todas formas, está fuera de discusión que la Iglesia, en el curso de los siglos, ha entendido siempre la institución de la plenitud del ministerio sacerdotal en los Apóstoles junto con la potestad de especificar otras funciones particulares.

Finalmente, está el hecho de que el diaconado, importantísimo en los primeros siglos, decae progresivamente hasta reducirse a simple grado temporal del cursus clericae; y que el Vaticano II intentó volverlo a proponer como ministerio permanente. En la Lumen Gentium (nº29) «la frase según la cual a los diáconos se les impone las manos «non ad sacerdotium, sed ad ministerium» se convertirá en una referencia clave para su comprensión teológica del diaconado. No obstante, numerosas cuestiones han permanecido abiertas hasta nuestros días por los motivos siguientes: la supresión de la referencia al obispo en la formulación mantenida, la insatisfacción de algunos respecto a su ambigüedad, la interpretación recogida por la Comisión doctrinal y el alcance de la distinción misma entre sacerdotium y ministerium. La comisión doctrinal del Concilio se expresa en estos términos: signiticanti diaconos non ad corpus et sanguinem Domini offerendum sed ad servitium caritatis in Ecclesia.

El documento, después de haber examinado el motu propio Ad pascendum (1972) de Pablo VI, prosigue: «En conclusión: si el Vaticano II habló con cautela y ex obliquo de la índole sacramental del diaconado, se debió no sólo al deseo de no condenar a nadie, sino más bien a la “incertitudo doctrinae”. Por tanto, para garantizar su naturaleza sacramental no basta ni la opinión mayoritaria de los teólogos (también lo fue respecto al subdiaconado), ni la sola descripción del rito de ordenación (que se ha de esclarecer a la luz de otras fuentes), ni la sola imposición de manos (que puede ser de índole no sacramental)».

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Entonces, ¿cómo debemos entender hoy este servicio? « Cuando se examinan las estadísticas disponibles, se percibe la inmensa disparidad que existe en la distribución de los diáconos a lo largo del mundo. Sobre un total de 25.122 diáconos en 1998, América del Norte cuenta ella sola con un poco más de la mitad, es decir, 12.801 (50,9 por 100), mientras que en Europa son 7.864 (31,3 por 100): esto representa para los países industriales del norte del planeta un total de 20.665 diáconos (82,2 por 100). El 17,8 por 100 restante se reparte así: América del Sur, 2.370 (9,4 por 100), América central y las Antillas: 1.387 (5,5 por 100), África: 307 (1,22 por 100), Asia: 219 (0,87 por 100). Oceanía cierra el recuento con 174 diáconos, a saber, el 0,69 por 100 del total. Hay un hecho que no puede menos de sorprender: el diaconado se ha desarrollado sobre todo en las sociedades industriales avanzadas del Norte. Ahora bien, esto no se había previsto del todo por parte de los Padres conciliares cuando habían pedido una “reactivación” del diaconado permanente. Ellos se esperaban más bien un desarrollo rápido en las Iglesias jóvenes de África y de Asia, donde la pastoral se apoyaba en un gran número de catequistas laicos. […] Las estadísticas nos permiten entrever es que se ha debido reaccionar a dos situaciones muy diferentes. De un lado, la mayor parte de las Iglesias de Europa occidental y de América del Norte han afrontado después del concilio una disminución muy fuerte del número de sacerdotes y han debido proceder a una reorganización importante de los ministerios. Por otro lado, las Iglesias salidas mayoritariamente de antiguos territorios de misión se habían dotado hacía tiempo de una estructura que apelaba al compromiso de un gran número de laicos, los catequistas».

Encaminándonos a la conclusión, en el capítulo VII/2, el documento reafirma que «considerar el diaconado como una realidad sacramental constituye la doctrina más segura y más coherente con la praxis eclesial. Si se negara su sacramentalidad, el diaconado representaría una forma de ministerio enraizado sólo en el Bautismo, de carácter funcional, sobre el que la Iglesia tendría una gran capacidad de decisión en lo relativo a su instauración, a su supresión o a su configuración concreta; una libertad de acción, en cualquier caso, mucho más amplia que el papel otorgado a la Iglesia en los sacramentos instituidos por Cristo. Al rechazar su sacramentalidad, desaparecerían los principales motivos que hacen del diaconado una cuestión teológicamente disputada. Pero esta negación nos colocaría al margen de la estela del Vaticano II. Desde su sacramentalidad, por tanto, se han de tratar otras cuestiones concernientes a la teología del diaconado».

