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INTERVENCIÓN DEL CARDENAL RENATO RAFFAELE MARTINO
EN LA XL SEMANA SOCIAL DE ESPAÑA
(TOLEDO 2-5 DE NOVIEMBRE DE 2006)


 Jueves 2 de noviembre de 2006

 

Premisa

Expreso mi sincero agradecimiento a los responsables de la XL Semana social de España por la amable invitación que me hicieron para tener esta lección inaugural sobre el tema:  "Los derechos humanos, fundamento para la construcción de una cultura universal". Asimismo me congratulo con vosotros por esta significativa iniciativa, promovida para profundizar el tema:  "Propuestas cristianas para una cultura de la convivencia".

Al afrontar el tema que se me propuso haré referencia al Compendio de la doctrina social de la Iglesia, ya ampliamente difundido y utilizado también en España gracias al impulso de los obispos y de la Conferencia episcopal. Con respecto al tema de esta lección, me detendré, en particular, para evidenciar la parte del Compendio que nos puede orientar hacia una mejor comprensión del valor de los derechos fundamentales de la persona en el ámbito de las exigencias que están vinculadas con el anuncio del Evangelio en la sociedad de nuestro tiempo.

Permítanme expresar mi satisfacción por participar en esta XL Semana social, organizada para celebrar el centenario de una iniciativa que ha caracterizado y orientado al movimiento de los católicos españoles en su compleja y articulada historia de presencia en las realidades socioeconómica y sociopolítica de su país.

Con su venerable edad, las Semanas sociales de España siguen siendo un instrumento muy importante para el presente y el futuro de los católicos de este país, un instrumento que debe ser valorado plenamente para afrontar de la mejor manera los múltiples problemas sociales, económicos y políticos que nuestro tiempo presenta a la conciencia cristiana, dando a ellos respuestas culturales y políticas adecuadas, inspiradas en el Evangelio y la doctrina social de la Iglesia. El Compendio sostiene su valor con estas significativas palabras:  "Las "Semanas sociales" de los católicos representan un importante ejemplo de institución formativa que el Magisterio siempre ha animado. Estas constituyen un lugar cualificado de expresión y crecimiento de los fieles laicos, capaz de promover, a alto nivel, su contribución específica a la renovación del orden temporal. La iniciativa, experimentada desde hace muchos años en diversos países, es un verdadero taller cultural en el que se comunican y se confrontan reflexiones y experiencias, se estudian los problemas emergentes y se descubren nuevas orientaciones operativas" (n. 532).

Teniendo en la debida consideración las actuales preocupaciones pastorales de la Iglesia, con el instrumento de las Semanas sociales los católicos españoles podrán ofrecer su valiosa contribución para mantener vivas las raíces cristianas de España, mostrando la fecundidad cultural del cristianismo, sin renunciar al necesario rol público que la fe cristiana debe jugar como fermento en la historia del país.

Al deber afrontar el tema de los derechos humanos, me parece importante y necesario tener plena conciencia que estos, en el momento presente, se inscriben dentro de una problemática más amplia:  considero que en el centro de esta problemática se deba colocar la difícil relación entre técnica y ética. La humanidad moderna va dividiéndose cada vez más sobre la relación entre técnica y ética:  serán estos los dos nuevos bloques del futuro.

Ejemplificando, esta gran división se puede expresar también de la siguiente manera:  existe quien considera que la libertad de hacer se deba fundamentar sobre algo diverso de sí misma, en definitiva sobre la dignidad de la persona humana. Este es su fundamento y, por lo tanto, también su límite; existe, por el contrario, quien considera que la libertad de hacer tenga una dignidad en sí misma, que sea esta la que fundamenta la dignidad de la persona humana.

En efecto, una visión de la técnica separada de la ética hace del hombre un producto histórico, cultural y artificial, truncando el nexo con la naturaleza, con la tradición y con la creación. Desde esta perspectiva, el hombre deja de ser un proyecto y se convierte en algo proyectado. El hombre no tiene ya deberes, sino sólo derechos. Nace así el absolutismo del "prohibido prohibir". El terrorismo, una concepción técnica de la política, la laicidad entendida como lugar neutro de valores y de absolutos, la democracia como procedimiento, la financiarización de la economía, el relativismo de las culturas, la tecnificación del derecho y de los derechos humanos, son nuevos absolutos negativos en cuanto que absolutizan la técnica. Tales absolutos se afirman conjuntamente con la voluntad de echar a Dios fuera del corazón del hombre. Todo esto tiene una gran relevancia, y por esto cada vez más la cuestión antropológica —y en ella las cuestiones inherentes a los derechos humanos— es hoy la cuestión social por excelencia.

