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VISITA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE A CUBA
CON OCASIÓN DEL X ANIVERSARIO DEL VIAJE DE JUAN PABLO II

CONFERENCIA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE
EN LA UNIVERSIDAD DE LA HABANA


Lunes 25 de febrero de 2008

La cultura y los fundamentos éticos del vivir humano

 

Magnífico señor Rector,
honorables Autoridades,
señor Cardenal y señores Obispos,
ilustres profesores,
señores representantes del mundo de la cultura,
señoras y señores, amigos todos.

Con gratitud por la amable bienvenida que me han dispensado, quisiera comenzar esta tarde recordando con aprecio dos grandes figuras apasionadas por Cuba y vinculadas a este lugar. El primero es el Siervo de Dios Félix Varela, padre de la patria cubana, cuyos restos reposan aquí y del que hoy celebramos el aniversario de su fallecimiento. La segunda es el Siervo de Dios Juan Pablo II, quien habló desde esta misma cátedra hace diez años. Pocos han sabido glosar con tanto acierto la figura del Padre Varela como lo hiciera el Papa Juan Pablo II en el discurso que pronunciara en este mismo lugar. Ambos personajes encarnan un egregio modelo de humanidad, siendo reconocidos unánimemente como hombres de paz y de bien, incluso por aquellos que no comparten sus ideales ni sus creencias. Uno y otro son la confirmación de que no es necesario diluir la propia identidad para entablar un diálogo fecundo y creativo con todos los hombres.

La aventura existencial del Padre Varela nos ofrece el marco ideal en el que situar el tema que se me ha encomendado, –la cultura y los fundamentos éticos del vivir humano–, considerando en particular la cultura cristiana como sustento e inspiración de la ética.

Como es sabido, el joven sacerdote Félix Varela ganó por oposición la primera Cátedra de Constitución, establecida en el Colegio de San Carlos en 1821. Es significativo el modo en que el novel catedrático, en su brillante lección inaugural, definía su cátedra: ésta, decía, debería llamarse más bien, «la Cátedra de la libertad, de los derechos del hombre, de las garantías nacionales,... la fuente de las virtudes cívicas, la base del gran edificio de nuestra felicidad» (Discurso en la inauguración de la cátedra (21 de enero de 1821). Para él, aquella Cátedra le ofreció una ocasión inmejorable para reflexionar sobre el modo de construir una sociedad, sobre los valores que deben fundamentar la convivencia entre los hombres, entre los cuales, la libertad, —«uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», en palabras de Don Quijote (II, cap. 58)—, ocupa el primer lugar, y junto a ella, los demás derechos del hombre y la rectitud de sus obras. La preocupación por la formación de la juventud fue constante en el Padre Varela, consciente de que no son las leyes las que salvan los pueblos, sino sus virtudes en el orden personal y en su actuación pública. En su visión de una nueva patria cubana, Varela, como antes de él el Padre Agustín Caballero y José Martí después, muestran un catolicismo comprometido con la modernización del país, los derechos del hombre y la libertad. Muestran, en definitiva, que el cristianismo y la modernidad no son incompatibles, sino que se encuentran en la defensa de la dignidad del hombre. Es más, el mundo necesita de esta gran alianza.

José Martí, preclaro cubano, afirmó que «ser cultos es la única manera de ser libres». Esta afirmación me ofrece la posibilidad de examinar ahora, con un poco más de detalle, la relación entre la cultura y los fundamentos éticos de la vida del hombre.

Todos los hombres aprecian la cultura como un bien importante. Pero, ¿por qué la cultura es un bien? Juan Pablo II lo expresó magistralmente cuando recordó que «la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, “es” más, accede más al “ser”» (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980). Por medio de la cultura, en efecto, el ser humano «afina y desarrolla sus múltiples cualidades espirituales y corporales; pretende someter a su dominio, por el conocimiento y el trabajo, el orbe mismo de la tierra; hace más humana la vida social» (Gaudium et Spes, 53). Si la cultura es un bien, debe estar entonces al alcance de todos y no ser un lujo reservado a algunas élites.