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Para trazar una síntesis del documento podemos volver al siguiente pasaje: «El ejercicio concreto del diaconado en los diversos ámbitos contribuirá también a perfilar su identidad ministerial, modificando, si es necesario, un cuadro eclesial donde apenas aparezca su vinculación propia con el ministerio del obispo o donde se identifique la figura del presbítero con la totalidad de las funciones ministeriales. A esta evolución contribuirá la conciencia viva de que la Iglesia es “comunión”. Difícilmente, sin embargo, podrán solucionarse sólo por la vía práctica los interrogantes teológicos que plantea la pregunta por las “potestades” diaconales específicas. […]. Y, así, pueden observarse distintas propuestas de la teología contemporánea, en las que se pretende otorgar al diaconado solidez teológica, aceptación eclesial y credibilidad pastoral» (IV/2).

Un elemento positivo es la indicación de una triple determinación del sacramento de la ordenación en episcopado, presbiterado y diaconado: a los dos primeros está unida la presidencia de la Eucaristía, mientras que el tercero sólo tiene una alusión a una posible presidencia litúrgica (liturgia de la palabra, el matrimonio, las exequias).Otra indicación suficientemente adquirida es la representación de Cristo cabeza y siervo. También es valiosa la referencia de todo el sacramento del Orden y, en particular, a su propio modo,  del diaconado al bien de toda la Iglesia (edificación y misión), con el intento de identificar un propium no desagrupado en distintas direcciones (liturgia, caridad, pastoral), sino con una mirada unitaria a los distintos elementos que estructuran la acción de la fraternidad cristiana.

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La sacramentalidad del diaconado va incluida en la perspectiva unitaria del sacramento del Orden. La sacramentalidad del Orden consiste en hacer presente a Cristo que actúa en la persona del ministro que guía la Iglesia (cabeza), en el estilo del servicio (siervo) para conducir la propia Iglesia (pastor), fecundada con la palabra y los sacramentos en el don del Espíritu (esposo) hacia los pastos de la vida eterna (escatología), habiendo cumplido la misión de evangelizar la humanidad por la edificación del reino de Dios. El Orden, aun siendo un único sacramento que habilita al ministerio, asume distintas expresiones de actuación del ministerio —episcopado, presbiterado y diaconado— no reducibles ni sustituibles entre ellos: actúan en unidad orgánica para destacar la fraternidad eclesial de edificarse en cuerpo de Cristo y cumplir la misión recibida del propio Cristo. La sacramentalidad del Orden encuentra su expresión fundamental en la presidencia, a partir de la Eucaristía, que constituye la función sintética y originadora de toda la vida y acción de la Iglesia.

Cada una de las tres expresiones se ejercitan con verdadera titularidad de una exigencia: el episcopado, con su presidencia de la Eucaristía de toda la fraternidad eclesial diocesana, sirve la unidad de la acción de todo el pueblo de Dios que vive en la diócesis, en la diversidad de temas, en la variedad de campos, en la multiplicidad de obligaciones individuales a través del discernimiento pastoral común. El presbiterado, con la presidencia de la Eucaristía celebrada en muchas localizaciones de la fraternidad eclesial diocesana, sirve —a semejanza del obispo y en unión con él— a la realización de la Iglesia según la exigencia y la posibilidad de los distintos lugares. El diaconado, finalmente, sin una presidencia de la Eucaristía, pero a partir de la Eucaristía presidida por el obispo o por el presbítero, ejercita la responsabilidad de poner en marcha o de cuidar la actuación (sea directa o a través de la valorización operativa de los carismas y ministerios de otros) de la acción eclesial en sus distintos ámbitos (antes de la evangelización, educación del cristiano, edificación de la fraternidad eclesial, presencia eficaz en la sociedad) como colaborador ordenado del orden episcopal y del orden presbiteral.

