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VISITA PASTORAL A SULMONA

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de Sulmona
Domingo 4 de julio de 2010

 

Queridos jóvenes:

¡Ante todo quiero deciros que estoy muy contento de encontrarme con vosotros! Doy gracias a Dios por la posibilidad que me brinda de quedarme un poco con vosotros, como un padre de familia, junto a vuestro obispo y vuestros sacerdotes. ¡Os agradezco el afecto que me manifestáis con tanta calidez! Pero os doy también las gracias por lo que me habéis dicho, a través de vuestros dos «portavoces», Francesca y Cristian. Me habéis hecho preguntas con mucha franqueza y, a la vez, habéis demostrado tener puntos de apoyo, convicciones. Y esto es muy importante. Sois chicos y chicas que reflexionáis, que os hacéis preguntas y que tenéis también el sentido de la verdad y del bien. O sea, sabéis utilizar la mente y el corazón, ¡y no es poco! Es más, diría que es lo principal en este mundo: aprender a usar bien la inteligencia y la sabiduría que Dios nos ha dado. La gente de esta tierra vuestra, en el pasado, no disponía de muchos medios para estudiar ni para afirmarse en la sociedad, pero poseía lo que enriquece verdaderamente a un hombre y a una mujer: la fe y los valores morales. ¡Esto es lo que construye a las personas y la convivencia civil!

De vuestras palabras se desprenden dos aspectos fundamentales: uno positivo y otro negativo. El aspecto positivo procede de vuestra visión cristiana de la vida, una educación que evidentemente habéis recibido de vuestros padres, abuelos y otros educadores: sacerdotes, profesores, catequistas. El aspecto negativo está en las sombras que oscurecen vuestro horizonte: hay problemas concretos que dificultan contemplar el futuro con serenidad y optimismo; pero también existen falsos valores y modelos ilusorios que se os proponen y que prometen llenar al vida, cuando en cambio la vacían. Entonces, ¿qué hacer para que estas sombran no sean demasiado pesadas? Ante todo, ¡veo que sois jóvenes con buena memoria! Sí, me ha impresionado el hecho de que hayáis retomado expresiones que pronuncié en Sydney, en Australia, durante la Jornada mundial de la juventud de 2008. Y además habéis recordado que las JMJ nacieron hace 25 años. Pero sobre todo habéis demostrado que tenéis una memoria histórica propia vinculada a vuestra tierra: me habéis hablado de un personaje nacido hace ocho siglos, san Pedro Celestino V, y habéis dicho que le consideráis todavía muy actual. Veis, queridos amigos, que de esta forma tenéis, como se suele decir, «una marcha más». Sí, la memoria histórica es verdaderamente una «marcha más» en la vida, porque sin memoria no hay futuro. Una vez se decía que la historia es maestra de vida. La actual cultura consumista tiende en cambio a aplanar al hombre en el presente, a hacer que pierda el sentido del pasado, de la historia; pero actuando así le priva también de la capacidad de comprenderse a sí mismo, de percibir los problemas y de construir el mañana. Así que, queridos jóvenes, quiero deciros: el cristiano es alguien que tiene buena memoria, que ama la historia y procura conocerla.

Os doy las gracias por ello, pues me habláis de san Pedro del Morrone, Celestino V, y sois capaces de valorar su experiencia hoy, en un mundo tan distinto, pero precisamente por esto necesitado de redescubrir algunas cosas que valen siempre, que son perennes, por ejemplo la capacidad de escuchar a Dios en el silencio exterior y sobre todo interior. Hace poco me habéis preguntado: ¿cómo se puede reconocer la llamada de Dios? Pues bien, el secreto de la vocación está en la capacidad y en la alegría de distinguir, escuchar y seguir su voz. Pero para hacer esto es necesario acostumbrar a nuestro corazón a reconocer al Señor, a escucharle como a una Persona que está cerca y me ama. Como dije esta mañana, es importante aprender a vivir momentos de silencio interior en las propias jornadas para ser capaces de escuchar la voz del Señor. Estad seguros de que si uno aprende a escuchar esta voz y a seguirla con generosidad, no tiene miedo de nada, sabe y percibe que Dios está con él, con ella, que es Amigo, Padre y Hermano. En una palabra: el secreto de la vocación está en la relación con Dios, en la oración que crece justamente en el silencio interior, en la capacidad de escuchar que Dios está cerca. Y esto es verdad tanto antes de la elección, o sea, en el momento de decidir y partir, como después, si se quiere ser fiel y perseverar en el camino. San Pedro Celestino fue, antes de todo esto: un hombre de escucha, de silencio interior, un hombre de oración, un hombre de Dios. Queridos jóvenes: ¡encontrad siempre un espacio en vuestras jornadas para Dios, para escucharle y hablarle!

