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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES


Viernes 9 de marzo de 2007

 

Eminencias;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Me alegra acogeros hoy en el Vaticano con ocasión de la asamblea plenaria anual del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales. Agradezco, ante todo, al arzobispo mons. Foley, presidente del Consejo, sus amables palabras de saludo. Deseo expresaros a todos mi gratitud por vuestro compromiso en el apostolado de las comunicaciones sociales, cuya importancia no puede subestimarse en nuestro mundo cada vez más tecnológico.

El campo de las comunicaciones sociales cambia continuamente. Mientras los medios de comunicación de prensa se esfuerzan por mantener su difusión, los demás medios, como la radio, la televisión e internet se están desarrollando con una rapidez extraordinaria. En el trasfondo de la globalización, este influjo de los medios electrónicos coincide con su concentración cada vez mayor en manos de algunas multinacionales, cuya influencia se extiende a todos los ámbitos sociales y culturales.

¿Cuáles han sido los resultados y los efectos de este incremento en los medios de comunicación social y en la industria del entretenimiento? Sé que esta pregunta requiere mucha atención por vuestra parte. En efecto, teniendo en cuenta el gran influjo que ejercen los medios de comunicación social para modelar la cultura, eso atañe a todos los que se interesan en serio por el bienestar de la sociedad civil.

No cabe duda de que los diversos componentes de los medios de comunicación social han aportado un gran beneficio a la civilización. Basta pensar en los excelentes documentales e informativos, en el sano entretenimiento, así como en los debates y las entrevistas que ayudan a reflexionar. Además, con respecto a internet, es preciso reconocer que ha abierto un mundo de conocimiento y de aprendizaje al que antes muchos, si no todos, tenían difícilmente acceso. Estas contribuciones al bien común merecen aplauso y han de estimularse.

Por otro lado, también es evidente que mucho de lo que se transmite, de varias formas, a las casas de millones de familias en todo el mundo es destructor. La Iglesia, iluminando con la luz de la verdad de Cristo esas sombras, engendra esperanza. Intensifiquemos nuestros esfuerzos por impulsar a todos a poner la lámpara sobre el candelero a fin de que ilumine a todos en la casa, en la escuela y en la sociedad (cf. Mt 5, 15-16).

A este respecto, mi Mensaje para la Jornada de las comunicaciones sociales de este año llama la atención hacia la relación entre los medios de comunicación social y los jóvenes. Mi preocupación no difiere de la de cualquier madre, padre, profesor o ciudadano responsable. Todos reconocemos que "la belleza, que es como un espejo de lo divino, inspira y vivifica el corazón y la mente de los jóvenes, mientras que la fealdad y la vulgaridad tienen un impacto deprimente en las actitudes y en el comportamiento" (n. 2:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, p. 5). Por tanto, es grave la responsabilidad de introducir y educar a los niños y a los jóvenes en la belleza, en la verdad y en la bondad. Las multinacionales de medios de comunicación sólo pueden sostenerla en la medida en que promuevan la dignidad humana fundamental, el valor auténtico del matrimonio y de la vida familiar, así como los resultados positivos y las metas de la humanidad.

Apelo, una vez más, a los responsables de la industria de los medios de comunicación social, para que impulsen a los productores a salvaguardar el bien común, sostener la verdad, proteger la dignidad humana individual y promover el respeto a las necesidades de la familia.

A la vez que os animo a todos vosotros, aquí reunidos hoy, confío en que os esforzaréis por garantizar que los frutos de vuestras reflexiones y de vuestros estudios sean efectivamente compartidos con las Iglesias particulares a través de las parroquias, las escuelas y las instituciones diocesanas.

A todos vosotros, a vuestros compañeros y a los miembros de vuestras familias que están en casa imparto mi bendición apostólica.



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