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CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

CONGRESO DE SALUD, VIDA Y FAMILIA
(MÉRIDA, YUCATÁN - MÉXICO, 2010)
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CONFERENCIA DEL CARDENAL ENNIO ANTONELLI,
PRESIDENTE DEL PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA

La Familia
primera escuela de humanidad, sociabilidad y vida cristiana

 

La familia institución del don

La civilización moderna occidental, a partir de la revolución industrial, se ha desarrollado en un sentido cada vez más individualista y ha provocado una fragmentación progresiva de la familia. De la familia patriarcal se ha pasado a la familia nuclear y ahora se están multiplicando las personas solas (en la Unión Europea son ya 55 millones, igual al 29% de las habitaciones con una persona, y se prevé que pronto llegarán al 40%; todavía más, algunas ciudades, como Milán, por motivos particulares, ya superan el 50%). En todas partes aumentan las separaciones y los divorcios; en muchos países aumenta el número de mujeres que elige tener hijos y vivir con ellos solas, sin la compañía de un hombre. Se difunde la ideología del género que niega la importancia de la diferencia de los sexos y favorece el ejercicio estéril y lúdico de la sexualidad. Se llega a considerar a la familia como un residuo histórico, destinado a desaparecer en un futuro próximo.

La economía de mercado ignora las exigencias de la familia; no se preocupa de armonizar el trabajo con la vida común de los cónyuges, con el cuidado y la educación de los hijos. Se piensa que los individuos solos son más funcionales a la organización y a la movilidad de las actividades productivas y más convenientes para el aumento del consumo. Se da publicidad al bienestar individual como si se tratara de un ideal de vida. La lógica del intercambio utilitario, que es legítima y necesaria en el mercado, invade también las relaciones entre las personas y las convierte en instrumentales y calculadas, en base a la propia utilidad. La relación hombre-mujer con frecuencia decae en una coincidencia de dos egoísmos, más o menos duradera, o incluso se convierte completamente en una mercancía a través de la prostitución. La familia se reduce a una suma de individuos que habitan en la misma casa durante cierto tiempo; a una convivencia motivada por intereses individuales convergentes, sin vínculos profundos, con o sin matrimonio, heterosexual u homosexual.

En cambio, cuando la familia es auténtica, se coloca en una lógica diversa de la del mercado; se coloca en la lógica del amor, que es deseo y don simultáneamente. Los otros se ven no sólo como un recurso del que se obtienen ventajas, sino también, y sobre todo, como un bien en sí mismo, como personas insustituibles, no intercambiables, sin precio y con un valor absoluto. Con la misma seriedad con que se quiere el propio bien, se quiere también el bien de los demás y se responsabiliza de su crecimiento humano integral, llevando el peso. Si existe una atención preferencial, es por los más débiles: los niños, los enfermos, los discapacitados, los ancianos. De esta forma se constituyen vínculos profundos de comunión entre las personas, respetando su libertad y valorando su originalidad. Se armonizan y se valoran especialmente las diferencias fundamentales del ser humano: la de los sexos (hombre –mujer) y la de las generaciones (padres-hijos).

La sexualidad es altruismo escrito en el alma y en el cuerpo, diferencia en la igualdad, en vista del don recíproco y de la comunión. El hombre y la mujer son ambos seres humanos, de igual dignidad, pero tienen también importantes diferencias. Son diversos en el cuerpo (órganos genitales, aspecto, rostro, voz). Ambos generan, pero de formas diversas: el hombre fuera de sí, la mujer dentro de sí. En coherencia con esta diferencia fundamental, tienen actitudes, intereses, inteligencia, deseos, caracteres diversos; comprenden, aman, comunican de forma diversa. Lo que es más espontáneo para uno, el otro debe comprometerse a aprenderlo: el hombre puede aprender de la mujer la acogida, su cuidado atento y delicado de las personas, la comprensión, la resistencia ante el dolor; la mujer puede aprender del hombre la iniciativa, la elaboración de proyectos, la seguridad, la autoridad, el sentido realista del límite. La diferencia en la igualdad no crea por sí misma discriminación, sino integración, intercambio, complementariedad, colaboración. Sobre todo cada uno da al otro el poder de procrear y de ser padre. El amor valora y armoniza las diferencias y las convierte en un don recíproco.

