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VIAJE A CHILE DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
(5 – 15 ABRIL 2010)

HOMILÍA DEL CARD. TARCISIO BERTONE,
EN LA CATEDRAL DE PUNTA ARENAS


Jueves 8 de abril de 2010

 

Monseñor Bernardo Miguel Bastres, Obispo de Punta Arenas,
Señor Nuncio Apostólico,
Excelentísimas Autoridades,
Queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas,
Queridos hermanos y hermanas:

Permítanme que les trasmita, en primer lugar, los sentimientos de cercanía y afecto del Papa Benedicto XVI hacia todos Ustedes y, de un modo especial, tras la dura prueba que han sufrido con el terrible terremoto que hace unos días ha golpeado la mayor parte del País. Desde el primer momento, el Santo Padre ha seguido con preocupación y paternal interés las noticias que le llegaban desde Chile, ofreciendo sufragios por los fallecidos y pidiendo al Señor por los heridos, sus familiares y todos los que han perdido sus casas y sus bienes.

«Deus ab austro veniet». Queridos hermanos y hermanas, con estas palabras de la antigua versión de la Vulgata, el profeta Habacuc se refiere a la acción salvadora de Dios, que “viene desde el sur” a liberar a su Pueblo. Y estas palabras tienen una resonancia especial pronunciadas precisamente aquí, en este confín de América, en donde el once de noviembre de mil quinientos veinte, el Padre Pedro de Valderrama, capellán de la expedición de Don Hernando de Magallanes, celebró la primera eucaristía a los pies del Cerro Cruz. De alguna manera podemos decir que, también en Chile, el mensaje de salvación del evangelio entró por el sur.

Gracias al empeño, la entrega y fidelidad de numerosos misioneros, hermanos y hermanas nuestros que supieron dejarlo todo para seguir a Cristo con toda su alma, se ha cumplido de alguna manera el mandato que dio Nuestro Señor a sus discípulos, antes de subir a los cielos, de ser sus testigos «hasta los confines del mundo» (Hch 1, 8). En esta Iglesia de Magallanes se ha llevado a cabo una ingente labor de evangelización, que comenzó de manera especial por Fray Pedro Pasolini, el año mil ochocientos cuarenta y cuatro, después por los Salesianos y las Hijas de María Auxiliadora, y que continúa en la actualidad con gran tesón gracias a sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a muchos laicos comprometidos en sus comunidades cristianas. Todo esto es un signo visible de la presencia de Dios, que siempre ha bendecido estas tierras y a cada uno de sus habitantes. Pedimos al Señor que siga bendiciendo a esta Iglesia, sobre todo con más vocaciones a la vida sacerdotal, y con un mayor y decidido compromiso de los laicos en el anuncio del evangelio.

Estamos celebrando los días de la octava de pascua, por eso los textos de la liturgia nos hacen revivir la resurrección del Señor. Cristo, nuestro Salvador, como verdadero Cordero que se sacrificó por nuestros pecados, muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando nos dio nueva vida (cf. Prefacio de Pascual I). Éste es el acontecimiento central de nuestra fe. La resurrección de Cristo constituye, efectivamente, la confirmación de todo lo que Él hizo y enseñó; es el cumplimiento de las promesas de la Escritura, de todo lo que Dios había prometido a los padres (cf. Hch 13, 32-33), y también de la predicción que Él mismo había hecho durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 6, 17; Lc 24, 6-7). Es la realización del gran signo que Dios iba a realizar a favor de los hombres (cf. Mt 12, 40). Mediante su resurrección, se ve confirmada también la divinidad de Jesús, demostrando que Él es Hijo de Dios y Dios mismo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 653). Con razón san Pablo declara vana nuestra fe si Cristo no ha resucitado (cf. 1 Co 15, 17). ¿En qué creer después de haber visto a Jesús colgado de la cruz? ¿Cómo seguir esperando, si la muerte tiene la última palabra? La resurrección de Nuestro Señor Jesús es la respuesta a todos esos interrogantes que atenazan nuestro corazón. Es la respuesta a esas ansias de plenitud, de vida auténtica y definitiva, que el hombre siente en lo más profundo de su ser. Por eso se comprende que Jesús, como nos dice el evangelio que hemos escuchado, se prodigara para dar a sus discípulos numerosas pruebas de su triunfo sobre la muerte. Viendo que dudaban, y para que no creyeran que se trataba de una ilusión o de la visión de un espíritu, Jesús les mostró las manos y los pies para que lo tocaran. ¿Por qué las manos y los pies? Porque en ellos estaban las cicatrices de los clavos. Esas manos, que habían bendecido y tocado a tantos enfermos y leprosos; esos pies, que se habían fatigado recorriendo los caminos de Palestina, mostraban las huellas de su amor, de ese fuego que había venido a traer a la tierra (cf. Lc 12, 49). No cabía duda, por tanto, de que se trataba del mismo Jesús, que poco antes habían visto muerto en la cruz.

