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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES
Y ENTREGA DEL ANILLO CARDENALICIO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo
Domingo 21 de noviembre de 2010

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En la solemnidad de Cristo Rey del universo, tenemos la alegría de reunirnos en torno al altar del Señor junto a los 24 nuevos cardenales, que ayer agregué al Colegio cardenalicio. A ellos, ante todo, dirijo mi cordial saludo, que extiendo a los demás purpurados y a todos los prelados presentes; así como a las ilustres autoridades, a los señores embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, venidos de diferentes partes del mundo para esta feliz circunstancia, que reviste un notable carácter de universalidad.

Muchos de entre vosotros habrán notado que también el anterior consistorio público para la creación de cardenales, que tuvo lugar en noviembre de 2007, se celebró en la vigilia de la solemnidad de Cristo Rey. Han pasado tres años y, por tanto, según el ciclo litúrgico dominical, la Palabra de Dios nos sale al encuentro a través de las mismas lecturas bíblicas, propias de esta importante festividad. Esta se sitúa en el último domingo del año litúrgico y nos presenta, al término del itinerario de la fe, el rostro regio de Cristo, como el Pantocrátor en el ábside de una antigua basílica. Esta coincidencia nos invita a meditar profundamente sobre el ministerio del Obispo de Roma y sobre el ministerio de los cardenales, vinculado a él, a la luz de la singular Realeza de Jesús, nuestro Señor.

El primer servicio del Sucesor de Pedro es el de la fe. En el Nuevo Testamento, Pedro se convierte en «piedra» de la Iglesia en cuanto portador del Credo: el «nosotros» de la Iglesia comienza con el nombre de aquel que fue el primero en profesar la fe en Cristo, comienza con su fe; una fe primero inmadura y todavía «demasiado humana», pero luego, después de la Pascua, madura y capaz de seguir a Cristo hasta el don de sí mismo; madura en creer que Jesús es verdaderamente el Rey; que lo es precisamente porque permaneció en la cruz y, de ese modo, dio la vida por los pecadores. En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de la cruz. Lo escarnecen, pero es también un modo de disculparse, como si dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es sólo culpa tuya porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por tanto, si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros tenemos razón. El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús es un drama universal; atañe a todos los hombres frente a Dios que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Sólo la fe sabe reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también esta última tesela del mosaico de la vida de su Hijo; ella aún no ve todo, pero sigue confiando en Dios, repitiendo una vez más con el mismo abandono: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38). Y luego está la fe del buen ladrón: una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Es decisivo el «conmigo». Sí, esto es lo que lo salva. Ciertamente, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y, a diferencia del otro malhechor, y de todos los demás que los escarnecen, no pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en cambio: «Acuérdate de mí cuando entres en tu reino». Lo ve en la cruz, desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla encima de la cabeza de Jesús: «el rey de los judíos»: lo cree, y se encomienda. Por esto ya está, en seguida, en el «hoy» de Dios, en el paraíso, porque el paraíso es estar con Jesús, estar con Dios.

Aquí, queridos hermanos, tenemos el primer y fundamental mensaje que la Palabra de Dios nos transmite hoy a nosotros: a mí, Sucesor de Pedro, y a vosotros, cardenales. Nos llama a estar con Jesús, como María, y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí con él. Y esto, a causa de nuestro ministerio, debemos hacerlo no sólo por nosotros mismos, sino por toda la Iglesia, por todo el pueblo de Dios. Sabemos por los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la fe de Simón Pedro y de los demás Apóstoles. Está claro y no podía ser de otro modo: eran hombres y pensaban «según los hombres»; no podían tolerar la idea de un Mesías crucificado. La «conversión» de Pedro se realiza plenamente cuando renuncia a querer «salvar» a Jesús y acepta ser salvado por él. Renuncia a querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su cruz. «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32), dice el Señor. Todo el ministerio de Pedro consiste en su fe, una fe que Jesús reconoce en seguida, desde el inicio, como genuina, como don del Padre celestial; pero una fe que debe pasar a través del escándalo de la cruz, para llegar a ser auténtica, verdaderamente «cristiana»; para llegar a ser «roca» sobre la que Jesús pueda construir su Iglesia. La participación en el señorío de Cristo sólo se verifica en concreto al compartir su anonadamiento, con la cruz. También todo mi ministerio, queridos hermanos, y por consiguiente también el vuestro, consiste en la fe. Jesús puede construir sobre nosotros su Iglesia en la medida en que encuentra en nosotros la fe verdadera, pascual, la fe que no quiere hacer que Jesús baje de la cruz, sino que se encomienda a él en la cruz. En este sentido el lugar auténtico del Vicario de Cristo es la cruz, persistir en la obediencia de la cruz.

