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ACTO ACADÉMICO CON MOTIVO DE LA CONCLUSIÓN
DEL V CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN FRANCISCO JAVIER

CONFERENCIA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE

Pontificia Universidad Urbaniana de Roma
Martes 5 de diciembre de 2006

 

He aceptado con alegría la invitación que me dirigió vuestro rector, mons. Spreafico, para venir a concluir este Año javeriano que recuerda el V centenario del nacimiento de san Francisco Javier. Creo que la Universidad Urbaniana, en la que estudian personas procedentes de todos los continentes —muchos de ellos de Asia—, constituye el contexto más adecuado para recordar la figura y la obra de san Francisco Javier, patrono de las misiones.

La obra más destacada que ha llevado a cabo la Compañía de Jesús en su historia plurisecular es la obra misionera (cf. card. Roberto Tucci, revista "Jesuitas 2006"). Ha sido grande ante todo por el número de países en los que los jesuitas han desarrollado su actividad apostólica, pues han estado presentes en todos los países de Asia, Oceanía, América y en algunos de África donde ha sido posible anunciar el Evangelio.

También ha sido grande por las dificultades que los jesuitas han tenido que superar, pues son muchísimos los que, además de vivir en condiciones de extrema pobreza y de dificultad por causa de climas insufribles para los europeos, han padecido violentas persecuciones y, muchos de ellos, el martirio.

Por último, ha sido grande por la audacia y la grandiosidad de los proyectos y de las iniciativas apostólicas que han caracterizado su actividad misionera. Baste pensar en las Reducciones de Paraguay, en la introducción del cristianismo en China por obra de Matteo Ricci.

El que inició e impulsó esta extraordinaria actividad misionera de la Compañía de Jesús fue san Francisco Javier. En efecto, fue el primer jesuita en partir de Lisboa para las misiones, el 7 de abril de 1541, nombrado por el Papa Pablo III nuncio apostólico "entre todos los príncipes y señores del Océano, de las provincias y tierras de las Indias, acá y allá del cabo que se llama de Buena Esperanza, y de las tierras cercanas".

En esta conferencia deseo comparar los tiempos de san Francisco Javier con los nuestros desde la perspectiva de la misión como comunicación de la fe.

En efecto, desde esta perspectiva, estas dos épocas se asemejan bastante:  en ambas se produce una profunda aceleración de la sociedad humana, que cobra mayor amplitud y mayor complejidad. A fines del siglo XV, el uso de la brújula y de la vela latina moderna da a las naciones ibéricas la posibilidad de afrontar el océano y suceder a los venecianos en el control del comercio con las Indias. Mientras los portugueses comienzan a bajar por las costas de África, los españoles se dedican a buscar el Levante por el Poniente. En 1483 Diogo Cao llega a la desembocadura del río Congo; en 1492 Colón desembarca en una pequeña isla del Caribe; en 1500 Cabral llega a Brasil. Así comienza una nueva historia mundial sobre la base de una unificación del mundo bajo la hegemonía de Occidente; su poder militar y tecnológico tiende a unificar el mundo en términos de dominio e interés, términos que proyectan su luz negativa también sobre nuestro mundo.

Como entonces, también hoy la comunicación ha sufrido una impresionante aceleración; el desarrollo de la informática ha reforzado el progreso tecnológico y casi ha anulado las distancias geográficas y temporales. Hoy es posible conocer y participar, en tiempo real, en acontecimientos que suceden en lugares muy distantes. Con todo, también hoy, las posibilidades de mayor participación y mayor responsabilidad que conllevan estas novedades quedan contrarrestadas por una orientación cultural y política que favorece el interés de algunos más que la dignidad de todos. De ahí ha surgido una dificultad y una crisis de las instituciones sociales y políticas, como es fácil comprobar. Se pueden establecer algunas analogías entre aquel tiempo y el nuestro y, no por casualidad, hay quienes ven el nuestro como el fin de una época que comenzó entonces.[1].

Podemos iluminar esta analogía con la luz de la fe y preguntarnos cómo ve la fe este repentino ampliarse y unificarse del mundo. Los primeros en captar el desafío ínsito en los cambios del siglo XV —me complace destacar que son diplomáticos, a los que la experiencia acostumbró a analizar el sentido de los acontecimientos— fueron unos patricios venecianos, los cuales, después de prestar servicio en la diplomacia, eligieron acabar su vida como monjes camaldulenses:  Paolo Giustiniani (1476-1528) y Pietro Quirini (1479-1514).