El amor no encierra a las personas en el propio yo; no proyecta el propio yo en los otros; sino que impulsa a salir de sí mismos, a buscar a los otros, a acoger su alteridad para aumentar tanto el propio bien como el de los demás. Tiene necesidad de igualdad y de diferencia; se mueve al mismo tiempo hacia la comunión y hacia la alteridad. El niño nace egocéntrico; el adolescente busca a los amigos de su sexo; el joven dirige su interés hacia el otro sexo; la pareja hombre-mujer se abre a los hijos. Se trata de un camino progresivo hacia la comunión y la alteridad, según dimensiones cada vez más amplias y ricas.

Así como el mercado es la institución del intercambio utilitario según justicia (por desgracia frecuentemente deformada por el pecado y el error), así la familia es la institución del don y de la reciprocidad entre las personas (desgraciadamente también ella deformada con frecuencia por el pecado y el error). Más precisamente, la familia es la institución del don recíproco total y de la comunión integral de vida. En ella el ser con y para el otro se sostiene en un compromiso incondicionado y en un proyecto sin límites de tiempo (el matrimonio); afecta a la vida en todas sus dimensiones, mientras en la amistad compromete sólo algunos aspectos de ella.

La relación sexual entre los esposos es la expresión corpórea propia y exclusiva de este don recíproco total. Tal gesto tiene dos significados inseparables: unitivo y procreativo. Al mismo tiempo que se donan uno a otro, los cónyuges se abren a una eventual y ulterior alteridad y a una unidad más profunda. El hijo, que nacerá de ellos, será su ser “una sola carne”, en sentido pleno y permanente. El amor los impulsa a trascender la situación presente hacia un más de vida y de bien.

El marido es un don para la mujer y viceversa; los padres son un don para los hijos y viceversa; los hermanos son un don el uno para el otro. Toda la familia es un don para la sociedad. Los cónyuges miran juntos hacia los hijos y más allá de los hijos y con ellos hacia la sociedad y hacia la Iglesia, hacia objetivos y proyectos compartidos. Unidad y apertura caracterizan no sólo la autenticidad del acto conyugal, sino también la autenticidad de la vida de la pareja y de la familia en todas sus dimensiones.

A pesar de ser lícito y hasta necesario buscar en los otros la propia utilidad, es, sin embargo, un grave desorden moral reducir la relación con ellos a la sola dimensión utilitaria. Se respeta la dignidad de las personas en la medida en que éstas se consideran un gran bien en sí mismas y se quiere sinceramente su bien. Sólo la lógica del amor y del don está a la altura de su dignidad. Por esto sólo la familia, institución del don total, es el ambiente adecuado para nacer y crecer. Sólo la familia unida y abierta es plenamente idónea para educar, para transmitir la fe cristiana, para desarrollar las virtudes sociales necesarias para la convivencia civil.

Es preciso tutelar la identidad natural de la familia, en cuanto sujeto social de interés público, ante otras formas de convivencia, que al no colocarse en la lógica del don total y de la valoración de las diferencias, no producen beneficios relevantes para la sociedad y que, por ello, deberían permanecer a nivel de hechos privados, correspondientes a deseos y elecciones individuales (sin olvidar, además, que, según la ética cristiana, el ejercicio del sexo es positivo sólo en el ámbito del matrimonio entre un hombre y una mujer). Es deseable, también, y es justo, un compromiso renovado, convencido y perseverante, para revalorar culturalmente la paternidad y la maternidad como dimensiones fundamentales de la maduración humana y de la felicidad de los hombres y de las mujeres, de su vocación a cooperar con Dios, creador y Padre.

La misión procreativa de la familia

Hoy, en diversas áreas geográficas, especialmente en Europa, se asiste a una preocupante crisis demográfica; el índice medio de fecundidad ha bajado mucho y se ha colocado por debajo de la cuota de recambio generacional, que es de 2,1 hijos por mujer. Se presenta un rápido envejecimiento de la población con pesadas consecuencias económicas, sociales y culturales. Los ancianos, por encima de los 65 años, pronto llegarán a ser la tercera parte de la población; aumentarán grandemente los gastos de las pensiones, de la sanidad, de la asistencia, mientras disminuirán las fuerzas productivas. Se va al encuentro del final de la sociedad del bienestar y al derrumbamiento del Estado social.