La cultura, sin embargo, es algo más que la simple voluntad individual por adquirir nuevos conocimientos. Tiene una fundamental dimensión histórica y comunitaria y se nos presenta como un gran esfuerzo por brindar una visión que dé sentido a toda la vida, abarcando todos sus aspectos. A este respecto, la cultura está siempre marcada por una tensión que la lleva a superarse continuamente a sí misma, en una doble dirección: en sentido horizontal, hacia las demás culturas, enriqueciéndose mutuamente; y en sentido vertical, hacia la trascendencia, hacia la fuente última de la verdad, la belleza y el bien.

Podemos decir, pues, que la cultura es el ethos de un pueblo. Es un modo de comportarse y, a la vez, un ideal normativo, aun cuando no siempre sea vivido y respetado. En este sentido, ethos y ética están estrechamente relacionados, no sólo por su etimología, sino también porque la cultura es el resultado de la praxis del hombre y, a su vez, condición del obrar humano. No hay cultura que no remita a una ética, ni una ética sin referencia a una cultura. Ambas caen o se mantienen unidas.

Una simple observación, sin embargo, pone ante nuestros ojos el fenómeno de la diversidad cultural, uno de los rasgos más característicos de nuestro tiempo, que provoca a veces un saludable cambio de costumbres y obliga a replantearse convicciones consideradas inmutables. Pero puede provocar también una dolorosa pérdida de identidad, con consecuencias difíciles de prever.

Para algunos, la diversidad cultural y de normas de comportamiento conduce inevitablemente a afirmar la inexistencia de una norma moral común y objetiva. A partir de la experiencia de la diversidad se deduce la imposibilidad de normas morales universalmente válidas. El relativismo moral sostiene que una afirmación ética sería verdadera únicamente en el contexto de una cultura determinada. No habría por tanto convicciones ni principios éticos mejores que otros, ni nadie tendría derecho a decir lo que está bien y lo que está mal.

Las tesis del relativismo cultural y del relativismo ético se han visto reforzadas por el desarrollo de la razón moderna, un proceso descrito magistralmente por el Papa Benedicto XVI en su lección en la Universidad de Ratisbona. En extrema síntesis, este proceso ha consistido en la reducción de la razón a la ciencia experimental, que combina la verificación empírica con la formulación matemática. Sólo sería racional entonces aquello que es susceptible de experimentación y formulable matemáticamente. Con ello, sin embargo, las grandes cuestiones de la existencia del hombre, los problemas de la ética y la estética, la metafísica y, sobre todo, el problema de Dios, quedan fuera de toda consideración, porque son pre- o a-científicos (Cf. Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006).

Ahora bien, este estrechamiento de la razón contemporánea, conduce inevitablemente en el plano ético al subjetivismo de la conciencia. A pesar de los intentos de Kant por mantener una moral universal tras haber descartado la metafísica al afirmar que el único conocimiento racional posible es el de la ciencia, se ha de confinar la moral al ámbito puramente subjetivo: no sería posible hablar de normas morales universalmente cognoscibles. Pero entonces, «el sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la “conciencia” subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética» (Ibid.). La consecuencia es clara: de este modo, el ethos y la religión pierden su capacidad para dar vida a una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal.

El subjetivismo ético llevado hasta el extremo conduce a la situación paradójica de tener que admitir la inmoralidad como moralmente buena. Puesto que no hay modo de determinar lo que está bien y lo que está mal, habría que concluir que todos los comportamientos son igualmente válidos. El sentido común se rebela contra esta conclusión, a la que, sin embargo, se llega necesariamente desde las premisas de partida.

La lógica de este dinamismo lleva a lo que Benedicto XVI ha denominado la dictadura del relativismo. Es decir, ante la imposibilidad de establecer normas comunes, con validez universal para todos, el único criterio que resta para determinar lo que está bien o lo que está mal es el uso de la fuerza, sea la de los votos, sea la de la propaganda o bien la de las armas y la coacción. «Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos» (J. Ratzinger, Homilía en la Misa para elegir Sumo Pontífice, 18 de abril de 2005). A partir de estos presupuestos, resultaría imposible construir o mantener la vida social.

Existe, por tanto, una distinción fundamental, de cuyo reconocimiento depende la subsistencia misma de la comunidad humana. Esta distinción es la línea de demarcación entre el bien y el mal. Sin esta distinción, no queda otra alternativa que el reino de la arbitrariedad.

