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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIII EDICIÓN
DEL «MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS»
(RÍMINI, 19-25 DE AGOSTO DE 2012)

 

Al venerado hermano
Monseñor Francesco Lambiasi
Obispo de Rímini

Deseo dirigir mi cordial saludo a usted, a los organizadores y a todos los participantes en el «Meeting para la amistad entre los pueblos», que llega a su trigésima tercera edición. El tema elegido este año —«La naturaleza del hombre es relación con el infinito»— resulta especialmente significativo con vistas al ya inminente inicio del «Año de la fe», que he querido convocar con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II.

Hablar del hombre y de su anhelo de infinito significa ante todo reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una criatura de Dios. Hoy esta palabra —criatura— parece casi pasada de moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto de su propio destino. La consideración del hombre como criatura resulta «incómoda» porque implica una referencia esencial a algo diferente, o mejor, a Otro —no gestionable por el hombre— que entra a definir de modo esencial su identidad; una identidad relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de Aquel que nos ha querido y nos ha creado. Sin embargo esta dependencia, de la que el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no sólo no esconde o disminuye, sino que revela de modo luminoso la grandeza y la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con la Vida misma, con Dios.

Decir que «la naturaleza del hombre es relación con el infinito» significa entonces decir que toda persona ha sido creada para que pueda entrar en diálogo con Dios, con el Infinito. Al inicio de la historia del mundo, Adán y Eva son fruto de un acto de amor de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y su vida y su relación con el Creador coincidían: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Y el pecado original tiene su raíz última precisamente en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación constitutiva, en querer ocupar el lugar de Dios, en creer que podían prescindir de él. Sin embargo, también después del pecado permanece en el hombre el deseo apremiante de este diálogo, casi una firma grabada con fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. El Salmo 63 nos ayuda a entrar en el corazón de este discurso: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (v. 2). No sólo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: incluso cuando se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita en el hombre. Al contrario, comienza una búsqueda afanosa y estéril de «falsos infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del alma y el anhelo de la carne de los que habla el salmista no se pueden eliminar; así el hombre, sin saberlo, va en busca del Infinito, pero en direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida de modo desordenado, en las tecnologías totalizadoras, en el éxito a cualquier precio, incluso en formas engañosas de religiosidad. También a menudo se corre el riesgo de absolutizar las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a él, convirtiéndolas así en ídolos que sustituyen al Creador.

Reconocer que estamos hechos para el infinito significa recorrer un camino de purificación de los que hemos llamado «falsos infinitos», un camino de conversión del corazón y de la mente. Es necesario erradicar todas las falsas promesas de infinito que seducen al hombre y lo hacen esclavo. Para encontrarse verdaderamente a sí mismo y la propia identidad, para vivir a la altura del propio ser, el hombre debe volver a reconocerse criatura, dependiente de Dios. Al reconocimiento de esta dependencia —que en lo profundo es el gozoso descubrimiento de ser hijos de Dios— está vinculada la posibilidad de una vida verdaderamente libre y plena. Es interesante notar cómo san Pablo, en la Carta a los Romanos, ve lo contrario de la esclavitud no tanto en la libertad, cuanto en la filiación, en el hecho de haber recibido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos y nos permite clamar a Dios «¡Abba! ¡Padre!» (cf. 8, 15). El Apóstol de los gentiles habla de una esclavitud «mala»: la del pecado, de la ley, de las pasiones de la carne. A esta, sin embargo, no contrapone la autonomía, sino la «esclavitud de Cristo» (cf. 6, 16-22); más aún, él mismo se define: «Pablo, siervo de Cristo Jesús» (1, 1). El punto fundamental, por tanto, no es eliminar la dependencia, que es constitutiva del hombre, sino dirigirla hacia el Único que puede hacer verdaderamente libres.

Pero en este punto surge una pregunta: ¿No le es tal vez estructuralmente imposible al hombre vivir a la altura de su propia naturaleza? Y ¿no es tal vez una condena este anhelo hacia el infinito que él mismo advierte sin poderlo satisfacer nunca totalmente? Este interrogante nos lleva directamente al corazón del cristianismo. El Infinito mismo, en efecto, para hacerse respuesta que el hombre pueda experimentar, asumió una forma finita. Desde la Encarnación, desde el momento en que el Verbo se hizo carne, quedó eliminada la insalvable distancia entre finito e infinito: el Dios eterno e infinito dejó su Cielo y entró en el tiempo, se sumergió en la finitud humana. Ahora ya nada es banal o insignificante en el camino de la vida y del mundo. El hombre está hecho para un Dios infinito que se ha hecho carne, que ha asumido nuestra humanidad para atraerla a las alturas de su ser divino.

Descubrimos así la dimensión más verdadera de la existencia humana, que el siervo de Dios Luigi Giussani recordaba continuamente: la vida como vocación. Cada cosa, cada relación, cada alegría, como también cada dificultad, encuentra su razón última en el hecho de que es ocasión de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a él la realización plena de nuestra humanidad. «Nos has hecho para ti —escribía san Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1, 1). No debemos tener miedo de aquello que Dios nos pide a través de las circunstancias de la vida, aunque fuera nuestra entrega total en una forma particular de seguir e imitar a Cristo en el sacerdocio o en la vida religiosa. El Señor, al llamar a algunos a vivir totalmente de él, invita a todos a reconocer la esencia de la propia naturaleza de seres humanos: estamos hechos para el infinito. Y Dios quiere nuestra felicidad, nuestra plena realización humana. Pidamos, entonces, entrar y permanecer en la mirada de la fe que ha caracterizado a los santos, para poder descubrir las semillas de bien que el Señor esparce a lo largo del camino de nuestra vida y adherirnos con gozo a nuestra vocación.

Deseando que estos breves pensamientos sean de ayuda para quienes participan en el Meeting, aseguro mi cercanía en la oración y espero que la reflexión de estos días introduzca a todos en la certeza y en la alegría de la fe.

A usted, venerado hermano, a los responsables y a los organizadores del encuentro, así como a todos los presentes, de buen grado imparto una especial bendición apostólica.

Castelgandolfo, 10 de agosto de 2012

BENEDICTUS PP XVI



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