En 1513, basándose en noticias aún genéricas, escriben una carta al Papa León X[2] para poner de relieve que esta ampliación del mundo es un desafío y una oportunidad para la fe. Después de recordar el celo de san Pablo y de los Apóstoles, concluyen:  "No puede dudar Su Santidad en asumir la solicitud por todas las criaturas humanas para que no se prive de la verdad de la religión cristiana a ninguna persona, incluso bárbara o infiel" [3].

Aunque son conscientes de que la fe es un acto libre y que, por consiguiente, "nadie debe ser obligado a creer", insisten al Papa para que la Iglesia les testimonie tanto su caridad como su fe. En primer lugar su caridad. Las riquezas de la Iglesia se deben usar para dar a esa gente lo necesario para el alimento y para el vestido, de modo que, también con este trato, se les facilite el camino a la fe, pues "la caridad que busca la salvación de las almas es caridad más auténtica que la que busca el alimento de los cuerpos" [4].

Por lo que respecta a la fe, piden que el Papa envíe misioneros virtuosos y que prepare otros para que prosigan su labor; por lo demás, ellos mismos se ofrecen para esa misión. Lo que resulta evidente es que, a sus ojos, un redescubrimiento de la misión y un firme compromiso de vivirla es la única respuesta que la Iglesia —una Iglesia que acoge y salva a todos— puede dar a los descubrimientos de ese tiempo. Para ellos, es totalmente inaceptable que se conozca la existencia de personas alejadas de la fe, sin que este conocimiento provoque una explosión de celo apostólico.

Sin embargo, aunque compartimos la misma fe, debemos reconocer que nuestro tiempo es profundamente diferente. Por una parte, el fin de la segunda guerra mundial implicó, con la independencia política, la búsqueda y la afirmación del patrimonio cultural de aquellos pueblos, de forma que, en vez de hablar de misiones, se suele hablar de Iglesias jóvenes[5]. Por otra, la secularización ha producido un cambio profundo en la dinámica de la vida de las tierras de más antigua cristiandad; rompiendo la unidad orgánica de la vida cristiana, ha puesto en tela de juicio su valor humanístico, salvándola sólo como reserva de solidaridad con los más necesitados.

El resultado es que nuestra Iglesia hoy no sólo tiene que afrontar una disminución de fe, llegando a ser minoritaria desde el punto de vista cultural y de la capacidad de orientar la vida, sino también una pérdida de humanismo. La misión, juntamente con el anuncio del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, también hoy debe reafirmar su valor antropológico y su sensatez social [6].

Esta es la tarea actual de la Iglesia. Abierta positivamente a los cambios que se están produciendo, capta en ellos "un acercamiento progresivo de los pueblos a los valores evangélicos", que el Papa Juan Pablo II describió como "una gran primavera cristiana, cuyo inicio ya se vislumbra" (Redemptoris missio, 86). Este optimismo cristiano no puede ser ingenuo, no puede por menos de notar la complejidad de las situaciones en las que se ha de llevar a cabo la misión hoy; todos percibimos cómo "surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un cuidadoso discernimiento" (Dominus Iesus, 3).

En este contexto quisiera reflexionar sobre las analogías entre el tiempo de san Francisco Javier y el nuestro, y juntamente con vosotros buscar alguna pista que nos lleve a "recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro" (Novo millennio ineunte, 1). Al hacerlo me inspiraré en las indicaciones que la encíclica Redemptoris missio dedica a la espiritualidad misionera. En efecto, para el cristianismo y para la Iglesia, la espiritualidad no puede ser sólo un residuo de oraciones y de buenas intenciones, que es preciso cultivar en la intimidad, sino, por el contrario, dado que nos mantiene unidos a Cristo, es la fuente de la que brota la misión y que continuamente la alimenta.

Dejarse guiar por el Espíritu

Este es el título con que el número 87 de la encíclica Redemptoris missio nos pide vivir con plena docilidad al Espíritu:  sólo esta actitud nos asemeja a Cristo, nos colma de los "dones de fortaleza y discernimiento" y nos transforma en "testigos valientes de Cristo y preclaros anunciadores de su palabra". Precisando ulteriormente estas actitudes, la Redemptoris missio invita a tener a la vez "la libertad de proclamar el Evangelio" y el compromiso de "escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa".

