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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN RETIRO SACERDOTAL INTERNACIONAL

(ARS, 27 DE SEPTIEMBRE - 3 DE OCTUBRE DE 2009)

Lunes 28 de septiembre de 2009

 

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Como podéis imaginar fácilmente, me habría sentido muy feliz de poder estar con vosotros en este retiro sacerdotal internacional sobre el tema: "La alegría del sacerdote consagrado para la salvación del mundo". Estáis participando en gran número y os beneficiáis de las enseñanzas del cardenal Christoph Schönborn. Lo saludo cordialmente, así como a los demás predicadores y al obispo de Belley-Ars, monseñor Guy-Marie Bagnard. Debo contentarme con dirigiros este mensaje grabado, pero —creedme— con estas pocas palabras os hablo a cada uno de vosotros de la manera más personal posible, pues, como dice san Pablo: "Os llevo en el corazón, partícipes como sois de mi gracia" (Flp 1, 7).

San Juan María Vianney subrayaba el papel indispensable del sacerdote, cuando decía: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina" (Le curé d'Ars. Pensées, presentados por el abad Bernard Nodet, ed. Desclée de Brouwer, Foi Vivante 2000, p. 101). En este Año sacerdotal, todos estamos llamados a explorar y redescubrir la grandeza del sacramento que nos ha configurado para siempre a Cristo sumo Sacerdote y nos ha "santificado en la verdad" (Jn 17, 19) a todos.

Elegido de entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y está llamado a servirles entregándoles la vida de Dios. Es él quien "continúa la obra de la redención en la tierra" (Nodet, p. 98). Nuestra vocación sacerdotal es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Co 4, 7). San Pablo expresó felizmente la infinita distancia que existe entre nuestra vocación y la pobreza de las respuestas que podemos dar a Dios. Desde este punto de vista existe un vínculo secreto que une el Año paulino y el Año sacerdotal. Todavía conservamos en lo más íntimo de nuestro corazón la exclamación conmovedora y confiada del Apóstol, que dice: "Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10). La conciencia de esta debilidad abre a la intimidad de Dios, que da fuerza y alegría. Cuanto más persevera el sacerdote en la amistad de Dios, tanto más continuará la obra del Redentor en la tierra (cf. Nodet, p. 98). El sacerdote ya no vive para sí mismo, sino para todos (cf. Nodet, p. 100).

Este es precisamente uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. El sacerdote, ciertamente hombre de la Palabra divina y de lo sagrado, debe ser hoy más que nunca hombre de alegría y de esperanza. A los hombres que ya no pueden concebir que Dios sea Amor puro él dirá siempre que la vida vale la pena vivirla, y que Cristo le da todo su sentido porque ama a los hombres, a todos los hombres. La religión del cura de Ars es una religión de la felicidad, no una búsqueda morbosa de la mortificación, como a veces se ha creído: "Nuestra felicidad es demasiado grande; no, no, nunca podremos comprenderlo" (Nodet, p. 110), decía, y también: "Cuando estamos en camino y divisamos un campanario, esta vista debe hacer latir nuestro corazón como la vista de la casa donde habita su amado hace latir el corazón de la esposa" (ib.).

Aquí quiero saludar con un afecto particular a aquellos de vosotros que tienen el encargo pastoral de varias iglesias y que se prodigan sin escatimar esfuerzos para mantener la vida sacramental en sus diferentes comunidades. El reconocimiento de la Iglesia hacia todos vosotros es inmenso. No os desalentéis, sino seguid rezando y haciendo rezar para que numerosos jóvenes acepten responder a la llamada de Cristo, que no deja de querer que aumente el número de sus apóstoles para segar sus campos.

Queridos sacerdotes, pensad también en la gran diversidad de los ministerios que ejercéis al servicio de la Iglesia. Pensad en el gran número de misas que habéis celebrado o celebraréis, haciendo cada vez realmente presente a Cristo sobre el altar. Pensad en las innumerables absoluciones que habéis dado y que daréis, permitiendo a un pecador dejarse redimir. Entonces percibís la fecundidad infinita del sacramento del Orden. Vuestras manos, vuestros labios, se han convertido, por un instante, en las manos y los labios de Dios. Lleváis a Cristo en vosotros; por gracia habéis entrado en la Santísima Trinidad. Como decía el santo cura: "Si se tuviera fe, se vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un cristal, como un vino mezclado con agua" (Nodet, p. 97). Esta consideración debe llevar a armonizar las relaciones entre los sacerdotes con el fin de realizar la comunidad sacerdotal a la que exhortaba san Pedro (cf. 1 P 2, 9) para construir el cuerpo de Cristo y edificaros en el amor (cf. Ef 4, 11-16).

El sacerdote es el hombre del futuro: es aquel que se ha tomado en serio las palabras de san Pablo: "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba" (Col 3, 1). Lo que hace en la tierra forma parte de los medios ordenados al Fin último. La misa es el único punto de unión entre los medios y el Fin, pues nos permite contemplar ya, bajo las humildes especies del pan y del vino, el Cuerpo y la Sangre de Aquel a quien adoraremos en la eternidad. Las frases sencillas y densas del santo cura sobre la Eucaristía nos ayudan a percibir mejor la riqueza de este momento único de la jornada en el que vivimos un cara a cara vivificante para nosotros mismos y para cada uno de los fieles. "La felicidad que hay en decir la misa —escribió— sólo se comprenderá en el cielo" (Nodet, p. 104). Por eso, os animo a reforzar vuestra fe y la de los fieles en el Sacramento que celebráis y que es la fuente de la verdadera alegría. El santo de Ars escribió: "El sacerdote debe sentir la misma alegría (de los Apóstoles) al ver a nuestro Señor, al que tiene entre las manos" (ib.).

Agradeciéndoos lo que sois y lo que hacéis, os repito: "Nada sustituirá jamás el ministerio de los sacerdotes en la vida de la Iglesia" (Homilía durante la misa del 13 de septiembre de 2008 en la Explanada de los Inválidos, en París: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 2008, p. 11). Testigos vivos del poder de Dios que actúa en la debilidad de los hombres, consagrados para la salvación del mundo, habéis sido elegidos, mis queridos hermanos, por Cristo mismo para ser, gracias a él, sal de la tierra y luz del mundo. Os deseo que, durante este retiro espiritual, experimentéis de modo profundo al Íntimo inenarrable (san Agustín, Confesiones, III, 6, 11) para estar perfectamente unidos a Cristo a fin de anunciar su amor a vuestro alrededor y de entregaros totalmente al servicio de la santificación de todos los miembros del pueblo de Dios. Encomendándoos a la Virgen María, Madre de Cristo y de los sacerdotes, os imparto a todos mi bendición apostólica.



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