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HOMILÍA DEL CARDENAL ANGELO SODANO
EN LA MISA POR LAS VÍCTIMAS DEL HURACÁN «MITCH»


Basílica de San Pedro
Jueves 3 de diciembre de 1998

 

Señores cardenales;
amados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
excelentísimos señores embajadores;
queridos hermanos y hermanas en Cristo
:

«Dichosos los que lloran porque serán consolados» (Mt 5, 4). Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala lloran a sus difuntos. El huracán «Mitch» ha pasado por esas queridas tierras centroamericanas y su acción devastadora ha provocado un elevado número de muertos, así como la destrucción de cosechas e infraestructuras, materiales y sociales. El natural sentimiento de pena nos conduce al llanto. Ante este dolor, expresión tan humana del amor, la palabra de Dios nos anuncia el consuelo. Los sufrimientos a los que estamos expuestos por nuestra condición humana nos llevan a abrirnos al amor misericordioso de Dios, descubriendo en él la bondad infinita, fuente de profundo consuelo.

La Iglesia, maestra en humanidad y madre de los pueblos engendrados a la fe, se siente cercana y solidaria con los familiares y amigos de las víctimas, y quiere ofrecerles su consuelo. Esta acción solidaria ha sido expresada admirablemente por el concilio Vaticano II, en su constitución pastoral Gaudium et spes al afirmar: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (n. 1). La Iglesia anuncia un consuelo que no proviene de ciencia humana, que no tiene su origen en el hombre, sino en Dios, cuya voluntad irrevocable es llevar a todos los hombres sin excepción a la redención y realización plena de su existencia.

Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala son países que se distinguen por haber acogido desde hace cinco siglos el mensaje salvífico de Jesucristo, lo cual ha formado un rico patrimonio espiritual, que es parte de su idiosincrasia y ha modelado sus costumbres y modo de vivir. Estas naciones tienen una población mayoritariamente joven, lo cual supone un caudal de esperanza de cara al futuro. Aunque sus tierras son potencialmente ricas, sin embargo muchas de sus gentes viven aún en la pobreza, agravada por el peso de la deuda externa, que hipoteca tan seriamente su futuro. Las calamidades naturales no han dejado de golpear en diversas ocasiones a esas naciones, alcanzando proporciones insospechadas con el reciente huracán. En estos momentos el dolor humano, la sensación de impotencia y los interrogantes profundos son sentimientos que vienen espontáneos a sus gentes. Para acompañarles espiritualmente hoy nos hemos reunido en esta basílica de San Pedro, para orar por los difuntos, sentirnos solidarios con los que sufren, y buscar desde la fe una respuesta a las necesidades de esos queridos pueblos.

Oremos por los difuntos, porque éste es un gesto exquisito de caridad cristiana. Hemos escuchado en la primera lectura esas palabras del libro de los Macabeos: «Es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos» (2 M 12, 46). Dios, rico en misericordia, ha convocado a sus hijos a formar una sola familia, que es el Cuerpo místico de Cristo. En un cuerpo, unos miembros ayudan a los otros y lo que uno hace puede beneficiar a los demás. Así ocurre con las oraciones que ofrecemos por nuestros hermanos difuntos, a los que la muerte ha arrancado de nuestra presencia, pero no los ha separado del amor de Dios ni de su Iglesia. No han perdido la vida, sino que, como proclama el primer prefacio de la misa de difuntos, sólo se les ha transformado. La comunión y el afecto con ellos va más allá de la muerte física y Dios nos permite seguir ayudándolos con nuestros sufragios, con nuestras oraciones y actos de piedad.

Si en los días de la vida terrena ejercemos la caridad cristiana con las obras de misericordia, cuando la muerte nos separa de nuestros seres queridos, esta misma caridad se manifiesta con los sufragios.

Los interrogantes profundos sobre el dolor y la muerte se esclarecen a la luz de la resurrección de Cristo. La palabra de Dios nos ofrece horizontes de esperanza concreta pues Cristo ha muerto y resucitado por nosotros, demostrándonos así que el Padre nos ama y, si Dios nos ama, ¿quien podrá hacernos algún mal? Reforzando ese amor providente y paterno de Dios, nos dice Jesús: «Ésta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna y que yo le resucite el último día» (Jn 6, 39-40). No tenemos, pues, motivos para temer, porque hemos sido confiados a Cristo por voluntad del Padre. Recordando pues, a nuestros hermanos difuntos, hemos de proclamar con fuerza la verdad de la resurrección de los muertos, para ellos y para nosotros. El llanto y la tristeza son sentimientos naturales pero pasajeros, la luz y la gloria de la resurrección durarán para siempre.

Ser solidarios con las penas y las preocupaciones es también una muestra de caridad. Apenas conocida la noticia de los devastadores efectos del huracán «Mitch», el Santo Padre Juan Pablo II se apresuró a manifestar sus sentimientos a las poblaciones afectadas, ofreciendo sufragios por los difuntos, enviando palabras de consuelo y exhortando a todos a ayudar, en la medida de lo posible, a paliar los ingentes daños causados. Respondiendo a la llamada del Papa, no se hicieron esperar las ayudas de emergencia, para aliviar sufrimientos tan grandes. En los días sucesivos muchas naciones han prestado su ayuda, en una noble carrera de solidaridad, desde Norte América, hasta Cuba, que envió también personal médico, desde Argentina y Chile en el cono sur hasta la Unión europea.

¡Que el paso del tiempo no haga decaer los ánimos de las personas e instituciones, públicas y privadas, que, con su aportación, pueden colaborar en la reconstrucción de esas naciones de América central! ¡Que no se olvide a esas poblaciones que han perdido tanto!

A este respecto, quisiera extender a todos las palabras del Papa, contenidas en su mensaje con ocasión de la santa misa celebrada el pasado día 30 de noviembre en la localidad nicaragüense de Posoltega, para recordar y encomendar al Señor a las numerosas víctimas que perdieron su vida debido al huracán «Mitch»: «Deseo unirme a todos y cada uno, expresando mi total solidaridad con las innumerables personas probadas por el cataclismo (...). En esta hora crucial (...) el Papa se siente muy cercano a vosotros y desea haceros llegar su palabra de aliento para animaros a no perder nunca la esperanza, impulsados por la fe y la caridad que os caracterizan. Al mismo tiempo, quiere exhortar a todos y cada uno para que, desde su propia situación, colabore activamente en la reconstrucción de la vida nacional. La Iglesia por su parte, fomentando la unidad, la paz y la solidaridad cristiana, debe ser igualmente un signo visible que alimente la confianza de todos, proclamando sin cesar que Jesucristo está vivo y presente a vuestro lado».

Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen santísima, Puerta del cielo, a la que nuestros hermanos difuntos de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala amaron y veneraron bajo las advocaciones de la Purísima Concepción, Reina de la paz, Nuestra Señora de Suyapa y Virgen del rosario, los acoja en sus brazos de madre y los lleve a Jesús, el cual, resucitado de entre los muertos, es promesa segura de resurrecci ón y salvación eterna. Amén.

 

 

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