No es difícil ver cómo al hablar de la proclamación del Evangelio se alude al ministerio apostólico que la Iglesia recibió de su Señor, mientras que al referirse a las vías misteriosas del Espíritu se alude a las modalidades de acción divina que, según el Concilio[7], actúa también fuera de los confines de la Iglesia. Se trata de dos elementos irrenunciables, porque remiten al único Señor, el cual, a la vez que dio a su Iglesia una precisa tarea apostólica[8], mantuvo para sí la libertad de llevar a cabo esta acción de salvación con las modalidades que él disponga[9].

Recientemente, también Benedicto XVI insistió en la universalidad del amor, desarrollando tanto su carácter eclesial —"pertenece a su naturaleza (de la Iglesia) y es manifestación irrenunciable de su propia esencia"— como su dimensión extraeclesial:  "la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia"[10].

Me parece que esta es la actitud de san Francisco Javier, cuyo celo apostólico es a la vez necesidad de proclamar el Evangelio y apertura al Espíritu. Probablemente encontramos aquí el fruto del magis ignaciano, es decir, de la convicción de que se debe responder al amor de Dios con un amor nunca satisfecho y cada vez mayor. Este principio genera en él energías, hasta el punto de que su persona, totalmente impulsada por el amor a Dios, vive para la misión.

En poco más de diez años recorre más de cincuenta mil kilómetros, pasando de la India a Singapur, de Malasia a Japón. ¿Cómo no ver algo semejante en la experiencia de san Pablo, el cual, según los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 16, 9-10), tuvo una visión que lo impulsó a pasar a Macedonia, "persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarles"?

Ciertamente, no toda la actividad de san Francisco Javier es fruto de la llamada divina; también hay razones que lo caracterizan como hijo de su tiempo. Baste pensar en cómo vincula el celo apostólico por la salvación de las almas a su condenación segura en caso de que no sean evangelizados, o a las consecuencias de su falta de conocimiento de los mundos en los que trabaja.

De san Francisco Javier podemos destacar también su esfuerzo por entrar personalmente en contacto con las personas. Es consciente de que un auténtico y profundo encuentro personal implica también una inculturación, pero cree que, para anunciar a Cristo, basta utilizar el portugués de los mercaderes y de los esclavos, de la gente común y de los colonos. En pocas palabras, sin contar con los medios para prepararse al encuentro con el Asia de su tiempo, aunque pide personal instruido que pueda dialogar con las personas cultas, pone en el centro la predicación de Cristo y la enriquece con el testimonio de una vida virtuosa, recta y misericordiosa. A su parecer, debía bastar para conquistar el corazón de las personas[11]. Si abandonamos una visión ética para avanzar una hipótesis teológica, podemos decir que san Francisco Javier, a pesar de todos sus límites, ve el apostolado como la revelación y la manifestación del amor de Dios en la humanidad ministerial del misionero [12].

Nuestra visión actual es sutilmente diversa. Nosotros continuamos la misión de Cristo de un modo que reconoce abiertamente la dignidad de todo ser humano [13]. Con san Francisco Javier afirmamos que no hay auténtica evangelización sin el anuncio de la fe en Jesucristo; pero, al mismo tiempo, sabemos que esta misión debe tener en cuenta las circunstancias.

Así, hay muchas y diversas modalidades de cumplir la misión, pero las diferencias "dentro de esta misión de la Iglesia nacen no de razones intrínsecas a la  misión  misma, sino de las diversas circunstancias en las que esta se desarrolla" (Redemptoris missio, 33). Una de estas circunstancias es el valor del diálogo interreligioso:  "entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, no está en contraposición con la misión ad gentes; es más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones" (ib., 55).

En esta compleja situación, también hoy la Iglesia está llamada a escuchar y a seguir al Espíritu, "que sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn 3, 8). Sabemos bien, como nos enseñó Juan Pablo II, que "es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal" (Redemptoris missio, 25). Este "ir cada vez más lejos" invita a superar toda barrera, a no tener miedo, sino a buscar servir al amor de Dios en todo. Sabemos también que es imposible "consagrarse totalmente a la obra del Evangelio (...) si no lo mueve y fortalece el Espíritu Santo" (Ad gentes, 24). Por eso, toda la Iglesia debe estar a la escucha de la misión como un "lugar" privilegiado de escucha del Espíritu, pero, a la vez, el mundo de la misión debe escuchar a la Iglesia cuando recuerda la imposibilidad de "una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado" (Dominus Iesus, 12).