El equilibrio demográfico es necesario para el desarrollo de un pueblo. La Iglesia enseña que la conducta ética y socialmente correcta que se ha de tener es la procreación generosa y responsable. También recientemente Benedicto XVI ha reafirmado, en la encíclica Caritas in Veritate, que “La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica” (n. 44). Esta afirmación se refiere también a aquellos países, como México, que, aunque todavía se encuentran ligeramente por arriba del umbral del recambio generacional, tienden peligrosamente a una rápida disminución de los nacimientos.

Hoy, la procreación humana está amenazada también en su dignidad. A causa del desarrollo de las biotecnologías y de las neurociencias, la ideología cientificista tiende a reducir al hombre a su dimensión biológica, a lo que es verificable con el método experimental. Se ignora al sujeto que es autoconsciente y libre, espiritual además de corpóreo, individual e irrepetible, abierto con la inteligencia y con el deseo a toda la realidad, en relación con los otros sujetos. Parece que la persona se eclipsa y que pierde su originalidad inconfundible. Se convierte así en un objeto que se puede producir artificialmente, manipulado con las técnicas biotecnológicas, poseído, intercambiado, instrumentalizado para intereses económicos, e incluso destruido con el aborto y la eutanasia.

En muchos países el aborto ha sido legalizado bajo el falso argumento de que se trata de un mal que debe ser tolerado para evitar otros males; y actualmente se intenta que el aborto sea reconocido como un derecho de la mujer y, por tanto, implícitamente, como un bien. Del lado opuesto se reivindica también el "derecho" a tener un hijo a cualquier costo, incluso por parte de la mujer soltera ignorando el derecho prioritario de los niños a tener un padre y una madre y a nacer de su amor. Hace algún tiempo, los periódicos estuvieron hablando de dos bancos de semen, con sede central en Dinamarca, que ofrecen a las mujeres la posibilidad de comprar on line esperma masculino eligiendo al donador ampliamente publicitado: raza y nacionalidad, color del cabello, de los ojos y de la piel, espléndida bronceadura, físico esbelto y atlético (altura m. 1.92; peso Kg. 75; pulsaciones del corazón 52); profesionista de éxito, elevada inteligencia de tipo científico, preferencia por los coches deportivos; abuela longeva muerta a 91 años. El esperma se envía al médico de confianza de la mujer compradora o a la clínica donde se realizará la fecundación artificial. Se paga con tarjeta de crédito y el valor es de 275 a 250 euros, según los casos, más 300 euros para el envío en un recipiente con hidrógeno en seco y 75 euros, si se desea también la foto y la grabación de la voz del donante. Desde 1991 hasta el 2008 la mayor de los dos bancos, de nombre Cryos, habría realizado 12 mil embarazos. La degeneración moral de este tipo de comercio no puede no impresionar.

La Iglesia aprueba y alienta el progreso de la ciencia y de la técnica; se complace de sus éxitos. Pero pide que se pongan a disposición de la persona humana, de su vida y de su desarrollo integral y que no se empleen para manipular y usar al ser humano para objetivos diversos de él mismo. El criterio que se ha de seguir no es el utilitarista, sino el personalista, porque, como enseña el Concilio Vaticano II, todas las realidades terrenas y todas las actividades deben tener como fin la persona humana, como su “centro y cumbre” (Gaudium et Spes, 22).

Con fecha 8 de septiembre de 2008, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una instrucción sobre algunas cuestiones de bioética. El mismo título del documento Dignitas personae, la dignidad de la persona, indica el criterio fundamental que debe guiar el discernimiento y el juicio ético sobre las modernas biotecnologías, que hoy están en continuo y rápido desarrollo, y que afectan no sólo a los investigadores y a los médicos, sino también a la opinión pública, a los políticos y a las asambleas legislativas. Estas se han de emplear solamente a servicio de la persona, para curar las enfermedades y aliviar los sufrimientos, según la tradición secular de las artes médicas.

El respeto de la dignidad de las personas se debe extender al embrión humano desde el primer instante de su concepción (DP. n.4), porque no existe ninguna razón científica o filosófica absolutamente cierta para negar que el embrión sea persona ya desde el primer instante. Al menos es el principio de precaución el que impone tratarlo como persona (DP. n. 30). Lo afirmaba ya Juan Pablo II en la Evangelium Vitae: “Bastaría la sola probabilidad de estar ante una persona para justificar la más neta prohibición de cualquier intervención que tienda a suprimir el embrión humano” (EV. n. 30).