Hablando aún de premisas, es necesario afrontar la cuestión —surgida hoy desde diversas partes—, sobre la legitimidad de una intervención de la Iglesia en las cuestiones sociales. Ante una mal entendida laicidad, según la cual la fe no debería entrar en la vida pública porque esta es de todos, el Compendio reafirma que la Iglesia se ocupa y preocupa no tanto de las técnicas mediante las cuales se resuelven los problemas vinculados con la cuestión social, cuanto de la persona humana en todas sus dimensiones, y que la Iglesia conoce en su estructura definitiva, la que Dios mismo ha establecido. El "más" que la Iglesia conoce gracias a la Revelación de Dios y al paradigma de lo humano constituido por Jesucristo, se vuelve criterio de valoración de las praxis sociales y políticas, y se vuelve también criterio de orientación de las praxis mismas. En último análisis, se procede con la convicción —sobre la cual se sostiene todo el Compendio— de que, en virtud de la Revelación de Dios, nadie conoce la verdad sobre la persona humana como la Iglesia y, por lo tanto, nadie está en condiciones de defenderla como la Iglesia:  la doctrina social tiene este objetivo fundamental (cf. n. 75).

Derechos humanos:  una perspectiva histórica

En materia de derechos humanos, el Magisterio social ha ofrecido contribuciones bastante importantes, contribuciones utilísimas para orientar el itinerario de los católicos en una dirección que sea plenamente respetuosa de la dignidad y de la plena verdad de la persona humana. De la atenta consideración de estas contribuciones magisteriales, orgánicamente expuestas en el Compendio, se puede fácilmente recavar la conciencia que, a través de la historia de la Iglesia, existe una larga tradición cristiana de los derechos de la persona. Al respecto, ¿cómo no recordar a fray Bartolomé de Las Casas y a Francisco de Vitoria, que elaboraron "una doctrina actualizada sobre la persona y sus derechos fundamentales"? [1].

El itinerario histórico de la tradición cristiana de los derechos humanos no ha sido un itinerario pacífico. En efecto, por parte del Magisterio han existido también muchas reservas y condenas frente a la afirmación de los derechos humanos en la línea de la Revolución francesa; pero estas reservas, manifestadas repetidamente por los Pontífices, especialmente en el siglo XIX, se debían al hecho de que estos derechos se proponían y afirmaban contra la libertad de la Iglesia, en una perspectiva inspirada por el liberalismo y el laicismo. El individualismo dominante hacía que la reivindicación de los derechos del hombre se transformase en afirmación de los derechos del individuo más que de la persona, es decir, del ser humano separado de la dimensión social y privado de trascendencia. Tal es la imagen del hombre considerado como la medida de todas las cosas, creador absoluto de la ley moral, consignado a un destino de pura inmanencia. Sin embargo, el Magisterio apreció de modo sustancialmente positivo la Declaración universal de los derechos del hombre adoptada por la Asamblea general de las Naciones Unidas en 1948 [2].

El fundamento de los derechos

La primera gran cuestión que el Compendio afronta en materia de derechos humanos es la relacionada con su fundamento teológico y ético, cuestión que trata específicamente en el número 153, donde se afirma que "la raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano [3]. Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación, muerte y resurrección" [4].

El hombre ha sido constituido hijo de Dios en el Hijo unigénito. Su capacidad de buscar y realizar la verdad y el bien está enriquecida y sostenida por la apertura a la Verdad y al Bien absoluto de Jesucristo, a su Espíritu de amor, a su comunión con Dios. La dignidad humana, que es igual en toda persona, es, por lo tanto, la razón última por la cual los derechos pueden ser reivindicados con mayor fuerza para sí mismos y para los demás. Todos los seres humanos pueden legítimamente reivindicarlos, ante todo porque son hijos de un mismo y único Padre, no ya por razón de su pertenencia étnica, racial y cultural.

En la visión católica, por lo tanto, una correcta interpretación y una eficaz tutela de los derechos, dependen de una antropología que abarca todas las dimensiones constitutivas de la persona humana. En esta perspectiva, la tendencia —favorecida hoy con varios pretextos— a entender los derechos únicamente como instrumentos que tutelan la esfera de autonomía del individuo con respecto al Estado, ha de considerarse como una deriva. Por el contrario, el conjunto de los derechos del hombre debe corresponder a la sustancia de la dignidad de la persona. Estos derechos deben referirse a la satisfacción de sus necesidades esenciales, al ejercicio de sus libertades, a sus relaciones con las demás personas y con Dios [5].