Y aquí desearía deciros una segunda cosa: la verdadera oración no es en absoluto ajena a la realidad. Si orar os alienara, os sustrajera de vuestra vida real, estad en guardia: ¡no sería verdadera oración! Al contrario: el diálogo con Dios es garantía de verdad, de verdad con uno mismo y con los demás, y así de libertad. Estar con Dios, escuchar su Palabra, en el Evangelio, en la liturgia de la Iglesia, defiende de los desaciertos del orgullo y de la presunción, de las modas y de los conformismos, y da la fuerza para ser auténticamente libres, también de ciertas tentaciones disfrazadas de cosas buenas. Me habéis preguntado: ¿cómo podemos estar «en» el mundo sin ser «del» mundo? Os respondo: precisamente gracias a la oración, al contacto personal con Dios. No se trata de multiplicar las palabras —lo decía Jesús—, sino de estar en presencia de Dios, haciendo propias, en la mente y en el corazón, las expresiones del «Padre Nuestro», que abraza todos los problemas de nuestra vida, o bien adorando la Eucaristía, meditando el Evangelio en nuestra habitación o participando con recogimiento en la liturgia. Todo esto no aparta de la vida, sino que ayuda a ser verdaderamente uno mismo en cada ambiente, fieles a la voz de Dios que habla a la conciencia, libres de los condicionamientos del momento. Así fue para san Celestino V: supo actuar según su conciencia en obediencia a Dios, y por ello sin miedo y con gran valentía, también en los momentos difíciles, como aquellos ligados a su breve pontificado, no temiendo perder la propia dignidad, sino sabiendo que esta consiste en estar en la verdad. Y el garante de la verdad es Dios. Quien le sigue no tiene miedo ni siquiera de renunciar a sí mismo, a su propia idea, porque «quien a Dios tiene, nada le falta», como decía santa Teresa de Ávila.

Queridos amigos: La fe y la oración no resuelven los problemas, pero permiten afrontarlos con nueva luz y fuerza, de manera digna del hombre, y también de un modo más sereno y eficaz. Si contemplamos la historia de la Iglesia, veremos que es rica en figuras de santos y beatos que, precisamente partiendo de un diálogo intenso y constante con Dios, iluminados por la fe, supieron hallar soluciones creativas, siempre nuevas, para dar respuesta a necesidades humanas concretas en todos los siglos: la salud, la educación, el trabajo, etcétera. Su audacia estaba animada por el Espíritu Santo y por un amor fuerte y generoso a los hermanos, especialmente los más débiles y desfavorecidos. Queridos jóvenes: ¡Dejaos conquistar totalmente por Cristo! Entrad también vosotros, con decisión, en el camino de la santidad —que está abierto a todos—, esto es, de estar en contacto, en conformidad con Dios  porque ello hará que seáis cada vez más creativos al buscar soluciones a los problemas que encontráis, y a buscarlas juntos. He aquí otro signo distintivo del cristiano: jamás es individualista. A lo mejor me diréis: pero si contemplamos, por ejemplo, a san Pedro Celestino, en la elección de la vida eremítica, ¿no se trataba tal vez de individualismo, de fuga de las responsabilidades? Cierto; esta tentación existe. Pero en las experiencias aprobadas por la Iglesia, la vida solitaria de oración y de penitencia está siempre al servicio de la comunidad, se abre a los demás, nunca se contrapone a las necesidades de la comunidad. Las ermitas y los monasterios son oasis y manantiales de vida espiritual de los que todos pueden beber. El monje no vive para sí, sino para los demás, y es por el bien de la Iglesia y de la sociedad que cultiva la vida contemplativa, para que la Iglesia y la sociedad siempre estén irrigadas de energías nuevas, de la acción del Señor. Queridos jóvenes: ¡Amad a vuestras comunidades cristianas, no tengáis miedo de comprometeros a vivir juntos la experiencia de fe! Quered mucho a la Iglesia: ¡os ha dado la fe, os ha permitido conocer a Cristo! Y quered mucho a vuestro obispo, a vuestros sacerdotes: con todas nuestras debilidades, los sacerdotes son presencias preciosas en la vida.

El joven rico del Evangelio, después de que Jesús le propuso que dejara todo y le siguiera —como sabemos—, se marchó triste porque estaba demasiado apegado a sus bienes (cf. Mt 19, 22). ¡En cambio en vosotros leo la alegría! Y también esto es un signo de que sois cristianos: de que para vosotros Jesucristo vale mucho; aunque sea exigente seguirle, vale más que cualquier otra cosa. Habéis creído que Dios es la perla preciosa que da valor a todo lo demás: a la familia, al estudio, al trabajo, al amor humano... a la vida misma. Habéis comprendido que Dios no os quita nada, sino que os da «el ciento por uno» y hace eterna vuestra vida, porque Dios es Amor infinito: el único que sacia nuestro corazón. Me gusta recordar la experiencia de san Agustín, un joven que buscó con gran dificultad, por largo tiempo, fuera de Dios, algo que saciara su sed de verdad y de felicidad. Pero al final de este camino de búsqueda comprendió que nuestro corazón no tiene paz hasta que encuentra a Dios, hasta que descansa en él (cf. Las Confesiones 1, 1). Queridos jóvenes: ¡Conservad vuestro entusiasmo, vuestra alegría, aquella que nace de haber encontrado al Señor, y sabed comunicarla también a vuestros amigos, a vuestros coetáneos! Ahora debo marcharme y tengo que deciros cuánto lamento dejaros. ¡Con vosotros siento que la Iglesia es joven! Pero regreso contento, como un padre que está tranquilo porque ha visto que sus hijos crecen y lo están haciendo bien. ¡Caminad, queridos chicos y queridas chicas! Caminad por la vía del Evangelio; amad a la Iglesia, nuestra madre; sed sencillos y puros de corazón; sed mansos y fuertes en la verdad; sed humildes y generosos. Os encomiendo a todos a vuestros santos patronos, a san Pedro Celestino y sobre todo a la Virgen María, y con gran afecto os bendigo.

Amén.



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