Basándose en el gran Sí que se debe a la dignidad de la persona y a la vida humana inocente, el documento pronuncia algunos sí y algunos no en el ámbito de la procreación humana y en el ámbito de la ingeniería genética.

La procreación de una persona puede suceder dignamente sólo a través del acto conyugal, que objetivamente se configura como don y acogida, es decir, como gesto de amor, entre los cónyuges y hacia el hijo. La técnica puede intervenir lícitamente sólo como ayuda al acto conyugal, sin sustituirlo. Están permitidas, pues, las curas hormonales de la infertilidad masculina y la apertura quirúrgica de las trompas de la mujer. En cambio, no es lícito éticamente todo lo que queda fuera de la lógica del amor y se configura como producción, posesión, uso instrumental. No, pues, a la inseminación artificial heteróloga, a la fecundación in vitro, a la crioconservación de embriones, a la selección genética de embriones, a toda forma de aborto. Es legítimo el deseo de tener un hijo, pero no existe derecho a tenerlo, como si fuese un objeto de propiedad, así como no existe ningún derecho a evitarlo absolutamente y a cualquier precio.

Por lo que se refiere a la ingeniería genética, ésta debe respetar y servir siempre la vida humana. Por esto, sí a la investigación y a la terapia con células estaminales adultas y a la terapia génica somática; no, en cambio, a la investigación y a la terapia con células estaminales embrionarias; no a la experimentación con embriones humanos; no a la clonación humana y a la clonación híbrida.

La enseñanza de la Iglesia sobre temas de bioética se dirige sobre todo a la conciencia de los cónyuges cristianos. La familia está llamada a ser el santuario de la vida y la primera en custodiar su sacralidad. Debe comprometerse a promover el respeto de la dignidad de toda persona; con su testimonio y, en cuanto sea posible, también con su iniciativa en el campo social, cultural y político.

 

La misión educadora de la familia

El Santo Padre Benedicto XVI, en una carta a la ciudad y a la diócesis de Roma (21 de enero de 2008) habló de “emergencia educativa”. Su preocupación se dirigía en primer lugar a la población de la ciudad eterna; pero se extendía también a la de tantas otras ciudades  de todo el mundo.

La crisis de la educación llama en causa la responsabilidad de la sociedad en su conjunto, y la de la escuela, de los medios de comunicación y de las comunidades eclesiales; pero en particular la responsabilidad de las familias: la prioridad que se da al trabajo, a la carrera, a la diversión, en vez de al cuidado de los hijos; la ausencia de la figura paterna; la creciente ausencia también de la madre; la falta de fuertes convicciones éticas y religiosas; la actitud permisiva; el desacuerdo entre los padres; los traumas causados por separaciones, divorcios, violencias domésticas. Aunque acomodados económicamente, muchos jóvenes crecen pobres en ideales y en esperanza, espiritualmente vacíos, ya que sólo les interesa la afición deportiva, las canciones de éxito, la ropa de firma, los viajes publicitados, las emociones del sexo. La única virtud en la que demuestran creer es la así llamada “autenticidad” que de hecho significa espontaneísmo, y narcisismo. Con frecuencia para salir del aburrimiento y de la inseguridad, se reúnen en grupos y se hacen transgresivos: prepotencia juvenil, vandalismo, droga, robos, delitos.

La separación de los padres se revela cada vez más devastadora para la educación de los hijos. Los niños tienen necesidad de habitar y vivir con ambos padres. La unidad y la estabilidad de la pareja es el don y la ayuda más grande que se les puede dar. Los niños no quieren ser amados por dos padres que no se aman; no quieren dos amores paralelos. Tienen necesidad, por decirlo así, de un amor triangular, en el que los padres están, sobre todo, unidos entre sí y juntos cuidan de los hijos.

La mayor parte de los hijos de padres separados, aproximadamente los ¾, después del sufrimiento de los primeros años, se estabilizan y entran de nuevo en la media de los índices de adaptación y rendimiento de los demás muchachos. Pero el 25% continúa presentando problemas, psicológicos, escolásticos y sociales, en términos medios el doble de los hijos de padres unidos. En Francia, el 80% de los hospitalizados en centros psiquiatricos y el 50% de los toxicómanos está integrado por hijos de padres separados.

