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VISITA PASTORAL A SAN GIOVANNI ROTONDO

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Atrio de la iglesia de San Pío de Pietrelcina
Domingo 21 de junio de 2009

 

Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón de mi peregrinación a este lugar, donde todo habla de la vida y de la santidad del padre Pío de Pietrelcina, tengo la alegría de celebrar para vosotros y con vosotros la Eucaristía, misterio que constituyó el centro de toda su existencia: el origen de su vocación, la fuerza de su testimonio, la consagración de su sacrificio. Con gran afecto os saludo a todos vosotros, aquí congregados en gran número, y a cuantos se han unido a nosotros mediante la radio y la televisión.

Saludo, en primer lugar, al arzobispo Domenico Umberto D'Ambrosio, que, después de años de servicio fiel a esta comunidad diocesana, se dispone a asumir el cuidado pastoral de la archidiócesis de Lecce. También le agradezco cordialmente que se haya hecho intérprete de vuestros sentimientos. Saludo a los demás obispos concelebrantes. Dirijo un saludo especial a los frailes capuchinos, en particular al ministro general, fray Mauro Jöhri, al definitorio general, al ministro provincial, al padre guardián del convento, al rector del santuario y a la Fraternidad capuchina de San Giovanni Rotondo.

Asimismo, saludo y doy las gracias a cuantos dan su contribución al servicio del santuario y de las obras vinculadas a él; saludo a las autoridades civiles y militares; saludo a los sacerdotes, a los diáconos, a los demás religiosos y religiosas, y a todos los fieles. Dirijo un saludo afectuoso a cuantos están en la Casa Alivio del Sufrimiento, a las personas solas y a todos los habitantes de vuestra ciudad.

Acabamos de escuchar el pasaje evangélico de la tempestad calmada, que ha ido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico, potencialmente destructivo, que sólo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar.

Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del "amor de Cristo" (2 Co 5, 14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es "otro" tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su Pascua, en la "santidad" del "camino" que eligió para liberarnos del dominio del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los judíos atravesando las aguas del mar Rojo. "Dios mío —exclama el salmista—, tus caminos son santos (...). Te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas" (Sal 77, 14.20). En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, "muerto por todos", para que todos puedan vivir "por aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15), y para que no vivan sólo para sí mismos.

El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: "¿Quién es este —se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?" (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal contra el Hijo de Dios.

Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama, especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte, estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra, al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como abandonado por él.

Algunos santos han vivido personalmente de modo intenso esta experiencia de Jesús. El padre Pío de Pietrelcina es uno de ellos. Un hombre sencillo, de orígenes humildes, "conquistado por Cristo" (Flp 3, 12) —como escribe de sí el apóstol san Pablo— para convertirlo en un instrumento elegido del poder perenne de su cruz: poder de amor a las almas, de perdón y reconciliación, de paternidad espiritual y de solidaridad activa con los que sufren. Los estigmas que marcaron su cuerpo lo unieron íntimamente al Crucificado resucitado. Auténtico seguidor de san Francisco de Asís, hizo suya, como el Poverello, la experiencia del apóstol san Pablo, tal como la describe en sus cartas: "Estoy crucificado con Cristo: y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20); o también: "La muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros" (2 Co 4, 12).

Esto no significa alienación, pérdida de la personalidad: Dios no anula nunca lo humano, sino que lo transforma con su Espíritu y lo orienta al servicio de su designio de salvación. El padre Pío conservó sus dones naturales, y también su temperamento, pero ofreció todo a Dios, que pudo servirse libremente de él para prolongar la obra de Cristo: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados y curar a los enfermos en el cuerpo y en el alma.