Vivir el misterio de Cristo "enviado"

El segundo aspecto que los pasajes de la Redemptoris missio sobre la espiritualidad misionera recuerdan es la necesidad de "una comunión íntima con Cristo" (n. 88). Sin esta configuración con Cristo no puede haber ninguna misión. De ese planteamiento la encíclica saca una serie de actitudes que hacen concreta esta referencia decisiva.

La cita del texto de 1 Co 9, 22-23, con su radical invitación a "hacerse todo a todos para salvar a toda costa a algunos", no sólo remite al "hacer" sino también a "la presencia consoladora de Cristo", el cual, a la vez que acompaña al misionero en todos los momentos de su vida, "lo espera en el corazón de cada hombre" (Redemptoris missio, 88).

Estos temas se pueden documentar fácilmente en la persona de san Francisco Javier, el cual los vive casi espontáneamente en la espiritualidad que dirige su acción misionera:  la gloria de Dios, el amor pascual de Cristo crucificado, la salvación de las almas son los elementos que guían su personalidad apostólica. Lejos de las opciones molinistas, que más tarde abrazarían los jesuitas, san Francisco Javier se sitúa en la tradición agustiniana-tomista que ve a Dios como el único autor de todo bien; de ahí saca tanto una lección de humildad, porque sabe que él es sólo un instrumento en manos de Dios, como un abandono total en su Señor.

Este último aspecto roza la mística, porque la radical confianza en el Dios de amor lleva a san Francisco Javier, a semejanza de su Señor, a vivir de amor y, por tanto, a sentir en su corazón como un tormento el pecado de la humanidad. Para llegar al corazón de los hombres, sabe que debe introducirse en esta miseria y también sabe que no puede hacerlo sin la ayuda de Dios. De ahí su comunión con Cristo; de ahí su continua oración; de ahí su paso natural del amor a Dios al amor al hombre.

Sólo de este modo, sólo aceptando amar como ama su Dios, libre y gratuitamente, llega al secreto último de la vida misionera; se trata del misterio de la Encarnación y de la Pascua:  sólo al precio de la kénosis, sólo al precio de una total humillación, san Francisco Javier hace suyos los sentimientos de Dios, y, encontrando el amor que Dios ya ha derramado en sus criaturas, saca de él el compromiso necesario para hacerlo brillar.

Creo que, también hoy, no se puede menos de estar de acuerdo con este planteamiento y con la antropología que supone. Aunque una tradición teológica, deudora de la herejía arriana[14], ha hablado de una criatura humana que sólo en un segundo momento entra en relación con Cristo, la valoración plena del amor salvífico del Señor Jesús conlleva una plena correspondencia de la persona a este don. En el amor con el que Dios constituye a la persona humana como destinataria de su vida, el hombre se capta simultáneamente en su diferencia criatural y en su semejanza participada con Dios. Aunque la libertad creada las expresa a ambas, ambas son interpeladas por el Evangelio de Cristo. Así, el encuentro con el Dios de Jesús está en el origen tanto del creyente como del hombre.

De este modo se puede comprender la expresión de la Redemptoris missio según la cual la presencia de Cristo "espera al misionero en el corazón de cada hombre" (n. 88).

Si, como enseñó el mismo Papa Juan Pablo II, "la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera" [15], mientras que la acción del Espíritu se revela "presente en todo tiempo y lugar"[16], entonces la misión no es una comunicación en sentido único, sino que, mientras se anuncia el Evangelio, implica comprender también su misteriosa vitalidad que prepara para la acogida del Evangelio mismo[17].

Ya sabemos qué cantidad de problemas se encuentran aquí y qué consecuencias imprudentes algunos teólogos han sacado de ello. Aquí baste decir que Jesucristo, en cuanto Dios, representa el amor personal que entrega el hombre a sí mismo del modo libre que le permitirá ser partícipe del don recibido y acogido; en cuanto hombre, representa la figura finita e histórica que se deja modelar por el Verbo para representar —por su plena correspondencia— la forma definitiva e insuperable de la efusión del amor divino en la historia humana.