Es necesario, por tanto, subvertir el axioma del relativismo ético y postular con fuerza la existencia de un orden de verdades que trasciende los condicionamientos personales, culturales e históricos y que conserva validez permanente. Este orden es lo que la filosofía denomina la ley natural. No pretendo entrar ahora en la problemática en torno a este término, sino subrayar únicamente el hecho de que con esta expresión se hace referencia a un orden previo al hombre, que él no se ha dado, que ningún gobierno ha promulgado y que únicamente puede reconocer. Es la constatación de que frente al derecho positivo, que puede ser injusto, tiene que haber un derecho que procede de la naturaleza misma, del propio ser del hombre. Este derecho tiene que ser hallado y constituye el correctivo para el derecho positivo.

La idea de derecho natural presupone un concepto de naturaleza estrechamente asociado al de razón. Presupone la idea de que la naturaleza está permeada de razón, de que hay en ella un logos que el hombre con su razón, participación e imagen del Logos creador, puede reconocer. La ciencia misma, a la que debemos increíbles avances en todos los campos, resultaría imposible sin aceptar una racionalidad en la naturaleza. Más aún, si el mundo es mero producto de lo irracional, nuestra misma libertad es, a la postre, una ilusión.

La ley natural aparece así como una especie de «gramática» trascendente que permite el diálogo entre los pueblos, es decir, un conjunto de reglas de actuación individual y de relación entre las personas en justicia y solidaridad, que está inscrita en las conciencias, en las que se refleja el sabio proyecto de Dios.

La Iglesia no pretende imponer su visión de las cosas a todos los hombres, como si tuviese la exclusiva del discernimiento moral. Sin embargo, no puede renunciar al profundo conocimiento que tiene del hombre y de la sociedad. Ella es experta en humanidad y desea ofrecer respetuosamente su contribución para la creación de la sociedad de los hombres en medio de los que vive.

En este punto, el pensamiento de algunos teóricos, como John Rawls o Jürgen Habermas, ha defendido la necesidad de la contribución de las confesiones religiosas al debate público (Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Universidad de la Sapienza, 17 de enero de 2008; J. Habermas, «Vorpolitische Grundlagen des demokratischen Rechtstaates?», en J. Habermas – J. Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung, 34). Éstas, en definitiva, desempeñan un papel social no sólo como elementos de integración social, que prestan subsidiariamente servicios sociales a la comunidad, sino también como fuente de saber y conocimiento.

A este respecto, el Papa Juan Pablo II recordaba que el principio de la libertad religiosa entendido en su sentido pleno, es como la prueba de los demás derechos. Y recordaba que, «del mismo modo que se daña a la sociedad cuando se relega la religión a la esfera privada, también la sociedad y las instituciones civiles se empobrecen cuando la legislación -violando la libertad religiosa- promueve la indiferencia religiosa, el relativismo y el sincretismo religioso, quizá incluso justificándolos mediante una comprensión errónea de la tolerancia. Por el contrario, todos los ciudadanos se benefician cuando se respetan las tradiciones religiosas en las que cada pueblo está arraigado y con las que las poblaciones generalmente se identifican de un modo particular» (Discurso a la Asamblea de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, 10 de octubre de 2003).

La objeción que se adivina inmediatamente es que en la sociedad actual, las iglesias y las confesiones religiosas deben limitar su actuación al ámbito puramente personal de los individuos que quieran adherirse a ellas, pero no tendrían algún lugar en la constitución de una ética social. El Estado moderno, se afirma, debe estar por encima de las religiones, las cuales, en muchos casos, no son vistas de modo positivo y equilibrado.

La sana laicidad conlleva, naturalmente, la distinción entre religión y política, entre Iglesia y Estado. Creyentes y no creyentes encuentran el fundamento de esta distinción en las mismas palabras del Evangelio, cuando Jesús recordó que había que dar «al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Pero esta misma laicidad no puede significar que Dios sea una hipótesis puramente privada o que excluya la religión y la Iglesia de la vida pública. La célebre frase de Hugo Grocio etsi Deus non daretur, interpretada erróneamente como la fundamentación del ordenamiento político «como si Dios no existiese», significaba, para los jusnaturalistas del siglo XVIII, más bien la necesidad de establecer principios que tuviesen validez permanente «aun en la hipótesis de que Dios no existiera», es decir, con validez permanente para todos.