Esto requiere el servicio del diaconado en las acciones litúrgicas (o en colaboración con el obispo y el presbítero, o para celebraciones del bautismo, del matrimonio sin Eucaristía, exequias, celebraciones de la Palabra), en las acciones de educación de los cristianos en la fe (itinerarios catecumenales y de iniciación cristiana, catequesis y formaciones), en las acciones de edificación de la fraternidad eclesial (detección, formación y valorización de los carismas y ministerios de los bautizados, actuaciones de los proyectos diocesanos y parroquiales), en las acciones de presencia en la cultura y en la sociedad, de promoción y de solidaridad (en los múltiples campos establecidos por la evangelización de la cultura, por la doctrina social y por la solicitud frente a las distintas pobrezas).

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El documento recuerda oportunamente y en más lugares que la teología del sacramento del Orden ha oscilado entre las distintas imágenes que expresan la riqueza de la persona de Cristo en el deseo de indicar referencias específicas para las distintas actuaciones: cabeza, pastor, esposo, siervo. Las tres primeras han sido preferiblemente relacionadas con el episcopado y al presbiterado, mientras que la última más al diaconado, aun que no falta —sea en elaboraciones teológicas o en las enseñanzas del Magisterio— la referencia del presbiterado y del episcopado a Cristo siervo y del diaconado a Cristo cabeza. En realidad, sucede que se recupera la referencia de toda expresión ministerial a la persona completa de Cristo, ya que las distintas características no son complementarias entre sí, sino que indican una articulación interna y una finalización de la obra del Cristo y, por tanto, de quien es instrumento sacramental, cada uno, en el modo que le es propio, para hacer presente a Cristo en su totalidad.

En el documento se habla a menudo del diaconado permanente como la forma de recuperar y expresar de nuevo en la Iglesia. Al respecto, es importante recordar lo que el propio documento destaca en la Conclusión: «El diaconado, por su manera de participar en la única misión de Cristo, realiza sacramentalmente esta misión al modo de un servicio auxiliar». Por su peculiaridad inconfundible, « mantiene precisamente en cuanto tal un vínculo constitutivo con el ministerio sacerdotal al que presta su ayuda (cf. Lumen Gentium 41). No es un servicio cualquiera el que se atribuye al diácono en la Iglesia: su servicio pertenece al sacramento del Orden en cuanto colaboración estrecha con el obispo y con los presbíteros, en la unidad de la misma actualización ministerial de la misión de Cristo». El Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1554), cita San Ignacio de Antioquía: «Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia».

En relación a las diaconisas, el documento realiza una breve alusión en la conclusión, dirigiendo al discernimiento del Magisterio un pronunciamiento sobre toda la cuestión: «En lo que respecta a la ordenación de mujeres para el diaconado, conviene notar que emergen dos indicaciones importantes de lo que ha sido expuesto hasta aquí: 1) las diaconisas de las que se hace mención en la Tradición de la Iglesia antigua —según lo que sugieren el rito de institución y las funciones ejercidas— no son pura y simplemente asimilables a los diáconos; 2) la unidad del sacramento del Orden, en la distinción clara entre los ministerios del obispo y de los presbíteros, por una parte, y el ministerio diaconal, por otra, está fuertemente subrayada por la Tradición eclesial, sobre todo en la doctrina del concilio Vaticano II y en la enseñanza posconciliar del Magisterio. A la luz de estos elementos puestos en evidencia por la investigación histórico-teológica presente, corresponderá al ministerio de discernimiento que el Señor ha establecido en su Iglesia pronunciarse con autoridad sobre la cuestión».

Y el documento concluye: « Más allá de todas las cuestiones que el diaconado plantea, es bueno recordar que, desde el concilio Vaticano II, la presencia activa de este ministerio en la vida de la Iglesia suscita, en memoria del ejemplo de Cristo, una conciencia más viva del valor del servicio para la vida cristiana».

La Civiltà Cattolica

 

 

 

 

 

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