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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CAPÍTULO GENERAL DE LA ORDEN DE LOS HERMANOS DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA DEL MONTE CARMELO

 

Al reverendo padre
JOSEPH CHALMERS
Prior general
de la Orden de los Hermanos
de la Bienaventurada Virgen María
del Monte Carmelo

Me alegra saber que esa antigua e ilustre Orden se dispone a celebrar en el próximo mes de septiembre su capítulo general con ocasión del octavo centenario de la entrega, por parte de san Alberto, patriarca de Jerusalén (1205-1214), de la formula vitae en la que se inspiraron los ermitaños latinos que vivieron "junto a la fuente en el monte Carmelo" (Regla carmelita, 1). Se trata del primer reconocimiento, por parte de la Iglesia, de ese grupo de hombres, que lo habían dejado todo para vivir en obediencia a Jesucristo, imitando los sublimes ejemplos de la bienaventurada Virgen María y del profeta Elías. Al proceso canónico, que se concluyó con algunas enmiendas, siguió, en el año 1247, la aprobación de la Regla por parte de mi predecesor el Papa Inocencio IV.

Por una feliz coincidencia, este año la Orden del Carmen celebra también otros aniversarios, que considera momentos de gracia, como el séptimo centenario de la piadosa muerte de san Alberto de Trápani, llamado Pater Ordinis, y el cuarto centenario del ingreso en la vida eterna de santa María Magdalena de Pazzi, la serafina del Carmelo. Por tanto, es para mí motivo de íntima alegría poder expresar mi participación en la intensa experiencia espiritual que la familia carmelita vivirá con ocasión de su capítulo.

Los primeros carmelitas fueron al monte Carmelo porque creían en el amor de Dios, que amó tanto al mundo que le dio a su Hijo único (cf. Jn 3, 16). Acogiendo el señorío de Cristo sobre su vida, estaban dispuestos a ser transformados por su amor. Esta es la opción fundamental ante la cual se sitúa todo cristiano. Lo puse de relieve en mi primera encíclica:  "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1). Si este desafío vale para el cristiano, ¡cuánto más debe sentirse interpelado por él el carmelita, cuya vocación es la subida al monte de la perfección!

Sin embargo, sabemos bien que no es fácil vivir fielmente esta llamada. En cierto sentido, es necesario protegerse con armaduras de las insidias del mundo. Lo recuerda también la Regla carmelita:  "Ceñid vuestros lomos con el cíngulo de la castidad; fortaleced vuestros pechos con pensamientos santos, pues está escrito: el pensamiento santo te guardará. Revestíos la coraza de la justicia, de manera que améis al Señor vuestro Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y a vuestro prójimo como a vosotros mismos. Embrazad en todo momento el escudo de la fe y con él podréis apagar los encendidos dardos del maligno" (n. 19).

También dice:  "La espada del Espíritu, es decir, la palabra de Dios, habite en toda su riqueza en vuestra boca y en vuestro corazón. Y lo que debáis hacer, hacedlo conforme a la palabra del Señor" (n. 19). Muchas mujeres y hombres han alcanzado la santidad viviendo con fidelidad creativa los valores de la Regla carmelita. Al contemplarlos a ellos, como a todos los demás discípulos que han seguido fielmente a Cristo, "nos sentimos animados por nuevos motivos a buscar la ciudad futura. Al mismo tiempo, descubrimos el camino seguro que nos llevará en este mundo cambiante a la unión perfecta con Cristo, a la santidad, según el estado y condición de cada uno" (Lumen gentium, 50).

El tema de vuestra asamblea capitular —"In obsequio Jesu Christi. Comunidad orante y profética en un mundo que cambia"— pone claramente de manifiesto el estilo con el que la Orden del Carmen quiere responder al amor de Dios por medio de una vida impregnada de oración, fraternidad y espíritu profético. En el corazón de vuestra Regla está el precepto de reunirse (convenire) cada mañana para la celebración eucarística. En efecto, es en la Eucaristía donde "se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (...), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento" (Sacramentum caritatis, 8).

De ello eran ya plenamente conscientes los primeros carmelitas, que buscaban la santificación personal mediante la participación asidua en el banquete eucarístico, pues la celebración diaria de la Eucaristía pone en marcha "un proceso de transformación  de  la  realidad, cuyo término último  será la transfiguración del mundo  entero, el momento en que Dios será todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 28)" (ib., 11).

Con la mirada fija en Cristo y confiando en la ayuda de los santos que a lo largo de estos ocho siglos han encarnado los dictámenes de la Regla del Carmelo, cada miembro de la Orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo ha de sentirse llamado a ser testigo creíble de la dimensión espiritual propia de todo ser humano. Así, los fieles laicos podrán encontrar en las comunidades carmelitas auténticas ""escuelas" de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el "arrebato" del corazón" (Novo millennio ineunte, 33).

Que la bienaventurada Virgen María, Madre y honra del Carmelo, asista a los carmelitas y a las carmelitas, a los miembros de la Tercera Orden y a cuantos de diversas maneras participan en la gran familia del Carmelo, y les enseñe a obedecer a la palabra de Dios y a conservarla en su corazón, meditándola diariamente. Que el profeta Elías los convierta en celosos asertores del Dios vivo y los guíe al monte santo, donde se les conceda percibir la brisa suave de la Presencia divina.

Con estos sentimientos, a la vez que invoco sobre toda la familia carmelita la abundancia de los dones de un renovado Pentecostés que aumente su celo por el Señor, imparto de corazón a todos, y en especial a los capitulares, la bendición apostólica.

Castelgandolfo, 14 de agosto de 2007

BENEDICTO XVI



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