El encuentro con Cristo resucitado transformó completamente la vida de los Apóstoles de tal manera que, impulsados por la fuerza del Espíritu Santo, comenzaron a anunciar y dar testimonio de lo que habían visto y oído (cf. Hch 4, 20). Este encuentro con Jesús vivo señala el momento decisivo de la vida de sus discípulos. En efecto, como dice el Papa Benedicto XVI, «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Enc. Deus caritas est, 1). Éste es el hecho que puede cambiar totalmente y para siempre la vida de una persona, porque «Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15). Así pues, queridos hermanos, necesitamos volver siempre a ese instante único y definitivo de nuestra vida en que Jesucristo se nos descubrió en toda la belleza de su vida y su amor; a la experiencia de que Él, que «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8), no deja de venir a nuestro encuentro en su palabra, en su Iglesia, en la eucaristía, de que nunca se aparta de nosotros, porque como Él prometió, «yo estoy con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Así se comprende también el valor y el significado de participar en la celebración eucarística en el domingo. Como dice la liturgia de la Misa de hoy: «éste es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en Él» (Sal 117, 24). Los cristianos desde muy antiguo han sentido la necesidad de recordar y revivir la victoria del Señor el día de Pascua, el primer día de la semana. Ya desde entonces, el domingo es el día del Señor, es la celebración de la “pascua semanal”. Debemos por tanto avivar en nosotros la fe y el amor, y acudir con perseverancia a nuestras comunidades parroquiales, porque la celebración de la resurrección de Jesús, junto con los hermanos con los que formamos un solo cuerpo en Cristo, pertenece a la conciencia más profunda de nuestro ser cristianos (cf. Benedicto XVI, Exhort. Ap. Sacramentum caritatis, 73).

Hace poco, queridos hermanos, hemos conmemorado los treinta años de la mediación papal que lograra, por acuerdo de las naciones de Chile y Argentina, la tan deseada paz entre estos dos Pueblos hermanos, unidos por la Cordillera de los Andes, y por un pasado común. Un enfrentamiento fue posible. Y estuvo a punto de suceder. ¡Cuántas muertes hubiese ocasionado! ¡Y cuánto dolor para los hijos e hijas de dos países que no pueden ser sino hermanos! Aquel tratado de paz fue el triunfo de la razón, del diálogo, de la clarividencia y de la convivencia pacífica. Sin embargo, no podemos dejar de resaltar la importancia que tuvo, para el éxito final del Acuerdo, todo ese patrimonio de fe común, que caracteriza a ambos pueblos. La fe en ese Cristo que con su muerte en la cruz y su resurrección ha puesto en paz todas las cosas, reconciliando a los hombres con Dios y entre sí (cf. Col 1, 16). Impulsados por las palabras de Jesús, «bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5, 9), hoy debemos seguir perseverando en ese empeño, para que la convivencia armónica entre nuestros pueblos siga siendo una realidad viva y querida por todos, y de modo especial para que las nuevas generaciones, teniendo presente las lecciones de la historia, antigua y reciente, miren al futuro con ojos de esperanza y se comprometan en la construcción de la civilización del amor.

Queridos hermanos, al contemplar la extraordinaria belleza de la naturaleza en esta tierra surge espontánea en el corazón la exclamación que hemos repetido en el salmo responsorial: «¡Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2a). En la creación encontramos un reflejo de la grandeza y bondad de Dios, que conmueve nuestro espíritu y lo llena de asombro. Ella además nos enseña qué grande es el hombre, puesto que Dios le ha entregado el dominio «sobre la obra de sus manos» (Ibíd.), todo lo ha puesto bajo sus pies. Así, pues, entre el hombre y la naturaleza hay una relación estrecha y profunda, de tal modo que la suerte de uno depende, en cierta manera, de la suerte del otro. Por eso, cuidar de la naturaleza, nos enseña el Papa Benedicto XVI, es cuidar de nosotros mismos, y de nuestra paz interior y social: «hay una cierta forma de reciprocidad: al cuidar la creación, vemos que Dios, a través de ella, cuida de nosotros» (Mensaje para la 43 Jornada Mundial de la Paz, 1-1-2010, 13). No podemos, por tanto, quedar indiferentes ante la degradación de la naturaleza, pero para ello es urgente llevar a cabo un esfuerzo conjunto en toda la sociedad para que se respete la “ecología humana” (cf. Ibíd. 12), ese patrimonio de valores que tiene su origen y está inscrito en la ley moral natural, y que fundamenta el respeto de la persona humana y de la creación (cf. Ibíd.).

Nos dirigimos ahora a nuestra Madre, la Virgen. La vemos llena de alegría y emoción contemplando a su Hijo resucitado y, al mismo tiempo, volcada totalmente sobre esos nuevos hijos, nosotros, que ha recibido como fruto del sacrificio de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 26). A ella, tan venerada en esta bendita tierra chilena bajo la advocación del Carmen, le pedimos que nos lleve siempre hasta Jesús, que no permita que nada nos aparte de Él. Le encomendamos especialmente a todos los hijos de esta noble Nación, sobre todo a los más necesitados, a los enfermos y a aquellos que han muerto o han sufrido de manera más directa los daños del devastador seísmo que ha asolado Chile. A ella, con palabras del Papa Benedicto XVI, le decimos: «Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino» (Enc. Spe salvi, 50).

Amén.

 

 

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