La referencia a la persona humana, a su ser integral, obliga a encontrar la fuente última de los derechos humanos —más allá de la mera voluntad de los seres humanos [6], de la realidad estatal y de los poderes públicos mundiales—, en el hombre y en Dios, su Creador. Los derechos, al pertenecer originaria e intrínsecamente a las personas, son por ello naturales e inalienables [7]. Esto excluye que puedan ser adquiridos por iniciativa propia o de otros, o que puedan ser conferidos o colocados desde fuera.

Esto no significa, de ninguna manera, considerar al sujeto de los derechos fuera de la dimensión política o disminuir el rol de los Estados con respecto a los derechos humanos. Estos derechos presuponen, en efecto, un orden político —nacional e internacional— que tiene el deber de reconocerlos, respetarlos, tutelarlos y promoverlos. En este contexto los derechos son jurídicamente reivindicables:  su encuadramiento en el derecho constitucional es la vía normal para que sean definidos sus contenidos reales y se vuelvan exigibles de manera concreta.

Este proceso pone de relieve la importancia de la conciencia social para la afirmación, defensa y promoción de los derechos humanos. Dado que estos derechos representan valores morales fundamentales y universales, la conciencia social no puede dejar de reconocerlos y acogerlos. No hay que olvidar, además, que esta conciencia, como la razón, no está en condiciones de penetrar toda la verdad ni de formular un juicio siempre recto, excepto del error [8]. La traducción y especificación de los derechos en los diversos ordenamientos jurídicos, en efecto, no es perfecta siempre. La distancia efectiva entre su institucionalización y su existencia originaria en la persona podrá ser disminuida sólo a través de nuevas comprensiones y mediaciones históricas. Estas encuentran su vigor moral en la referencia a la verdad integral de la persona, a la luz de la cual se pueden discernir los derechos verdaderos de los ficticios y juzgar sus diversas formulaciones y actuaciones como conformes o no a la dignidad humana. Es necesario, por lo tanto, afinar y educar la conciencia para percibir los valores fundamentales, reforzarla así para liberarla de influjos y condicionamientos negativos y de cualquier forma  de  distorsión de la verdad [9].

Indivisibilidad y diversidad de los derechos

En la perspectiva propia del Compendio, los diversos derechos deben reflejar la unidad estructural de la persona, por lo cual los derechos del espíritu, "los derechos objetivos del espíritu", asumen una relevancia particular [10]. En efecto, a la luz de los valores espirituales y de la relación con Dios, son definidos plenamente el significado de la existencia, tanto en el ámbito personal como en el social, así como el modo de servirse de los bienes terrenos y materiales. Esta es la razón fundamental por la que es necesario tutelar el derecho a la libertad religiosa, que representa la fuente y síntesis de los derechos humanos, su verdadero "corazón".

Por un lado, este derecho puede considerarse fuente de los demás derechos porque la persona humana, en su apertura a Dios y en la comunión con él, realiza y acrecienta —de la forma más elevada— su libertad y su responsabilidad, es decir, la dignidad que es el fundamento mismo de los derechos. Por otro lado, la libertad religiosa expresa una síntesis de los demás derechos humanos [11], en cuanto consiente al hombre dar el sentido integral y último a toda su vida y hacia este orientarla.

El Compendio percibe otra distinción entre los derechos, que se establece según su importancia con relación a la existencia y al crecimiento de toda persona. Está sobre todo el derecho a la vida, desde el momento de su concepción hasta su fin natural, un derecho primordial respecto a los otros, porque es condición para su ejercicio [12].

Vinculados con este derecho originario están el derecho a la integridad física, el derecho a los medios indispensables y suficientes para un tenor de vida digno, el derecho a la seguridad, el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión[13].

El derecho al desarrollo integral [14] y el derecho al uso de los bienes que especifican el derecho a la vida son prioritarios con respecto a los otros derechos, incluido el derecho a la propiedad [15]. Lo cual quiere decir que la actuación práctica de estos últimos no debe contrastar la realización del destino universal de los bienes y debe ser una concretización particular del derecho al uso de los bienes [16].

Las culturas marcadas por el eficientismo, el materialismo práctico, el individualismo utilitarista y hedonista, derivadas en último análisis del escepticismo en los fundamentos del saber y de la ética [17], ponen en peligro el entero corpus de los derechos. Sobre la base de culturas semejantes —que no tienen ya una visión integral del hombre como punto de referencia— la misma tutela jurídica de los derechos se pone radicalmente en discusión y se vacía de contenido.