Como sucedió con Jesús, el padre Pío tuvo que librar la verdadera lucha, el combate radical, no contra enemigos terrenos, sino contra el espíritu del mal (cf. Ef 6, 12). Las "tempestades" más fuertes que lo amenazaban eran los asaltos del diablo, de los cuales se defendió con "la armadura de Dios", con "el escudo de la fe" y "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ef 6, 11. 16. 17). Permaneciendo unido a Jesús, siempre tuvo ante sí la profundidad del drama humano; por eso se entregó a sí mismo y ofreció sus numerosos sufrimientos, y se gastó por el cuidado y el alivio de los enfermos, signo privilegiado de la misericordia de Dios, de su reino que viene, más aún, que ya está en el mundo, de la victoria del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte. Guiar a las almas y aliviar el sufrimiento: así se puede resumir la misión de san Pío de Pietrelcina, como dijo de él también el siervo de Dios Papa Pablo VI: "Era un hombre de oración y de sufrimiento" (Discurso a los padres capitulares capuchinos, 20 de febrero de 1971).

Queridos amigos, frailes menores capuchinos, miembros de los grupos de oración y fieles todos de San Giovanni Rotondo, vosotros sois los herederos del padre Pío, y la herencia que os ha dejado es la santidad. En una de sus cartas escribió: "Parece que Jesús no tiene otra curación para mis manos sino la de santificar vuestra alma" (Epist. II, p.155). Su primera preocupación, su anhelo sacerdotal y paterno, fue siempre que las personas volvieran a Dios, que experimentaran su misericordia y, renovadas interiormente, redescubrieran la belleza y la alegría de ser cristianas, de vivir en comunión con Jesús, de pertenecer a su Iglesia y practicar el Evangelio. El padre Pío atraía hacia el camino de la santidad con su testimonio, indicando con su ejemplo el "binario" que lleva a ella: la oración y la caridad.

Ante todo, la oración. Como todos los grandes hombres de Dios, el padre Pío se convirtió él mismo en oración, en cuerpo y alma. Sus jornadas eran un rosario vivido, es decir, una continua meditación y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María. Así se explica la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de sentido práctico humano. Y todo tenía su culmen en la celebración de la santa misa: en ella se unía plenamente al Señor muerto y resucitado.

De la oración, como de una fuente siempre viva, brotaba la caridad. El amor que llevaba en su corazón y transmitía a los demás rebosaba ternura, siempre atento a las situaciones reales de las personas y de las familias. Sentía la predilección del Corazón de Jesús especialmente por los enfermos y los que sufrían, y precisamente de esa predilección surgió y tomó forma el proyecto de una gran obra dedicada al "alivio del sufrimiento". No se puede entender ni interpretar adecuadamente esa institución si se la separa de su fuente inspiradora, que es la caridad evangélica, animada a su vez por la oración.

Queridos hermanos, hoy el padre Pío vuelve a proponer todo esto a nuestra atención. Los peligros del activismo y la secularización están siempre presentes; por eso, mi visita también tiene la finalidad de confirmaros en la fidelidad a la misión heredada de vuestro amadísimo padre. Muchos de vosotros, religiosos, religiosas y laicos, estáis tan absorbidos por las miles de tareas que conlleva el servicio a los peregrinos o a los enfermos del hospital, que corréis el riesgo de descuidar lo único verdaderamente necesario: escuchar a Cristo para cumplir la voluntad de Dios. Cuando os deis cuenta de que corréis este riesgo, mirad al padre Pío: su ejemplo, sus sufrimientos; e invocad su intercesión, para que os obtenga del Señor la luz y la fuerza que necesitáis para proseguir su misma misión impregnada de amor a Dios y de caridad fraterna. Y que desde el cielo siga ejerciendo la exquisita paternidad espiritual que lo caracterizó durante su existencia terrena; que siga acompañando a sus hermanos, a sus hijos espirituales y toda la obra que inició.

Que, juntamente con san Francisco y la Virgen, a la que tanto amó e hizo amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre. Y entonces, incluso en medio de las tempestades que puedan levantarse repentinamente, podréis experimentar el soplo del Espíritu Santo, que es más fuerte que cualquier viento contrario e impulsa la barca de la Iglesia y a cada uno de nosotros. Por eso debemos vivir siempre con serenidad y cultivar en el corazón la alegría, dando gracias al Señor. "Es eterna su misericordia" (Salmo responsorial). Amén.



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