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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES PARTICIPANTES EN LA VIGILIA
DEL 49º CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL


Sábado 21 de junio de 2008

 

Queridos jóvenes:

Me alegra saludaros desde Roma y aseguraros mi oración mientras estáis reunidos con ocasión del 49° Congreso eucarístico internacional, en Quebec. Me complace constatar vuestra atención por el misterio de la Eucaristía, "don de Dios para la vida del mundo", como subraya el lema del Congreso. Os invito a meditar sin cesar en este "gran misterio de la fe", como proclamamos en cada misa, después de la consagración.

Ante todo, en la Eucaristía revivimos el sacrificio del Señor al final de su vida, con el que salva a todos los hombres. Así estamos junto a él y recibimos en abundancia las gracias necesarias para nuestra vida diaria y para nuestra salvación. La Eucaristía es, por excelencia, el gesto del amor de Dios hacia nosotros. ¿Qué hay más grande que dar la propia vida por amor? En esto Jesús es el modelo de la entrega total de sí mismo, camino por el que también nosotros debemos avanzar siguiéndole a él.

La Eucaristía también es un modelo para la vida cristiana, que debe impregnar toda nuestra existencia. Cristo nos convoca para reunirnos, para constituir la Iglesia, su Cuerpo en medio del mundo. Para acceder a las mesas de la Palabra y del Pan, debemos acoger antes el perdón de Dios, don que nos vuelve a levantar en nuestro camino diario, que restablece en nosotros la imagen divina y nos muestra hasta qué punto somos amados.

Además, como al fariseo Simón, en el evangelio según san Lucas, Jesús nos dirige continuamente las palabras de la Escritura: "Tengo algo que decirte" (Lc 7, 40). En efecto, cada palabra de la Escritura es para nosotros una palabra de vida, que debemos escuchar con suma atención. De modo especial, el Evangelio constituye el corazón del mensaje cristiano, la revelación total de los misterios divinos. En su Hijo, la Palabra hecha carne, Dios nos lo ha dicho todo. En su Hijo, Dios nos ha revelado su rostro de Padre, un rostro de amor, de esperanza. Nos ha mostrado el camino de la felicidad y de la alegría. Durante la consagración, momento particularmente intenso de la Eucaristía, porque en él recordamos el sacrificio de Cristo, estáis llamados a contemplar al Señor Jesús, como santo Tomás: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28).

Después de haber recibido la palabra de Dios, después de haberos alimentado con su Cuerpo, dejaos transformar interiormente y recibid de él vuestra misión. En efecto, él os envía al mundo para ser portadores de su paz y testigos de su mensaje de amor. No tengáis miedo de anunciar a Cristo a los jóvenes de vuestra edad. Mostradles que Cristo no es un obstáculo para vuestra vida, ni para vuestra libertad. Al contrario, mostradles que él os da la verdadera vida, os hace libres para luchar contra el mal y para hacer que vuestra vida sea bella.

No olvidéis que la Eucaristía dominical es un encuentro de amor con el Señor, sin el cual no podemos vivir. Cuando lo reconocéis "en la fracción del pan", como los discípulos de Emaús, os convertís en compañeros suyos. Os ayudará a crecer y a dar lo mejor de vosotros mismos. Recordad que en el pan de la Eucaristía Cristo está real, total y sustancialmente presente. Por tanto, en el misterio de la Eucaristía, en la misa y durante la adoración silenciosa ante el santísimo Sacramento del altar lo encontraréis de una forma privilegiada.

Si abrís todo vuestro ser y toda vuestra vida a la mirada de Cristo, no quedaréis oprimidos; al contrario, descubriréis que sois amados de una manera infinita. Recibiréis la fuerza que necesitáis para construir vuestra vida y para realizar las opciones que se os presentan cada día. Ante el Señor, en el silencio de vuestro corazón, algunos de vosotros podéis sentiros llamados a seguirlo de un modo más radical en el sacerdocio o en la vida consagrada. No tengáis miedo de escuchar esta llamada y de responder con alegría. Como dije en la inauguración de mi pontificado, Dios no quita nada a los que se entregan a él. Al contrario, les da todo. Saca lo mejor que hay en cada uno de nosotros, de manera que nuestra vida pueda florecer verdaderamente.

A vosotros, queridos jóvenes, y a todos los participantes en el Congreso eucarístico internacional de Quebec, imparto una afectuosa bendición apostólica.



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