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RITO DI BEATIFICACIÓN DE MONSEÑOR CARLOS LIVIERO,
OBISPO DE CITTÀ DI CASTELLO Y FUNDADOR DE LA CONGREGACIÓN
DE LAS PEQUEÑAS ESCLAVAS DEL SAGRADO CORAZÓN

HOMILÍA DEL CARDENALE JOSÉ SARAIVA MARTINS

Plaza Gabriotti, Città di Castello (Italia)
Domingo de Pentecostés, 27 de mayo de 2007

 

1. Pentecostés, solemnidad con la que culminan los días de la Pascua, nos introduce en el misterio de la plenitud del Espíritu, que se manifiesta simbólicamente en la presencia de todos los pueblos y de todas las lenguas en Jerusalén:  "Partos, medos y elamitas..." (Hch 2, 9), como nos ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura que se acaba de proclamar.

En la mañana ardiente de Pentecostés, la profecía de esta universalidad de la Iglesia, impulsada por el Espíritu, se manifestó en el milagro de aquel discurso de Pedro y de los demás Apóstoles, que pudieron darse a entender en todas las lenguas. Hoy sucede lo mismo: no sólo formalmente, porque se ora a Cristo en todas las lenguas, sino, mucho más profundamente, porque Cristo desde hace dos mil años puede hablar al corazón del hombre de todos los tiempos y lugares.

Como Jesús revelaba la grandeza del destino de toda persona que encontraba, así la Iglesia desde hace dos mil años puede hablar al corazón de cada hombre y hacer vibrar en él el ímpetu del deseo de la felicidad, haciendo que "el hombre descubra al hombre", como solía repetir Juan Pablo II (cf. Redemptor hominis, n. 8). Estas son las aspiraciones de nuestro corazón humano, tan bien expresadas por san Pablo en su carta a los Romanos, que hemos escuchado en la segunda lectura, en la que nos recuerda que el Espíritu nos hace hijos de Dios, "y si somos hijos, también herederos:  herederos de Dios y coherederos de Cristo (...) para ser también con él glorificados" (Rm 8, 17).

La Iglesia habla al hombre como Jesús, porque él nos ha dado su Espíritu. Y lo hace a través de sus santos, que son  Jesús que habla hoy. Como comenta el teólogo ortodoxo Olivier Clément:  "Aunque el Espíritu no tiene un nombre propio, posee mil rostros... Sí, el reino de los rostros es el reino del Espíritu Santo" (cf. Con Jesús en compañía de Lucas, de M.D. Semeraro, EDB 2006, p. 79).

2. Dios también se nos ha manifestado a nosotros en nuestro tiempo, y ha comunicado aquí su Espíritu, porque sus Apóstoles nos lo han anunciado, en nuestras casas, en la sucesión viva e ininterrumpida que desde el Cenáculo de Jerusalén ha llegado hasta este pueblo que Dios ha amado con el corazón del pastor santo que hoy, con alegría inmensa, la Iglesia nos invita a llamar beato:  Carlos Liviero.

Amigo de Dios y profeta:  estos son los rasgos que destacan más en la fisonomía del beato Carlos, obispo de esta amada diócesis.

Amigo de Dios:  ¿qué son los santos sino amigos de Dios? Amigos porque lo conocen, lo aman, lo encuentran, lo siguen, comparten con él alegrías y esperanzas. La amistad exige reciprocidad y respuesta:  todo esto Carlos Liviero lo vivió en relación con su Dios con una profunda experiencia de comunión y amor, el amor al que exhorta el evangelio de esta solemne celebración:  "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14, 23).

Profeta:  Carlos no quiso tener sólo para sí esta experiencia con su Dios, sino que, obediente, se desprendió totalmente de sí mismo para enriquecer a muchos. Los enriqueció ante todo con la riqueza más grande que un hombre debe desear:  el Espíritu de Dios, que él comunicó en el anuncio evangélico incansable e incondicional. Enriqueció a sus hijos con el bien imperecedero, la vida eterna, a la que llevó con solicitud incansable y constante a los que Dios le había encomendado. Enriqueció a los pobres de pan, a los que no tenían fuerzas, a los que necesitaban ayuda, curación, atención, instrucción, explotando sus talentos con vistas a la edificación del reino de Dios.
3. Amigo de Dios y profeta de Dios, amigo de los hombres y profeta para los hombres:  así me agrada contemplar juntamente con vosotros al beato Carlos Liviero, acogiendo su mensaje, para que su beatificación de hoy sirva de ejemplo a todos.

Con todo, su vida se desarrolló hace ya muchos años, en un tiempo y en un mundo muy diversos de los actuales.

Nació el 29 de mayo de 1866 en Vicenza (Italia), en una tierra que conservaba aún todas las virtudes cristianas y humanas, y en una familia sencilla y modesta, pero que contribuyó en gran medida a su vocación sacerdotal.

Después de un breve período dedicado a la enseñanza, fue párroco primero en Gallio, provincia de Vicenza y diócesis de Padua, y luego en Agna. En ambas no sólo se dedicó con todas sus fuerzas al anuncio evangélico y a la santificación de los fieles; además, trabajó incansablemente por la promoción humana y el rescate social de los últimos y de los más pobres, necesitados y oprimidos. Fundó obras y asociaciones laicales, círculos juveniles, congregaciones de piedad y de fe, para restaurar la verdadera devoción, la moralidad común y la espiritualidad general.