Debemos ser muy conscientes de que el reconocimiento parcial de los derechos, hacia el cual inducen antropologías inadecuadas, compromete el destino de las democracias contemporáneas. Por lo tanto, el respeto de la verdad integral del hombre se vuelve un imperativo moral para la cultura democrática de nuestro tiempo, en la que se ha difundido la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a registrar y recibir las convicciones de la mayoría [18]. El reconocimiento del fundamento objetivo de los derechos de la persona puede evitar a las comunidades políticas el peligro de caer en una praxis de poder o en la contingencia de una conciencia puramente histórica, con pactos sociales dependientes únicamente del criterio de la unanimidad, de la neutralidad o de la máxima utilidad colectiva.

La igualdad de los derechos y la opción por los pobres

El Compendio afirma que la igual dignidad de las personas impone la igualdad en el ejercicio de los derechos. En su potencialidad, estos son idénticos en todos los hombres; todos son titulares de los mismos derechos, por lo cual ninguna persona puede reivindicar una superioridad sobre las demás, por motivo de los derechos. Como todos los seres humanos son fundamentalmente iguales, así también el patrimonio de los derechos es igual en toda persona y en todas las personas. Los derechos, por lo tanto, son universales [19], están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de persona, lugar y tiempo.

Efectivamente, los derechos fundamentales pertenecen al ser humano en cuanto persona, a toda persona y a todas las personas, hombres y mujeres, ricos y pobres, sanos y enfermos.

La igualdad de los seres humanos y su dignidad trascendente exigen también la inviolabilidad de los derechos [20]; lo que pretendo para mí, no puedo dejar de reconocerlo para cualquier otro en la misma situación. Lo que puedo exigir del otro en nombre de mis derechos, lo puedo exigir también para la otra persona en nombre de sus derechos, aun cuando esta no esté en condiciones de articular tal exigencia, como por ejemplo un enfermo mental grave o un niño todavía no nacido.

Impulsado por la consideración de la común dignidad, que supera toda diferencia y hermana a todos los seres humanos unificándolos en una sola familia, el Compendio estigmatiza toda forma de discriminación perpetrada en nombre de la raza, la etnia, el sexo, la condición social o la religión. La igual dignidad de las personas requiere que no existan discriminaciones injustas en los derechos fundamentales, en cualquier ámbito, tanto social como cultural; pide que se llegue a una condición más humana y justa de la vida, eliminando de entre los miembros y pueblos de la única familia humana las muchas desigualdades e injusticias [21].

Considerando la dignidad de todo hombre y la igualdad de sus derechos, se puede comprender mejor el conjunto de razones que sostienen la opción preferencial de la Iglesia por los pobres. El Hijo de Dios se ha encarnado y ha ofrecido su vida por nuestra redención; se ha unido en cierto modo con cada hombre para que este madure su plenitud como persona. En virtud de la Encarnación, la Iglesia se dedica a la causa del hombre y proclama los derechos humanos, especialmente de los más pobres.

De esta manera la Iglesia da testimonio de la dignidad del hombre. Esta afirma claramente que el hombre vale por lo que es, no por lo que tiene. Testifica que la dignidad humana no puede ser destruida, cualquiera que sea la condición de miseria, desprecio, marginación, enfermedad, a la que un hombre pueda encontrarse reducido. La opción preferencial por los pobres, lejos de ser un signo de particularismo o de sectarismo, postula y reivindica la igual dignidad de todos los hombres y contribuye a reintegrar al pobre en la fraternidad humana y en la comunidad de los hijos de Dios.

Derechos y deberes de las personas y de los grupos

El Compendio vincula los derechos a los correspondientes deberes [22]. Existe reciprocidad entre derechos y deberes en la persona misma y en la relación con las demás personas. De la profunda correlación entre derechos y deberes emerge una doble línea de acción.

a) La primera concierne a la persona individual en sí misma y evidencia los deberes para consigo misma. Cuando el sujeto de los derechos, mirando la naturaleza de su propio ser, toma conciencia de su exigibilidad, descubre también la exigencia moral de primero comprometerse con el fin de conseguir el bien tutelado por sus derechos. Así, el derecho de todo ser humano a la existencia se ve vinculado con el deber de conservar la vida; el derecho a un tenor de vida digno, con el deber de vivir dignamente; el derecho a la libertad en la búsqueda de la verdad, con el deber de buscar la verdad [23].

b) La segunda línea de acción, en cambio, concierne más directamente a las relaciones sociales y pone de relieve el deber de respetar los derechos de los demás. Todo derecho natural en una persona comporta un correlativo deber en todas las demás:  el deber de reconocer y respetar ese derecho. Sobre la base del reconocimiento del otro como igual a mí, es decir como dotado de la misma dignidad, debo reconocer también que los derechos que me pertenecen son también derechos del otro.

