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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA PEREGRINACIÓN DE LA ARCHIDIÓCESIS DE AMALFI-CAVA DE' TIRRENI


Sala Pablo VI
Sábado 22 de noviembre de 2008

 

Queridos hermanos y hermanas:

Bienvenidos a la casa del Sucesor de Pedro: os acojo con afecto y os saludo cordialmente a todos; en primer lugar, al pastor de vuestra comunidad eclesial, el arzobispo monseñor Orazio Soricelli, al que también agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo, asimismo, a los sacerdotes, a los diáconos y a los seminaristas, a los religiosos y a las religiosas, a los laicos comprometidos en las diversas actividades pastorales, a los jóvenes, a la coral y a los enfermos, así como a los voluntarios de la Unitalsi. Saludo a las autoridades civiles, a los alcaldes de los ayuntamientos de la diócesis y a los portadores de los estandartes. Por último, saludo a toda la archidiócesis de Amalfi-Cava de' Tirreni, que ha venido a Roma en peregrinación a la tumba del apóstol san Pedro, con las veneradas reliquias de san Andrés, vuestro augusto patrono, conservadas desde el siglo IV en la cripta de vuestra catedral. Más aún, esta peregrinación se realiza precisamente en nombre del apóstol san Andrés, con ocasión del octavo centenario del traslado de sus reliquias desde la gran Constantinopla a vuestra ciudad de Amalfi, pequeña por su dimensión, pero grande también ella por su historia civil y religiosa, como acaba de recordar vuestro arzobispo. Ante este precioso relicario también yo me recogí en oración con ocasión de la fiesta de San Andrés, el 30 de noviembre de 1996, y todavía conservo un grato recuerdo de esa visita.

En esa fiesta, ya inminente, concluirá este Año jubilar con la santa misa celebrada en vuestra catedral por el cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Ha sido un año singular, que tuvo su culmen en el solemne acto conmemorativo del pasado 8 de mayo, presidido por el cardenal Walter Kasper, como mi enviado especial. En efecto, siguiendo el ejemplo de san Andrés y recurriendo a su intercesión, queréis dar nuevo impulso a vuestra vocación apostólica y misionera, ensanchando las perspectivas de vuestro corazón a las expectativas de paz entre los pueblos, intensificando la oración por la unidad entre todos los cristianos. Por tanto, vocación, misión y ecumenismo son las tres palabras clave que os han orientado en este compromiso espiritual y pastoral, que hoy recibe del Papa un estímulo a proseguir con generosidad y entusiasmo.

Que san Andrés, el primero de los Apóstoles en ser llamado por Jesús a orillas del río Jordán (cf. Jn 1, 35-40) os ayude a redescubrir cada vez más la importancia y la urgencia de testimoniar el Evangelio en todos los ámbitos de la sociedad. Que toda vuestra comunidad diocesana, a imitación de la Iglesia de los orígenes, crezca en la fe y comunique a todos la esperanza cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, nuestro encuentro tiene lugar precisamente en la víspera de la solemnidad de Cristo Rey. Por tanto, os invito a dirigir la mirada del corazón a nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. En el rostro del Pantocrátor, como afirmó admirablemente el Papa Pablo VI durante el concilio Vaticano II, reconocemos "a Cristo, nuestro principio. A Cristo, nuestro camino y nuestro guía, nuestra esperanza y nuestro término" (Discurso de apertura del segundo período, 29 de septiembre de 1963).

La Palabra de Dios, que escucharemos mañana, nos repetirá que su rostro, revelación del misterio invisible del Padre, es el rostro del buen Pastor, dispuesto a cuidar de sus ovejas dispersas y a reunirlas para apacentarlas y hacer que descansen en un lugar seguro. Él busca con paciencia a la oveja perdida y cura a la enferma (cf. Ez 34, 11-12. 15-17). Sólo en él podemos encontrar la paz que nos ha adquirido al precio de su sangre, tomando sobre sí los pecados del mundo y obteniéndonos la reconciliación.

La Palabra de Dios nos recordará también que el rostro de Cristo, Rey del universo, es el rostro del juez, porque Dios es al mismo tiempo Pastor bueno y misericordioso y Juez justo. En particular, la página evangélica (cf. Mt 25, 31-46) nos presentará el gran cuadro del juicio final. En esta parábola, el Hijo del hombre en su gloria, rodeado por sus ángeles, se comporta como el pastor que separa las ovejas de las cabras y pone a los justos a su derecha y a los réprobos a su izquierda. Invita a los justos a entrar en la herencia preparada desde siempre para ellos, mientras que a los réprobos los condena al fuego eterno, preparado para el diablo y para los demás ángeles rebeldes.

Es decisivo el criterio del juicio. Este criterio es el amor, la caridad concreta con el prójimo, en particular con los "pequeños", con las personas que atraviesan más dificultades: los que tienen hambre y sed, los forasteros, los desnudos, los enfermos, los presos. El rey declara solemnemente a todos que lo que han hecho o no han hecho a ellos, lo han hecho o no lo han hecho a él mismo. Es decir, Cristo se identifica con sus "hermanos más pequeños" y en el juicio final se dará cuenta de lo que ya se realizó en la vida terrena.

Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que le interesa a Dios. No le importa la realeza histórica; lo que quiere es reinar en el corazón de las personas y desde allí en el mundo: él es rey de todo el universo, pero el punto crítico, la zona donde su reino corre peligro, es nuestro corazón, porque en él Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros, y sólo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia. Nosotros, hombres y mujeres, tenemos la posibilidad de elegir con quién queremos aliarnos: con Cristo y con sus ángeles, o con el diablo y con sus seguidores, para usar el mismo lenguaje del Evangelio. A nosotros corresponde la decisión de practicar la justicia o la iniquidad, abrazar el amor y el perdón o la venganza y el odio homicida. De esto depende nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo.

Por eso Jesús quiere asociarnos a su realeza; por eso nos invita a colaborar en la venida de su reino de amor, de justicia y de paz. Debemos responderle, no con palabras, sino con obras: eligiendo el camino del amor operante y generoso al prójimo, le permitimos extender su señorío en el tiempo y en el espacio.

Que san Andrés os ayude a renovar con valentía vuestra decisión de pertenecer a Cristo y de poneros al servicio de su reino de justicia, de paz y de amor; y que la Virgen María, Madre de Jesús, nuestro Rey, proteja siempre a vuestras comunidades. Por mi parte, os aseguro mi recuerdo en la oración a la vez que, agradeciéndoos una vez más vuestra visita, de corazón os bendigo a todos.



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