Como contribución de los cristianos a la construcción de la sociedad, el entonces cardenal J. Ratzinger, desde el marco sugestivo de Subiaco, poco antes de ser elegido Sucesor de San Pedro, lanzó al mundo una propuesta que yo me permito hoy evocar ante todos Ustedes: «el intento, radicalizado, de plasmar las vicisitudes humanas prescindiendo completamente de Dios, nos lleva cada vez más al borde del precipicio, a la marginación total del hombre. Deberíamos transformar completamente el axioma de los ilustrados y decir: también quien no fuese capaz de encontrar el camino para aceptar a Dios debería, en cualquier caso, vivir y orientar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiese. Éste es el consejo que ya Pascal daba a sus amigos no creyentes; y es el consejo que quisiéramos dar a nuestros amigos que no creen. Esta invitación no limita la libertad de nadie y ofrece a todas las vicisitudes de nuestra vida el apoyo y el criterio que necesitan urgentemente» (J. Ratzinger, L’Europa nella crisi delle culture, Subiaco 1 aprile 2005. Ed. Cantagalli, Siena 2005. Edición multilingüe, con el texto español 75-84, aquí, 83).

Llegamos así al final de nuestro recorrido y retomamos la pregunta inicial. ¿Cuál es la contribución de la cultura cristiana al fundamento de una ética del vivir humano?

La respuesta podría ser ésta: presentándose como la religión del logos y del amor, la Iglesia ofrece una sabiduría milenaria, que pone a disposición de todos los pueblos y todas las culturas, convencida además de que es posible un diálogo y un enriquecimiento mutuo. En este sentido, se presenta ante la sociedad como memoria y como recuerdo de la existencia de un fundamento de los valores. Se presenta, en definitiva como testigo de lo imperecedero. Ella, al proponer con respeto su propia visión del hombre y de los valores, contribuye a la creciente humanización de la sociedad. La fe, por tanto, no destruye cultura alguna, sino que coopera a la purificación de todo lo que entorpece la dignidad, los derechos y el desarrollo de las personas y de todo lo que se opone a la humanización de la sociedad. Si en una nación crecen los ambientes y actitudes deshumanizantes, algo está sustancialmente dañado en el ethos de ese pueblo. La fe contribuye además a dar plenitud a todo lo bueno, verdadero y bello, abriendo al hombre a una visión siempre más elevada de sí mismo y de su convivencia en sociedad. Una convivencia sin valores es igual a una cultura sin ética, es una cultura deshumanizada y deshumanizadora que invierte la escala de valores y coloca el mundo al revés.

Precisamente porque toda sociedad digna se basa sobre el principio del valor supremo del hombre, de su responsabilidad ante la historia y ante sus semejantes, necesita el recuerdo permanente de valores perdurables, que existían antes de que él fuese y que seguirán existiendo después.

La sociedad necesita personas que manifiesten con sus vidas la existencia de unos valores fundamentales y dignificantes, necesita testigos que con sus vidas trabajen para recordar a todos los hombres el valor de la conciencia, santuario de Dios en el hombre, y de la verdad.

Los cristianos, mediante figuras como la del Padre Varela y una muchedumbre incontable de audaces personas semejantes a él, no piden más que poder dar testimonio de esta verdad entre sus contemporáneos.

Distinguidas Señoras y Señores, hemos reflexionado sobre la cultura como apoyo e inspiración para la ética. La cuestión es encontrar caminos concretos para que cultura y ética, Iglesia y sociedad, puedan colaborar en la construcción de un mundo más humano, anclado en los grandes valores de nuestra historia: la libertad, la paz, la solidaridad, la justicia y el desarrollo integral de la persona, de todo el hombre y de todos los hombres.

Permítanme que concluya con las palabras finales que el Santo Padre había escrito para su discurso en la Universidad de La Sapienza de Roma, que no pudo pronunciar personalmente por motivos de sobra conocidos.

El Papa, dirigiéndose a los universitarios de Roma, respondía a la pregunta «¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad?». Nosotros podemos parafrasear esta cuestión preguntando «¿Qué tiene que hacer o decir la cultura cristiana como fundamento ético del vivir común?». La respuesta que dio entonces, estimo que conserva toda su validez para nosotros: El Papa, —la Iglesia católica, los cristianos podríamos decir—, «seguramente no debe[n] tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad… De acuerdo con la naturaleza intrínseca de su ministerio pastoral, tiene[n] la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro» (Alocución preparada para la inauguración del año académico en la Universidad La Sapienza de Roma, 17 de enero de 2008).

Muchas gracias a todos.

 

 

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