En las separaciones, en el 85% de los casos los hijos permanecen con la madre y muchos de ellos, aproximadamente el 25%, después de dos años, pierden el contacto con el padre. Según los estudios psicológicos y sociológicos, la ausencia del padre durante su infancia y adolescencia los expone a varios riesgos: narcisismo, por lo cual les falta el sentido del límite y quieren todo y enseguida; depresión, ansia y escasa autoestima; pasividad y falta de proyectos, dependencia de la opinión de los demás, de la TV y de Internet, del consumo del alcohol y de la droga, de cosas altamente publicitadas; sentido de impotencia, rabia, agresividad, violencia. En Estados Unidos los jóvenes que han crecido sin la figura paterna son el 90% de los que no tienen un domicilio conocido, el 72% de los homicidas, el 60% de los violadores y el 85% de los que están en la cárcel.

La no-familia produce degradación ética y disgregación social. La familia sana produce bienes relacionales, cohesión social, desarrollo y bienestar económico

La familia tiene la posibilidad de educar de forma propia e insustituible, basándose en un clima de amor y de confianza recíproca, con el testimonio y el ejemplo, en la experiencia vivida y el ejercicio cotidiano. Por esto, los valores humanos y las normas éticas, la transmisión de la fe y la propuesta de la vida cristiana, no permanecen enseñanzas teóricas, no se viven como una imposición, sino que se interiorizan y asimilan como exigencias vitales de crecimiento personal. De esta forma se aprenden las dinámicas fundamentales de la humanidad auténtica: ser amados y amar, bien personal y bien común, libertad y solidaridad, gestión racional de los sentimientos y superación de las dificultades.

Todos los miembros de la familia se educan recíprocamente. Los cónyuges se educan mutuamente; los padres educan a los hijos y también los hijos educan a los padres. Sin embargo, es peculiar la responsabilidad de los padres hacia los hijos. Una buena relación educativa comporta ternura y afecto, disciplina y autoridad. Es importante que los padres cultiven el diálogo con los hijos; que sean afectuosos y generosos, sin ser permisivos; que sean exigentes y tengan autoridad, sin ser duros; que se mantengan coherentes y concordes en los comportamientos y en las reglas que se han de hacer observar; que sepan decir sí o no en el momento oportuno. No basta dar a los hijos bienestar y afecto. Es preciso un acompañamiento atento e inteligente que los ayude a superar el narcisismo infantil, a abrirse a los demás, a afrontar los desafíos de la realidad y las pruebas de la vida, a desarrollar una personalidad equilibrada, sólida y confiable, constructiva y creadora.

La familia, en la medida en que es auténtica, en la medida en que está unida y abierta, alimenta en todos sus miembros muchas virtudes, preciosas para las personas y para la sociedad. La dinámica del amor-don hace madurar la conciencia y el respeto de la dignidad de toda persona, la confianza en sí mismo, en los otros y en las instituciones, la responsabilidad ética del bien propio y del de los demás, la sinceridad, la fidelidad, la generosidad, el compartir, la creatividad, la elaboración de proyectos, la sobriedad en el consumo y la tendencia al ahorro, la laboriosidad, la colaboración, el apoyo a los más débiles, la entrega hasta el sacrificio. Es vocación de la familia ser germen, modelo, construcción ejemplar de la sociabilidad humana.

 

La familia sujeto de evangelización

“La agonía de la familia es la agonía del cristianismo” (Miguel De Unamuno). En la sociedad moderna, la crisis de la familia y el proceso de descristianización caminan al mismo paso con una múltiple interacción entre ambos fenómenos. Por el contrario, desde siempre y en todas partes, se observa en la historia que el cristianismo refuerza a la familia, y la familia cristiana es la principal vía de transmisión de la fe.

En los primeros siglos, el Evangelio pasaba de forma espontánea de persona a persona, de la mujer al marido y viceversa; de los padres a los hijos y viceversa; del esclavo al patrón y viceversa; se difundía de casa en casa, de ambiente en ambiente, de ciudad en ciudad, a pesar de las persecuciones. También hoy, en un mundo secularizado, el apostolado personal y familiar es el más capilar, el más eficaz y persuasivo.