Una labor tan fecunda no pasó desapercibida a los ojos de sus superiores, que vieron en él notables cualidades para ministerios más elevados.

El 6 de enero de 1910, san Pío X lo nombró obispo de Città di Castello. Llegó a este lugar sólo seis meses después, el tiempo necesario para superar los obstáculos que se interpusieron. La mayoría lo acogió más bien con frialdad; sólo pocos lo recibieron cordialmente. Pero no sucedió lo mismo al final de su misión, veintidós años después:  el día de su funeral, el 10 de julio de 1932, toda Città di Castello, la diócesis y las tierras vecinas, a las que había llegado el eco y los frutos de su heroico trabajo, lo despidieron con el llanto inconsolable de veinte mil personas.

4. En su primera carta pastoral, del 13 de junio de 1910, escribió:  "En el obispo encontraréis a un padre, un amigo, un hermano. Vendréis a mí y yo iré a vosotros:  nuestros corazones latirán al  unísono. Nos ayudaremos mutuamente; y si, como espero, me honráis con vuestra confianza, encontraréis en mí un alma abierta que a vosotros os proporcionará consuelo, y a mí gozo inefable".
En su primer pontifical en esta catedral, el 29 de junio de 1910, explicó así, con palabras sencillas y esenciales, lo que sería todo su programa pastoral:  "Salvar las almas a cualquier precio... Llevar las almas a Cristo. Esta es nuestra misión".

Ese es el proyecto principal, absoluto e imprescindible de todo pastor, de todo sacerdote; programa de ayer, de hoy y de siempre, como recordó el Santo Padre Benedicto XVI, durante su reciente viaje a Brasil, hablando a los obispos del continente latinoamericano, cuando dijo:  "Esta y no otra es la finalidad de la Iglesia:  la salvación de las almas, una a una" (Discurso a los obispos de Brasil, 11 de mayo de 2007, n. 2:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 10).

Carlos Liviero realizó esta labor aplicando el santo evangelio en su vida y entre su gente, respondiendo a sus necesidades  más urgentes:  a la necesidad de cielo, ante todo, y luego a la necesidad de pan, de salud, de educación, de defensa, de rescate, de paz, de comunión.
Comprendió bien que necesitaba la ayuda de sus sacerdotes, a cuya formación y atención dedicó los esfuerzos y la solicitud más generosos; en todas las ocasiones él, sacerdote entre los sacerdotes, ocupaba su lugar en el confesonario y celebraba con gran fervor el santo sacrificio de la misa.  Escribió:   "El sacerdote debe ser el Evangelio personificado, para que el pueblo, mirándolo a él, aprenda cómo debe vivir" (carta pastoral del 15 de marzo de 1911).

De este modo, también otros corazones generosos, a ejemplo del suyo y bajo su guía, comenzaron a sentir la urgencia de dedicar su vida al Corazón de Cristo. Así nació, en 1915, la congregación de las Pequeñas Esclavas del Sagrado Corazón, una congregación de "mujeres que se dediquen a todas las obras de caridad cristiana", como él prescribió.

Las amadas hijas de mons. Liviero —vosotras, queridas religiosas, que veo exultar de alegría por la gloria de vuestro fundador— sois la memoria viva de su obra, y la continuación en el mundo de su celo apostólico y caritativo.

Él quiso que os dedicarais en primer lugar a los niños de las familias hundidas en la miseria a causa de la guerra; luego, os llamó a compartir sus anhelos de padre en las parroquias para la catequesis, en las escuelas para la educación, en el trabajo para la formación de la mujer, entre la juventud para responder a sus inquietudes.... Hoy vuestra vida, según las indicaciones del beato Carlos Liviero, con fidelidad a vuestro carisma, os impulsa a muchas partes del mundo para llevar a Cristo a la humanidad extraviada en sus caminos y herida en sus fuerzas.

Hacia esta diócesis de Città di Castello el Señor ha dirigido benévolo su mirada, y a esta diócesis la Iglesia de Cristo mira hoy reconociendo entre sus pastores  la fuerza viva del Espíritu Santo.
El beato Carlos, hablando de sí mismo, escribió:  "El obispo no es más que una persona a quien Dios encomendó la custodia del rebaño:  verdadero pastor de las almas, que quiere llevar a todos a Jesucristo, y que por todos quiere comprometerse, trabajar, sacrificarse, si fuera necesario, a fin de que nadie se pierda" (carta pastoral del 6 de enero de 1915).

Un gran teólogo, bien conocido, Joseph Ratzinger, dijo:  "Para que la fe pueda crecer, debemos llevarnos a nosotros mismos y a los hombres... a encontrar a los santos" (cf. Intervención en el Meeting de Rímini del año 2002).

Hoy este amadísimo pueblo de Dios puede encontrar a un santo que está a su alcance; es totalmente vuestro. Que el beato Carlos os obtenga una vez más el don del Espíritu divino, para animar vuestras esperanzas, para inflamar vuestras expectativas y para llevarnos a todos hasta el puerto celestial, a la casa del Padre, donde viviremos con Cristo por los siglos de los siglos. Amén.

 

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