Así, en el misterio de la Encarnación se explica la estructura última de la persona humana como constitucionalmente abierta a una excedencia que la supera. Dado que en esta apertura de la persona al Ser está implícita la apertura a ser-más, es decir, a un camino hacia su maduración, entonces la teología —que indica esta plenitud en la relación con Cristo— descubre que en la apertura del hombre al ser está inscrita una exigencia religiosa, una exigencia de encuentro con el misterio santo de Dios. Esta exigencia no puede menos de ser aún anónima e indefinible, suscitando asombro y temblor:  sólo el amor libre de Dios la puede realizar. Sin embargo, si esta es la voluntad del Padre, como sostiene 1 Tm 2, 3-6, entonces se realizará en la forma trascendente e insuperable —la única digna de Dios—, es decir, se realizará en el misterio de Cristo, en el que encuentra plena luz el misterio del hombre.

Conclusión

Quisiera concluir esta reflexión con una última observación, que atañe al profundo amor de san Francisco Javier a la Iglesia. Era una personalidad eclesial en el sentido más profundo y noble de la palabra; es decir, tenía hacia la Iglesia la misma actitud de Jesucristo, que "amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef 5, 25). Es lo que desarrolla el pasaje de la Redemptoris missio que elegimos como guía. En efecto, el número 89 recuerda que "sólo un amor profundo por la Iglesia puede sostener el celo del misionero". Dado que su preocupación diaria es "la solicitud por todas las Iglesias" —como escribe san Pablo en la segunda carta a los Corintios (2 Co 11, 28)—, está llamado a llenar de sensibilidad católica cada uno de los momentos. Transformado por el amor a Dios, lleno de celo por las almas, el misionero rebosa de amor a la Iglesia. San Francisco Javier fue hombre de Iglesia de modo sincero y profundo.

Permitidme que me dirija a vosotros, estudiantes procedentes de las Iglesias de los diversos continentes, para exhortaros y animaros a cultivar este profundo sentido eclesial. El hecho de estar realizando vuestros estudios aquí en Roma, en esta universidad única en la Iglesia católica por su carácter misionero, tiene este significado:  enamoraros de la Iglesia.

Aquí, donde san Pedro y san Pablo derramaron su sangre por el Señor; aquí, donde san Francisco Javier recibió su obediencia; aquí, donde surgió la Congregación de Propaganda Fide para impulsar la obra misionera de la Iglesia; aquí, donde es casi natural pensar con una dimensión católica; aquí espero de vosotros las mismas palabras, llenas de fe y de docilidad eclesial, con las que san Francisco Javier respondió a san Ignacio cuando le propuso la misión. "Pues, sus, heme aquí". Este espíritu eclesial os permitirá revivir el espíritu de san Francisco Javier, juntamente con una profunda y renovada preparación intelectual y humana, y os capacitará para realizar la primavera misionera que esperan hoy la Iglesia y la humanidad.


NOTAS

[1]  Esta era la opinión de F. Fukuyama (The End of History and the Last Man, Nueva York 1992; traducción italiana:  La fine della storia e l'ultimo uomo, Milán 1996), el cual, basándose en un finalismo histórico, avanzaba la hipótesis de que ese tiempo se cumplía con la globalización tecnológica y con la afirmación del modelo liberal-democrático de Occidente; a su entender, la caída del imperio soviético era su señal evidente. De opinión totalmente opuesta era S. Huntington (The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, Nueva York 1997; traducción italiana:  Lo scontro delle civiltà e il nuovo ordine mondiale, Milán 1997), el cual refutaba esa visión del modelo único; para él, el fin del bipolarismo liberó a las diferentes civilizaciones, de las que las religiones son parte fundamental, de esta constricción y ahora ve que se contraponen. Tras el bipolarismo no ha quedado una civilización unitaria, sino un multipolarismo.

[2] Al no tener noticias precisas sobre esos pueblos, los dos camaldulenses se atienen a la interpretación común de la carta a los Romanos (cf. Rm 10, 18), y siguen creyendo que los Apóstoles predicaron el Evangelio también a estos pueblos, pero que estos, luego, acabaron por olvidar ese primer anuncio (P. Giustiniani  P. Quirini, "Lettera al Papa":  Libellus ad Leonem X, año 1513. Noticias de introducción y versión italiana de G. Bianchini, Módena 1995.