Evangelizar es transmitir a los otros el amor de Cristo a través de la fe profesada y testimoniada. En concreto y en sentido propio, no evangeliza realmente el hombre simplemente honesto, el bautizado que se ha alejado de la Iglesia, el practicante conformista respecto al mundo; sino sólo el cristiano que vive la experiencia de una relación sincera y vital con el Señor Jesucristo (escucha de la Palabra, Eucaristía, oración, compromiso permanente de conversión, vida nueva según el Espíritu), y que de Cristo recibe “un algo más” de esperanza, “un algo más” de significado y de valor para las personas y para la vida en sus diversas dimensiones, “un algo más” de luz para el discernimiento, “un algo más” de energía y de alegría para responsabilizarse de los otros y llevar la cruz de cada día. Éste transmite a los otros el amor de Cristo, manifiesta su presencia, permite a Cristo encontrar y atraer hacia sí a las personas.

Análogamente, en sentido propio y creíble, no evangeliza la familia simplemente respetable, no lo hace la familia practicante pero alineada con los modos de pensar y de actuar secularizados; sino la familia que vive una espiritualidad cristocéntrica, trinitaria, bíblica, eucarística, eclesial, laical, es decir, secular, encarnada en las realidades terrenas, en las múltiples relaciones y actividades de cada día; la familia que vive el amor como don y comunión, como participación en la alianza nupcial de Cristo con la Iglesia, como reflejo de la comunión trinitaria de las personas divinas y anticipación de la fiesta nupcial en la eternidad. “Los desafíos y las esperanzas que está viviendo la familia cristiana – afirma Juan Pablo II – exigen que un número cada vez mayor de familias descubran y pongan en práctica una sólida espiritualidad familiar en la trama cotidiana de la propia existencia” (Discurso a las familias, 12.10.1980).

Es preciso, pues, responsabilizar y animar a las familias, comenzando por las practicantes, a crecer en la espiritualidad y en el testimonio evangélico. Hoy, más que nunca, es necesario un cristianismo místico, fraterno, misionero; se necesitan cristianos que acojan en sí mismos, vivan y transmitan a los otros el amor de Cristo, con el comportamiento, la palabra y las obras. No importa que pertenezcan a las minorías, basta que sean auténticos. Pocos pueden colaborar con Cristo en la salvación de todos. Decía Pablo VI que no se debe tener miedo a la noche mientras permanecen fuegos encendidos que iluminan y calientan. Por su parte, Benedicto XVI ha afirmado repetidamente que son las “minorías creativas” las que hacen la historia. Y podemos ver una confirmación de esto en los movimientos y en las nuevas comunidades eclesiales que el Espíritu Santo ha suscitado como respuesta a las necesidades de nuestro tiempo.

La familia puede evangelizar, en primer lugar, en su casa mediante la oración y la escucha en común de la Palabra de Dios, el diálogo, la experiencia concreta de la comunión, la edificación mutua, la catequesis familiar (cfr. Juan Pablo II, Cat. Trad., 68). Puede evangelizar en su ambiente mediante las relaciones con los vecinos, los parientes, los amigos, los colegas de trabajo, la escuela, los compañeros de deportes y de diversión, y otros referentes sociales. Puede evangelizar en la parroquia mediante su fiel participación en la misa dominical, mediante su colaboración sistemática en el camino catequístico de los hijos y su inserción en las actividades formativas, caritativas y recreativas; mediante su participación en encuentros de familias, en grupos, movimientos y asociaciones, mediante la animación de itinerarios de educación de los jóvenes al amor y de la preparación de los novios al matrimonio; mediante la cercanía a las familias en dificultad (cfr. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 71)

La pastoral diocesana y parroquial debería considerar una prioridad la formación y valoración de la familia como sujeto de evangelización. Las líneas de acción en las que podría moverse son las siguientes: promoción de itinerarios prolongados de fe y vida cristiana para la preparación al matrimonio (como un catecumenado); promoción de la oración en familia con subsidios adecuados para escuchar y vivir la Palabra de Dios; promoción de encuentros entre las familias para construir una red de solidaridad, humana y espiritualmente significativa; promoción de pequeñas comunidades familiares de evangelización; aprecio y difusión de los movimientos y de las nuevas comunidades eclesiales, que contribuyen grandemente a la formación cristiana, al apostolado y a la misma pastoral ordinaria; implicación de las familias en el camino de iniciación cristiana de los hijos desde el bautismo hasta la confirmación y la comunión eucarística.

“La familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia que participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos, en virtud del sacramento, «poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida». Por eso no sólo «reciben» el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad «salvada», sino que están también llamados a «transmitir» a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora». (Juan Pablo II Familiaris Consortio, 49).

