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MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES
CON OCASIÓN DE SU XIII ASAMBLEA PLENARIA

 

A su excelencia
Profesora Mary Ann GLENDON
Presidenta de la Academia pontificia
de ciencias sociales

Con ocasión de la reunión de la Academia pontificia de ciencias sociales para su XIII sesión plenaria, me alegra saludarla a usted y a sus distinguidos colegas, expresándoles mis mejores deseos para sus deliberaciones, acompañados de mi oración.

Este año, el encuentro de la Academia está dedicado al estudio del tema:  "Caridad y justicia en las relaciones entre pueblos y naciones". La Iglesia no puede menos de interesarse por ese tema, dado que la búsqueda de la justicia y la promoción de la civilización del amor son aspectos esenciales de su misión al servicio del anuncio del Evangelio de Jesucristo.

No cabe duda de que la construcción de una sociedad justa corresponde en primer lugar al orden político, tanto dentro de los diversos Estados como en la comunidad internacional. Como tal, en todos los niveles requiere un ejercicio disciplinado de la razón práctica y un entrenamiento de la voluntad para poder discernir y satisfacer las exigencias específicas de la justicia, respetando plenamente el bien común y la dignidad inalienable de toda persona.

En mi encíclica Deus caritas est reafirmé, al inicio de mi pontificado, el deseo de la Iglesia de contribuir a esta necesaria purificación de la razón, para ayudar a formar las conciencias y para estimular una respuesta más amplia a las exigencias genuinas de la justicia. Al mismo tiempo, subrayé que, incluso en la más justa de las sociedades, habrá siempre espacio para la caridad:  "No hay ningún orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor" (n. 28).

La convicción de la Iglesia de que la justicia y la caridad son inseparables nace, en definitiva, de su experiencia de la infinita justicia y misericordia de Dios reveladas en Jesucristo, y lo manifiesta insistiendo en que el hombre mismo y su irreductible dignidad deben ocupar el centro de la vida política y social.

Por tanto, el magisterio de la Iglesia, que no sólo se dirige a los creyentes sino también a todos los hombres de buena voluntad, apela a la recta razón y a una sana comprensión de la naturaleza humana al proponer principios capaces de guiar a los individuos y a las comunidades hacia la búsqueda de un orden social marcado por la justicia, la libertad, la solidaridad fraterna y la paz.

En el centro de esa enseñanza, como sabéis muy bien, está el principio del destino universal de todos los bienes de la creación. Según ese principio fundamental, todo lo que produce la tierra y todo lo que el hombre transforma y confecciona, todo su conocimiento y toda su tecnología, todo está destinado a servir al desarrollo material y espiritual de la familia humana y de todos sus miembros.

Desde esta perspectiva íntegramente humana podemos comprender más plenamente el papel esencial que desempeña la caridad en la búsqueda de la justicia. Mi predecesor el Papa Juan Pablo II estaba convencido de que la justicia por sí sola era insuficiente para entablar relaciones realmente humanas y fraternas dentro de la sociedad. "En todas las esferas de las relaciones interhumanas —afirmó—, la justicia debe experimentar, por decirlo así, una notable "corrección" por parte del amor que —como proclama san Pablo— es "paciente" y "benigno", o dicho en otras palabras, lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al Evangelio y al cristianismo" (Dives in misericordia, 14). Es decir, la caridad no sólo permite a la justicia ser más creativa y afrontar nuevos desafíos, sino que también inspira y purifica los esfuerzos de la humanidad encaminados a alcanzar la auténtica justicia para construir así una sociedad digna del hombre.

En un contexto en que, "la solicitud por el prójimo, superando los confines de las comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo entero" (Deus caritas est, 30), se debe comprender y subrayar más claramente la relación intrínseca que existe entre caridad y justicia. A la vez que manifiesto mi confianza en que vuestros debates de estos días resulten fructuosos a este respecto, deseo atraer brevemente vuestra atención hacia tres desafíos específicos que el mundo afronta, desafíos que únicamente pueden afrontarse con un compromiso convencido al servicio de la mayor justicia, que está inspirada por la caridad.

El primer desafío atañe al medio ambiente y a un desarrollo sostenible. La comunidad internacional reconoce que los recursos del mundo son limitados y que todo pueblo tiene el deber de poner en práctica políticas encaminadas a la protección del medio ambiente, con el fin de prevenir la destrucción del patrimonio natural cuyos frutos son necesarios para el bienestar de la humanidad.