[3] P. Giustiniani  P. Quirini, "Lettera al Papa", 13.

[4] Ib., 17.

[5] J. Metzler, Dalle missioni alle Chiese locali (1846-1965), ed. Paulinas, Cinisello Balsamo 1990.

[6] A este respecto, tal vez el texto magisterial más preciso es el del Sínodo de los obispos de 1971: "La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presentan claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, es decir, de la misión de la Iglesia para la redención del género humano y la liberación de toda situación opresiva" (Sínodo de los obispos, La justicia en el mundo, 30 de noviembre de 1971:  el texto puede verse en Enchiridion Vaticanum IV, ed. Dehoniane, Bolonia 1978, n. 803).

[7] "Por consiguiente, aunque Dios, por caminos conocidos sólo por él, puede llevar a la fe, sin la que es imposible agradarle, a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia..." (Ad gentes, 7). Fórmulas semejantes se encuentran en Gaudium et spes 22:  "De un modo conocido sólo por Dios".

[8] Es el tema del "gran mandato":  Mt 28, 16-20; Mc 16, 15; a estos textos tradicionales se puede añadir al menos Hch 1, 8.

[9] Baste recordar el comentario de santo Tomás a la salvación de quienes, privados del bautismo, tienen un vivo desiderium; santo Tomás reconocerá igualmente su salvación "propter desiderium baptismi, quod procedit ex fide per dilectionem operante, per quam Deus interius hominem sanctificat, cuius potentia sacramentis visibilibus non alligatur" (Summa Theol. III, q. 68, a. 2, in c). De modo análogo, la encíclica Redemptoris missio, en el número 10, habla de la universalidad de la gracia pascual de Cristo, que considera verdadera también para los que no tienen la posibilidad de conocer el Evangelio y convertirse:  "Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental".

[10]La encíclica Deus caritas est, en el número 25, hablando de la Iglesia, familia de Dios en el mundo, reafirma que "en esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado "casualmente" (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea".

[11] San Francisco Javier en la carta de febrero de 1548 escribe:  "Recomiendo encarecidamente que os esforcéis por haceros amar en las aldeas que visitáis o donde residís, con obras buenas y palabras amables, para ser amados por todos y nunca detestados. De este modo, tendréis mayores frutos".

[12] Me parece que J. Polanco, secretario de san Ignacio, intuyó este hilo que une al misionero con Dios. Cuando le informan de la muerte de san Francisco Javier, escribe:  "La divina Bondad ha cortado el hilo de los proyectos del padre Francisco. Sin embargo, Dios, que se los había sugerido, quería que primero muriese él mismo, a imitación de Cristo, como un grano de trigo arrojado en los umbrales de China; así otros recogerían frutos más abundantes. A uno toca sembrar y a otro recoger". Cuando murió san Francisco Javier, Matteo Ricci tenía sólo dos meses de vida.

[13] El Concilio "declara que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se conoce por la palabra de Dios revelada y por la misma razón" (Dignitatis humanae, 2).

[14]Por temor a caer en la herejía arriana, la teología postnicena abandonó totalmente el papel cósmico del Verbo. La creación en Cristo fue sustituida por la creación del Padre todopoderoso, con el resultado de que la relación del mundo creado con el Verbo no es constitutiva de su existencia sino que es sólo sucesiva a su existir.

[15] El texto preciso, reafirmado en Diálogo y anuncio 35 y globalmente presente en Dominus Iesus 12, dice:  "Es verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que esta viva los "valores evangélicos" y esté abierta a la acción del Espíritu que sopla donde y como quiere (cf. Jn 3, 8); pero además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta si no está en coordinación con el reino de Cristo presente en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica" (Redemptoris missio, 20).

[16] Redemptoris missio, 29. Además de esta acción universal, operante también en las demás religiones, el mismo número hace otras dos precisiones:  el Espíritu no es "algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío (...). Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica y no puede menos de referirse a Cristo".

[17] Son los temas de los "semina Verbi", de la "praeparatio evangelica" y de los "elementos de santidad y verdad" presentes también fuera de la Iglesia visible.

 

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