DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO
ORGANIZADO POR LA ACADEMIA PONTIFICA PARA LA VIDA
Sala de los Suizos, Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Sábado 16 de septiembre de 2006
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores; amables señoras:
Os dirijo a todos mi saludo cordial. El encuentro con científicos y estudiosos como vosotros, dedicados a la investigación destinada a la terapia de enfermedades que afligen profundamente a la humanidad, es para mí motivo de particular consuelo. Doy las gracias a los organizadores de este congreso sobre un tema que ha cobrado cada vez mayor importancia durante estos años. El tema específico del simposio está formulado oportunamente con un interrogante abierto a la esperanza: "Las células madre: ¿qué futuro para la terapia?".
Agradezco al presidente de la Academia pontificia para la vida, monseñor Elio Sgreccia, las amables palabras que me ha dirigido también en nombre de la Federación internacional de asociaciones de médicos católicos (FIAMC), asociación que ha cooperado a la organización del congreso y está aquí representada por el presidente saliente, profesor Gianluigi Gigli, y por el presidente electo, profesor Simón de Castellví.
Cuando la ciencia se aplica al alivio del sufrimiento y cuando, por este camino, descubre nuevos recursos, se muestra doblemente rica en humanidad: por el esfuerzo del ingenio aplicado a la investigación y por el beneficio anunciado a los afectados por la enfermedad. También los que proporcionan los medios económicos e impulsan las estructuras de estudio necesarias comparten el mérito de este progreso por el camino de la civilización. Quisiera repetir en esta circunstancia lo que afirmé en una audiencia reciente: "El progreso sólo puede ser progreso real si sirve a la persona humana y si la persona humana crece; no sólo debe crecer su poder técnico, sino también su capacidad moral" (Entrevista concedida a Radio Vaticano y cuatro cadenas de televisión alemanas, 5 de agosto de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de agosto de 2006, p. 6).
Desde esta perspectiva, también la investigación con células madre somáticas merece aprobación y aliento cuando conjuga felizmente al mismo tiempo el saber científico, la tecnología más avanzada en el ámbito biológico y la ética que postula el respeto del ser humano en todas las fases de su existencia. Las perspectivas abiertas por este nuevo capítulo de la investigación son fascinantes en sí mismas, porque permiten vislumbrar la posibilidad de curar enfermedades que comportan la degeneración de los tejidos, con los consiguientes riesgos de invalidez y de muerte para los afectados.
¿Cómo no sentir el deber de felicitar a los que se dedican a esta investigación y a los que sostienen su organización y sus costes? En particular, quisiera exhortar a las instituciones científicas que por inspiración y organización tienen como referencia a la Iglesia católica a incrementar este tipo de investigación y a establecer contactos más estrechos entre sí y con quienes buscan del modo debido el alivio del sufrimiento humano.
Permitidme también reivindicar, ante las frecuentes e injustas acusaciones de insensibilidad dirigidas contra la Iglesia, el apoyo constante que ha dado a lo largo de su historia bimilenaria a la investigación encaminada a la curación de las enfermedades y al bien de la humanidad. Si ha habido ―y sigue habiendo― resistencia, era y es ante las formas de investigación que incluyen la eliminación programada de seres humanos ya existentes, aunque aún no hayan nacido. En estos casos la investigación, prescindiendo de los resultados de utilidad terapéutica, no se pone verdaderamente al servicio de la humanidad, pues implica la supresión de vidas humanas que tienen igual dignidad que los demás individuos humanos y que los investigadores. La historia misma ha condenado en el pasado y condenará en el futuro esa ciencia, no sólo porque está privada de la luz de Dios, sino también porque está privada de humanidad. Quisiera repetir aquí cuanto escribí hace algún tiempo: "Aquí hay un problema que no podemos ignorar: nadie puede disponer de la vida humana. Se debe establecer una frontera infranqueable a nuestras posibilidades de actuar y experimentar. El hombre no es un objeto del que podamos disponer, sino que cada individuo representa la presencia de Dios en el mundo" (J. Ratzinger, Dio e il mondo, p. 119).
Ante la supresión directa de un ser humano no puede haber ni componendas ni tergiversaciones; no es posible pensar que una sociedad pueda combatir eficazmente el crimen cuando ella misma legaliza el delito en el ámbito de la vida naciente. Con ocasión de recientes congresos de la Academia pontificia para la vida reafirmé la enseñanza de la Iglesia, dirigida a todos los hombres de buena voluntad, acerca del valor humano del recién concebido, aunque sea antes de su implantación en el útero. El hecho de que vosotros, en este congreso, hayáis expresado el compromiso y la esperanza de conseguir nuevos resultados terapéuticos utilizando células del cuerpo adulto sin recurrir a la eliminación de seres humanos recién concebidos, y el hecho de que los resultados estén premiando vuestro trabajo, constituyen una confirmación de la validez de la invitación constante de la Iglesia al pleno respeto del ser humano desde su concepción.
El bien del hombre no sólo se ha de buscar en las finalidades universalmente válidas, sino también en los métodos utilizados para alcanzarlas: el fin bueno jamás puede justificar medios intrínsecamente ilícitos. No es sólo cuestión de sano criterio en el empleo de los recursos económicos limitados, sino también, y sobre todo, de respeto de los derechos fundamentales del hombre en el ámbito mismo de la investigación científica.
A vuestro esfuerzo, ciertamente sostenido por Dios, que obra en todo hombre de buena voluntad y obra para el bien de todos, deseo que él le conceda la alegría del descubrimiento de la verdad, la sabiduría en la consideración y en el respeto de todo ser humano, y el éxito en la investigación de remedios eficaces para el sufrimiento humano. Como prenda de este deseo os imparto de corazón a vosotros, a vuestros colaboradores y familiares, así como a los pacientes a los que se aplicarán vuestros recursos de ingenio y el fruto de vuestro trabajo, una afectuosa bendición, con la seguridad de un recuerdo especial en la oración.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana