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BENEDICTO XVI

REGINA CÆLI

Castelgandolfo
Lunes del Ángel, 9 de abril de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

¡Feliz día a todos vosotros! El lunes después de Pascua en muchos países es un día de vacación, en el que se puede dar un paseo en medio de la naturaleza o ir a visitar a parientes un poco lejanos para una reunión en familia. Pero quisiera que en la mente y en el corazón de los cristianos siempre estuviera presente el motivo de esta vacación, es decir, la resurrección de Jesús, el misterio decisivo de nuestra fe. De hecho, como escribe san Pablo a los Corintios, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1 Co 15, 14). Por eso, en estos días es importante releer los relatos de la resurrección de Cristo que encontramos en los cuatro Evangelios y leerlos con nuestro corazón. Se trata de relatos que, de modos diversos, presentan los encuentros de los discípulos con Jesús resucitado, y así nos permiten meditar en este acontecimiento estupendo que ha transformado la historia y da sentido a la existencia de todo hombre, de cada uno de nosotros.

Los evangelistas no describen el acontecimiento de la resurrección en cuanto tal. Ese acontecimiento permanece misterioso, no en el sentido de menos real, sino de oculto, más allá del alcance de nuestro conocimiento: como una luz tan deslumbrante que no se puede observar con los ojos, pues de lo contrario los cegaría. Los relatos comienzan, en cambio, desde que, al alba del día después del sábado, las mujeres se dirigieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. San Mateo habla también de un terremoto y de un ángel deslumbrante que corrió la gran piedra de la tumba y se sentó encima de ella (cf. Mt 28, 2). Tras recibir del ángel el anuncio de la resurrección, las mujeres, llenas de miedo y de alegría, corrieron a dar la noticia a los discípulos, y precisamente en aquel momento se encontraron con Jesús, se postraron a sus pies y lo adoraron; y él les dijo: «No temáis; id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28, 10). En todos los Evangelios las mujeres ocupan gran espacio en los relatos de las apariciones de Jesús resucitado, como también en los de la pasión y muerte de Jesús. En aquellos tiempos, en Israel, el testimonio de las mujeres no podía tener valor oficial, jurídico, pero las mujeres vivieron una experiencia de vínculo especial con el Señor, que es fundamental para la vida concreta de la comunidad cristiana, y esto siempre, en todas las épocas, no sólo al inicio del camino de la Iglesia.

Modelo sublime y ejemplar de esta relación con Jesús, de modo especial en su Misterio pascual, es naturalmente María, la Madre del Señor. Precisamente a través de la experiencia transformadora de la Pascua de su Hijo, la Virgen María se convierte también en Madre de la Iglesia, es decir, de cada uno de los creyentes y de toda la comunidad. A ella nos dirigimos ahora invocándola como Regina caeli, con la oración que la tradición nos hace rezar en lugar del Ángelus durante todo el tiempo pascual. Que María nos obtenga experimentar la presencia viva del Señor resucitado, fuente de esperanza y de paz.



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