Este ministerio es difícil, porque no se acomoda al modo de pensar de los hombres —a la lógica natural que, por otra parte, siempre está activa también en nosotros mismos—; pero este es y sigue siendo siempre nuestro primer servicio, el servicio de la fe, que transforma toda la vida: creer que Jesús es Dios, que es el Rey precisamente porque ha llegado hasta ese punto, porque nos ha amado hasta el extremo. Y esta realeza paradójica debemos testimoniarla y anunciarla como hizo él, el Rey, es decir, siguiendo su mismo camino y esforzándonos por adoptar su misma lógica, la lógica de la humildad y del servicio, del grano de trigo que muere para dar fruto. El Papa y los cardenales están llamados a estar profundamente unidos ante todo en esto: todos juntos, bajo la guía del Sucesor de Pedro, deben permanecer en el señorío de Cristo, pensando y actuando según la lógica de la cruz; y esto nunca es fácil ni se puede dar por descontado. En esto debemos ser compactos, y lo somos porque no nos une una idea, una estrategia, sino que nos unen el amor de Cristo y su Santo Espíritu. La eficacia de nuestro servicio a la Iglesia, la Esposa de Cristo, depende esencialmente de esto, de nuestra fidelidad a la realeza divina del Amor crucificado. Por esto, en el anillo que hoy os entrego, sello de vuestro pacto nupcial con la Iglesia, está representada la imagen de la crucifixión. Y, por el mismo motivo, el color de vuestro vestido alude a la sangre, símbolo de la vida y del amor. La sangre de Cristo que, según una antigua iconografía, María recoge del costado traspasado de su Hijo muerto en la cruz; y que el apóstol san Juan contempla mientras brota junto con el agua, según las Escrituras proféticas.

Queridos hermanos, de aquí deriva nuestra sabiduría: sapientia crucis. Sobre esto reflexionó a fondo san Pablo, el primero en trazar un pensamiento cristiano orgánico, centrado precisamente en la paradoja de la cruz (cf. 1 Co 1, 18-25; 2, 1-8). En la carta a los Colosenses —de la cual la liturgia de hoy propone el himno cristológico— la reflexión paulina, fecundada por la gracia del Espíritu, alcanza ya un nivel impresionante de síntesis a la hora de expresar una auténtica concepción cristiana de Dios y del mundo, de la salvación personal y universal; y todo se centra en Cristo, Señor de los corazones, de la historia y del cosmos: «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19-20). Queridos hermanos, estamos llamados a anunciar siempre al mundo a Cristo «imagen del Dios invisible», a Cristo «primogénito de toda la creación» y «primogénito de entre los muertos», para que —como escribe el Apóstol— «tenga él el primado sobre todas las cosas» (Col 1, 15.18). El primado de Pedro y de sus Sucesores está totalmente al servicio de este primado de Jesucristo, único Señor; al servicio de su reino, es decir, de su señorío de amor, a fin de que venga y se extienda, renueve a los hombres y las cosas, transforme la tierra y haga brotar en ella la paz y la justicia.

Dentro de este designio, que trasciende la historia y, al mismo tiempo, se revela y se realiza en ella, encuentra su lugar la Iglesia, «cuerpo» del que Cristo es «la cabeza» (cf. Col 1, 18). En la carta a los Efesios, san Pablo habla explícitamente del señorío de Cristo y lo relaciona con la Iglesia. Formula una oración de alabanza a la «grandeza de la potencia de Dios», que resucitó a Cristo y lo constituyó Señor universal, y concluye: «Bajo sus pies sometió todas la cosas / y lo constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, / que es su Cuerpo, / la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22-23). La misma palabra «plenitud», que corresponde a Cristo, san Pablo la atribuye aquí a la Iglesia, por participación: en efecto, el cuerpo participa de la plenitud de la Cabeza. Venerados hermanos cardenales —y me dirijo también a todos vosotros, que compartís con nosotros la gracia de ser cristianos— he aquí nuestro gozo: participar, en la Iglesia, en la plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz, «participar en la herencia de los santos en la luz», haber sido «trasladados» al reino del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-13). Por esto nosotros vivimos en perenne acción de gracias, e incluso en medio de las pruebas no perdemos la alegría y la paz que Cristo nos ha dejado, como prenda de su reino, que ya está en medio de nosotros, que esperamos con fe y esperanza, y ya comenzamos a saborear en la caridad. Amén.



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