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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA SESIÓN PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE


Sala Clementina
Jueves 31 de enero de 2008

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos y fieles colaboradores:

Para mí es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de vuestra sesión plenaria. De este modo puedo comunicaros los sentimientos de profunda gratitud y de cordial aprecio que albergo por el trabajo que vuestro dicasterio realiza al servicio del ministerio de unidad, encomendado de modo especial al Romano Pontífice. Es un ministerio que se manifiesta principalmente en función de la unidad de fe, apoyada en el "sagrado depósito", cuyo primer custodio y defensor es el Sucesor de Pedro (cf. const. ap. Pastor bonus, 11).

Agradezco al cardenal William Levada los sentimientos que, en nombre de todos, ha expresado en sus palabras y la presentación de los temas que han sido objeto de algunos documentos de vuestra Congregación durante estos últimos años, así como de los asuntos que está estudiando aún el dicasterio.

En particular, la Congregación para la doctrina de la fe publicó el año pasado dos importantes documentos, que proporcionaron algunas aclaraciones doctrinales acerca de aspectos esenciales de la doctrina sobre la Iglesia y sobre la evangelización. Son aclaraciones necesarias para el desarrollo correcto del diálogo ecuménico y del diálogo con las religiones y las culturas del mundo.

El primer documento, que lleva por título: "Respuestas a cuestiones relativas a algunos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia", vuelve a proponer, también en las formulaciones y en el lenguaje, la enseñanza del concilio Vaticano II, en plena continuidad con la doctrina de la Tradición católica. Así se confirma que la una y única Iglesia de Cristo, que confesamos en el Credo, tiene su subsistencia, permanencia y estabilidad en la Iglesia católica y que, por tanto, la unidad, la indivisibilidad y la indestructibilidad de la Iglesia de Cristo no quedan anuladas por las separaciones y divisiones de los cristianos.

Además de esta aclaración doctrinal fundamental, el documento vuelve a proponer el uso lingüístico correcto de ciertas expresiones eclesiológicas, que corren el peligro de ser mal entendidas, y con ese fin llama la atención sobre la diferencia que sigue existiendo entre las diversas confesiones cristianas en lo que se refiere a la comprensión del ser Iglesia, en sentido propiamente teológico.

Eso, lejos de impedir el compromiso ecuménico auténtico, servirá de estímulo para que la confrontación sobre las cuestiones doctrinales se realice siempre con realismo y con plena conciencia de los aspectos que aún separan a las confesiones cristianas, reconociendo con alegría las verdades de fe que se profesan en común y la necesidad de orar sin cesar por un camino más solícito hacia una mayor y, al final, plena unidad de los cristianos.

Cultivar una visión teológica que considerara la unidad e identidad de la Iglesia como sus dotes "ocultas en Cristo", con la consecuencia de que históricamente la Iglesia existiría de hecho en múltiples configuraciones eclesiales, sólo reconciliables en una perspectiva escatológica, no podría por menos de retardar y, al final, paralizar el ecumenismo mismo.

La afirmación del concilio Vaticano II según la cual la verdadera Iglesia de Cristo "subsiste en la Iglesia católica" (Lumen gentium, 8) no atañe solamente a la relación con las Iglesias y comunidades eclesiales cristianas, sino que también se extiende a la definición de las relaciones con las religiones y las culturas del mundo. El mismo concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, afirma que "esta única verdadera religión subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la que el Señor Jesús confió la tarea de difundirla a todos los hombres" (n. 1).

La "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización" —el otro documento publicado por vuestra Congregación en diciembre de 2007—, ante el peligro de un persistente relativismo religioso y cultural, reafirma que la Iglesia, en el tiempo del diálogo entre las religiones y las culturas, no se dispensa de la necesidad de la evangelización y de la actividad misionera hacia los pueblos, ni deja de pedir a los hombres que acojan la salvación ofrecida a todas las gentes.

El reconocimiento de elementos de verdad y bondad en las religiones del mundo y de la seriedad de sus esfuerzos religiosos, el mismo coloquio y espíritu de colaboración con ellas para la defensa y la promoción de la dignidad de la persona y de los valores morales universales, no pueden entenderse como una limitación de la tarea misionera de la Iglesia, que la compromete a anunciar sin cesar a Cristo como el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6).

Además, queridos hermanos, os invito a seguir con particular atención los difíciles y complejos problemas de la bioética, pues las nuevas tecnologías biomédicas no sólo afectan a algunos médicos e investigadores especializados, sino que son divulgadas a través de los medios modernos de comunicación social, provocando expectativas e interrogantes en sectores cada vez más amplios de la sociedad.

Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no puede ni debe intervenir en cada novedad de la ciencia, pero tiene la tarea de reafirmar los grandes valores que están en juego y de proponer a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad principios y orientaciones ético-morales para las nuevas cuestiones importantes.

Los dos criterios fundamentales para el discernimiento moral en este campo son: a) el respeto incondicional al ser humano como persona, desde su concepción hasta su muerte natural; b) el respeto de la originalidad de la transmisión de la vida humana a través de los actos propios de los esposos.

Después de la publicación, en el año 1987, de la instrucción Donum vitae, que enunció esos criterios, muchos han criticado al Magisterio de la Iglesia, denunciándolo como si fuera un obstáculo para la ciencia y para el verdadero progreso de la humanidad. Pero los nuevos problemas relacionados, por ejemplo, con la crio-conservación de embriones humanos, con la reducción embrionaria, con el diagnóstico pre-implantatorio, con la investigación sobre células madre embrionarias y con los intentos de clonación humana, muestran claramente cómo, con la fecundación artificial extra-corpórea, se ha roto la barrera puesta en defensa de la dignidad humana.

Cuando seres humanos, en la fase más débil e indefensa de su existencia, son seleccionados, abandonados, eliminados o utilizados como mero "material biológico", no se puede negar que ya no son tratados como "alguien", sino como "algo", poniendo así en tela de juicio el concepto mismo de dignidad del hombre.

Ciertamente, la Iglesia aprecia y estimula el progreso de las ciencias biomédicas, que abren perspectivas terapéuticas hasta hoy desconocidas, por ejemplo mediante el uso de células madre somáticas o mediante las terapias encaminadas a la restitución de la fertilidad o a la curación de las enfermedades genéticas.

Al mismo tiempo, siente el deber de iluminar las conciencias de todos, para que el progreso científico respete verdaderamente a todo ser humano, al que se le debe reconocer su dignidad de persona, por haber sido creado a imagen de Dios; de otro modo no sería verdadero progreso. El estudio de esas cuestiones, al que os habéis dedicado de modo especial en vuestra sesión durante estos días, contribuirá ciertamente a promover la formación de la conciencia de numerosos hermanos nuestros, según lo que afirma el concilio Vaticano II en la declaración Dignitatis humanae: "Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" (n. 14).

A la vez que os animo a proseguir vuestro arduo e importante trabajo, os expreso también en esta circunstancia mi cercanía espiritual, y os imparto de corazón a todos, en prenda de afecto y gratitud, la bendición apostólica.



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