 

El compromiso civil de las familias

Las familias fundadas en el matrimonio, cumpliendo su misión procreadora y educadora, producen muchos bienes para la sociedad. Por esto tienen derecho a un adecuado sostén jurídico, económico y cultural. Ellas mismas deben movilizarse para construir una sociedad amiga de las familias, según la exhortación de Juan Pablo II: “Las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser protagonistas de la llamada política familiar, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (Familiaris Consortio, 44).

Por parte de la Iglesia, es necesario que la acción pastoral a diversos niveles (nacional, diocesano, parroquial), motive fuertemente las familias a adherir en masa a las asociaciones familiares de compromiso civil inspirado cristianamente, para que tengan peso en la opinión pública y en la política. Y antes, incluso, si no existieran, sería necesario promover el nacimiento de dichas asociaciones.

Las asociaciones pueden desarrollar una actividad multiforme: animación cultural en las escuelas, en las parroquias, en las diócesis, en los medios de comunicación (prensa, radio, televisión, internet); organización de grandes acontecimientos con amplia repercusión en la opinión pública; proyectos y experiencias piloto para una ciudad amiga de las familias; presión sobre los responsables de las instituciones municipales, regionales, nacionales e internacionales, a favor de una administración y una política favorables a la familia; promoción de encuentros de estudio y de propuesta; control de las actividades parlamentarias; formación de líderes políticos y operadores de la comunicación y de la cultura, motivados y competentes.

 Las asociaciones, en cuanto sea posible, han de asumir una actitud de diálogo constructivo con los adversarios ideológicos y políticos. Los católicos comparten los auténticos valores modernos, como la igualdad de las mujeres, la libertad de pensamiento, de palabra y de religión, la laicidad del Estado, entendida como respeto y valoración del pluralismo religioso y cultural, presente en la sociedad civil. No confunden, sin embargo, los derechos humanos, que son bienes objetivos, con los deseos subjetivos de los individuos: los deseos no se convierten automáticamente en derechos por el solo hecho de ser deseos.

Es preciso privilegiar la estrategia de la propuesta, tratando de prevenir las elecciones equivocadas, para no tener que combatirlas después para poderlas revocar. Es necesario mostrar el fundamento de las posiciones que se asumen, motivándolas sobre todo con el lenguaje de los hechos, que es más persuasivo que el de las ideas. De numerosas investigaciones sociológicas, realizadas en diversos países, resulta que la familia natural, aunque no se haya logrado perfectamente, ofrece a la sociedad muchos más beneficios y muchos menos daños que las familias disgregadas por el divorcio, que las familias monoparentales, las familias reconstruidas, las convivencias de hecho, las uniones homosexuales. Estudiando atentamente los datos estadísticos ya existentes y recogiendo otros nuevos, se puede interpelar eficazmente a la opinión pública y a las clases dirigentes.

No faltan temas actuales de debate que tratar. Se podría intentar hacer una lista a modo de ejemplo: apoyo económico a las familias numerosas; imposición fiscal, justa y proporcionada a la carga familiar; prevención del aborto mediante medidas de apoyo a la maternidad, de tal forma que se ofrezca a las mujeres una concreta alternativa; reconocimiento legal de la objeción de conciencia de los operadores de la salud y de los farmacéuticos a favor de la vida y contra el aborto; fuerte oposición a los intentos de introducir en la legislación el derecho al aborto, que, en este caso, perdería su configuración de mal tolerado; tutela del derecho de los niños a tener un padre y una madre y a crecer con los padres; incentivos a la estabilidad de la pareja contra el divorcio; conciliación de las exigencias de la maternidad (y paternidad) con las del trabajo; derecho de los padres a elegir la escuela para sus hijos sin gravámenes económicos que los dañen; re-unión de las familias de los emigrantes; prohibición a las parejas homosexuales y a las personas solteras de adoptar niños, en nombre del derecho de éstos de tener un padre y una madre. Estos y otros importantes temas esperan la acción inteligente, firme, perseverante, de las asociaciones familiares.

En síntesis, tanto en el campo eclesial como en el civil, es necesario desarrollar un compromiso por y con las familias. Compromiso arduo, pero necesario, porque el futuro de la Iglesia y de la civilización (también de la noble nación mexicana) pasa a través de la familia.

 

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