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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES VOLUNTARIOS DEL SERVICIO CIVIL ITALIANO


Sala Pablo VI
Sábado 28 de marzo de 2009

 

Queridos jóvenes:

Bienvenidos y gracias por vuestra grata visita. Para mí siempre es una alegría encontrarme con los jóvenes; en este caso me siento aún más contento porque sois voluntarios del servicio civil, característica que aumenta mi estima por vosotros y me invita a proponeros algunas reflexiones vinculadas a vuestra actividad específica. Sin embargo, antes quiero saludar al subsecretario de la presidencia del Gobierno, senador Carlo Giovanardi, que ha promovido este encuentro en nombre del Gobierno italiano, al que agradezco sus amables palabras. Saludo también a las demás autoridades aquí presentes.

Queridos amigos, ¿qué puede decir el Papa a jóvenes comprometidos en el servicio civil nacional? Ante todo, puede congratularse por el entusiasmo que os anima y por la generosidad con que lleváis a cabo esta misión de paz. Permitid también que os proponga una reflexión que, podría decir, os atañe de modo más directo, una reflexión tomada de la constitución del concilio Vaticano II Gaudium et spes —"alegría y esperanza"— sobre la Iglesia en el mundo actual. En la parte final de ese documento conciliar, donde se afronta también el tema de la paz entre los pueblos, se encuentra una expresión fundamental sobre la que conviene detenerse: "La paz nunca se obtiene de modo definitivo, sino que debe construirse continuamente" (n. 78). Es muy real esta observación.

Por desgracia, las guerras y violencias no acaban nunca, y la búsqueda de la paz siempre es ardua. En años marcados por el peligro de posibles conflictos mundiales, el concilio Vaticano II denunció con fuerza —en este texto— la carrera de armamentos. "La carrera de armamentos, a la que recurren bastantes naciones, no es un camino seguro para conservar firmemente la paz", y añadía inmediatamente que la carrera de armamentos "es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable" (ib., 81). Tras esa constatación, que mostraba su preocupación, los padres conciliares expresaron un deseo: "Habrá que elegir —afirmaron— nuevos caminos que partan de un espíritu renovado para que este escándalo sea eliminado y, una vez liberado el mundo de la ansiedad que lo oprime, pueda restablecerse una verdadera paz" (ib.).

"Nuevos caminos", por tanto, "que partan de un espíritu renovado", de la renovación de los corazones y de las conciencias. Hoy como entonces la auténtica conversión de los corazones constituye el único camino que nos puede conducir a cada uno de nosotros y a la humanidad entera a la paz deseada. Es el camino indicado por Jesús: él, que es el Rey del universo, no vino a traer la paz al mundo con un ejército, sino mediante el rechazo de la violencia. Lo dijo explícitamente a Pedro, en el huerto de los Olivos: "Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen la espada, a espada perecerán" (Mt 26, 52); y después a Poncio Pilato: "Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos: pero mi reino no es de aquí" (Jn 18, 36).

Es el camino que han seguido y siguen no sólo los discípulos de Cristo, sino muchos hombres y mujeres de buena voluntad, testigos valientes de la fuerza de la no violencia. También en la Gaudium et spes, el Concilio afirma: "No podemos menos de alabar a aquellos que, renunciando a la acción violenta para reivindicar sus derechos, recurren a los medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, siempre que esto pueda hacerse sin perjudicar los derechos y los deberes de los demás o de la comunidad" (n. 78). A esta clase de agentes de paz pertenecéis también vosotros, queridos jóvenes amigos. Así pues, sed siempre y en todas partes instrumentos de paz, rechazando con decisión el egoísmo y la injusticia, la indiferencia y el odio, para construir y difundir con paciencia y perseverancia la justicia, la igualdad, la libertad, la reconciliación, la acogida y el perdón en cada comunidad.

Quiero dirigiros aquí, queridos jóvenes, la invitación con la que concluí el mensaje anual del 1 de enero pasado para la Jornada mundial de la paz, exhortándoos a "ensanchar el corazón hacia las necesidades de los pobres, haciendo cuanto sea concretamente posible para salir a su encuentro. En efecto, sigue siendo incontestablemente verdadero el axioma según el cual "combatir la pobreza es construir la paz"" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 2008, p. 9). Muchos de vosotros —pienso por ejemplo en quienes trabajan con Cáritas y en otras instituciones sociales— estáis diariamente comprometidos en el servicio a personas con dificultades. Pero siempre, en la variedad de los ámbitos de vuestras actividades, cada uno, a través de esta experiencia de voluntariado, puede reforzar su propia sensibilidad social, conocer más de cerca los problemas de la gente y hacerse promotor activo de una solidaridad concreta. Este es, ciertamente, el principal objetivo del servicio civil nacional, un objetivo formativo: educar a las generaciones jóvenes a cultivar un sentido de atención responsable hacia las personas necesitadas y hacia el bien común.

Queridos chicos y chicas, un día Jesús dijo a la gente que le seguía: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su propia vida por mi causa y por la del Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35). En estas palabras hay una verdad no sólo cristiana, sino universalmente humana: la vida es un misterio de amor, que nos pertenece tanto más cuanto más la entregamos, o mejor, cuanto más nos entregamos, es decir, cuanto más hacemos el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestros recursos y cualidades por el bien de los demás.

Lo dice una célebre oración atribuida a san Francisco de Asís, que empieza así: "Oh, Señor, haz de mí un instrumento de tu paz"; y termina con estas palabras: "Porque dando se recibe, perdonando se es perdonado, muriendo se resucita para la vida eterna".

Queridos amigos, que esta sea siempre la lógica de vuestra vida, no sólo ahora que sois jóvenes, sino también mañana, cuando desempeñéis —os lo deseo— funciones significativas en la sociedad y forméis una familia. Sed personas dispuestas a gastarse por los demás, dispuestas incluso a sufrir por el bien y la justicia. Por esto os aseguro mi oración, encomendándoos a la protección de María santísima. Os deseo un buen servicio y os bendigo a todos de corazón, así como a vuestros seres queridos y a las personas con las que os encontráis a diario.



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