La reflexión sobre la estructura relacional de las personas lleva necesariamente al reconocimiento de los derechos y deberes inherentes a la familia [24], a los grupos humanos intermedios, a las comunidades religiosas [25], a las naciones, a las comunidades políticas, a los pueblos, a la humanidad pensada como familia. La concepción del hombre en cuanto persona conduce también al reconocimiento de derechos y deberes inherentes a bienes relacionales, es decir, a bienes que pertenecen a la entera comunidad humana y que se pueden conseguir con la aportación de todos, como el desarrollo, la paz, el ambiente natural y la ecología humana [26]. Existe una dimensión colectiva de derechos y deberes que debe encontrar traducción adecuada en los ordenamientos jurídicos nacionales e internacionales.

La Iglesia defiende en particular los derechos de la familia [27] como sujeto colectivo. Expresión emblemática de este compromiso a favor de la familia, fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer, es la Carta de los derechos de la familia promulgada por la Santa Sede [28]. Este documento constituye un punto de referencia válido para salvaguardar y promover la familia como sociedad natural y universal, sujeto de derechos y deberes anterior al Estado; sujeto social y político, que debe crecer en la conciencia de ser cada vez más la protagonista de las llamadas "políticas familiares", asumiendo su responsabilidad de transformar la sociedad [29].

El compromiso de la Iglesia

La Iglesia, consciente de que su misión esencialmente religiosa incluye la defensa y promoción de los derechos fundamentales del hombre, aprecia mucho el dinamismo con el cual en nuestros días los derechos humanos son promovidos en todas partes [30]. Mientras realiza su acción educativa de las conciencias, la Iglesia hace más eficaz su compromiso pastoral mediante el testimonio ecuménico, la colaboración sincera con los organismos gubernamentales y no gubernamentales que, a nivel nacional e internacional, ayudan a defender y promover los derechos del hombre. Confía sobre todo en la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la garantía más segura para la realización de la justicia y de los derechos, y por lo tanto de la paz:  sólo el amor y la misericordia dan en plenitud al hombre lo que le es debido de acuerdo con su dignidad.


NOTAS

[1] Cf. Comisión pontificia "Iustitia et pax", La Iglesia y los derechos del hombre, 16, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, p. 11.

[2] Cf. Consejo pontificio Justicia y paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 152.

[3] Cf. Gaudium et spes, 27; Catecismo de la Iglesia católica, n. 1930.

[4] Cf. Gaudium et spes, 22.

[5] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, nn. 13 y 14.

[6] Cf. Juan XXIII, Pacem in terris, 78.

[7] Cf. ib., 79.

[8] Cf. Gaudium et spes, 16.

[9] Cf. Comisión pontificia "Iustitia et pax", La Iglesia y los derechos del hombre, 17.

[10] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 19.

[11] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1999, n. 5.

[12] Cf. ib., 4; Congregación para la doctrina de la fe, Donum vitae, 5; Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2258 y 2317.

[13] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 13.

[14] Cf. Pablo VI, Populorum progressio, 15.

[15] Cf. Juan XXIII, Mater et magistra, 30.

[16] Cf. Populorum progressio, 22.

[17] Cf. Evangelium vitae, 11.

[18] Cf. ib., 69.

[19] Cf. Pacem in terris, 9.

[20] Cf. Centesimus annus, 44.

[21] Cf. Gaudium et spes, 29; Catecismo de la Iglesia católica, n. 1935; Populorum progressio, 62-63; Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, nn. 17-21.

[22] Cf. Pacem in terris, 28-34.

[23] Cf. ib., 28.

[24] Cf. Dignitatis humanae, 5; Sollicitudo rei socialis.

[25] Cf. Dignitatis humanae, 4.

[26] Cf. Centesimus annus, 38.

[27] Cf. León XIII, Rerum novarum, 10; Pío XII, Summi Pontificatus, 25; Juan Pablo II, Dives in misericordia, 43; Centesimus annus, 48-49.

[28] Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983.

[29] Cf. Familiaris consortio, 44.

[30] Cf. Gaudium et spes, 41.

 

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