Para afrontar este desafío, se requiere un enfoque interdisciplinar semejante al que vosotros habéis empleado. Además, hace falta una capacidad de valorar y prever, de vigilar la dinámica del cambio ambiental y del desarrollo sostenible, de elaborar y aplicar soluciones a nivel internacional. Es preciso prestar atención particular al hecho de que los países más pobres son los que suelen pagar el precio más alto por el deterioro ecológico.

En el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2007, puse de relieve que "la destrucción del medio ambiente, su uso impropio o egoísta y el acaparamiento violento de los recursos de la tierra, generan fricciones, conflictos y guerras, precisamente porque son fruto de un concepto inhumano de desarrollo. En efecto, un desarrollo que se limitara al aspecto técnico y económico, descuidando la dimensión moral y religiosa, no sería un desarrollo humano integral y, al ser unilateral, terminaría fomentando la capacidad destructiva del hombre" (n. 9:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 6).

Al afrontar los desafíos de la protección del medio ambiente y del desarrollo sostenible, estamos llamados a promover y a «salvaguardar las condiciones morales de una auténtica "ecología humana"» (Centesimus annus, 38). Por otra parte, esto exige una relación responsable no sólo con la creación sino también con nuestro prójimo, cercano o lejano, en el espacio y en el tiempo, y con el Creador.

Esto nos lleva a un segundo desafío, que implica nuestro concepto de persona humana y, en consecuencia, nuestras relaciones recíprocas. Si a los seres humanos no se les ve como personas, varones y mujeres, creados a imagen de Dios (cf. Gn 1, 26), dotados de una dignidad inviolable, será muy difícil lograr una plena justicia en el mundo. A pesar del reconocimiento de los derechos de la persona en declaraciones internacionales y en instrumentos legales, es necesario progresar mucho para que ese reconocimiento tenga consecuencias sobre los problemas globales, como los siguientes:  la brecha cada vez mayor entre países ricos y países pobres; la desigual distribución y asignación de los recursos naturales y de la riqueza producida por la actividad humana; la tragedia del hambre, de la sed y de la pobreza en un planeta donde hay abundancia de alimento, de agua y de prosperidad; los sufrimientos humanos de los refugiados y de los prófugos; las continuas hostilidades en muchas partes del mundo; la falta de una protección legal suficiente para los niños por nacer; la explotación de los niños; el tráfico internacional de seres humanos, armas y drogas; y otras muchas injusticias graves.

El tercer desafío concierne a los valores del espíritu. Urgidos por preocupaciones económicas, tendemos a olvidar que, al contrario de los bienes materiales, los bienes espirituales, que son típicos del hombre, se extienden y se multiplican cuando se comunican. A diferencia de los bienes divisibles, los bienes espirituales, como el conocimiento y la educación, son indivisibles, y cuanto más se comparten, más se poseen.

La globalización ha aumentado la interdependencia de los pueblos, con sus diferentes tradiciones, religiones y sistemas de educación. Eso significa que los pueblos del mundo, precisamente en virtud de sus diferencias, están aprendiendo continuamente unos de otros y entablando contactos cada vez mayores. Por eso, resulta cada vez más importante la necesidad de un diálogo que pueda ayudar a las personas a comprender sus propias tradiciones cuando entran en contacto con las de los demás, para desarrollar una mayor autoconciencia ante los desafíos planteados a su propia identidad, promoviendo así la comprensión y el reconocimiento de los verdaderos valores humanos dentro de una perspectiva intercultural.

Para afrontar positivamente estos desafíos es urgentemente necesaria una justa igualdad de oportunidades, especialmente en el campo de la educación y de la transmisión del conocimiento. Por desgracia, en muchas partes del mundo la educación, especialmente en el nivel primario, sigue siendo dramáticamente insuficiente.

Para afrontar estos desafíos sólo el amor al prójimo puede inspirar en nosotros la justicia al servicio de la vida y de la promoción de la dignidad humana. Sólo el amor dentro de la familia, fundada en un hombre y una mujer, creados a imagen de Dios, puede asegurar la solidaridad inter-generacional que transmite amor y justicia a las generaciones futuras. Sólo la caridad puede estimularnos a poner una vez más a la persona humana en el centro de la vida de la sociedad y en el centro de un mundo globalizado, gobernado por la justicia.

Con estas consideraciones, queridos miembros de la Academia, os aliento en vuestro esfuerzo por seguir realizando vuestro importante trabajo. Sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos invoco de corazón las bendiciones divinas de sabiduría, alegría y paz.

Vaticano, 28 de abril de 2007

 BENEDICTO XVI



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