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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO EMBAJADOR DE CHILE ANTE LA SANTA SEDE*


Jueves 7 de octubre de 2010

 

Señor Embajador:

Me complace recibir a Vuestra Excelencia en este solemne acto en el que me hace entrega de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Chile ante la Santa Sede. Deseo expresarle mi más cordial bienvenida, al mismo tiempo que le agradezco las palabras de saludo de parte del Señor Presidente de la República, Doctor Sebastián Piñera Echenique, y de su Gobierno.

La presencia de Vuestra Excelencia en la Santa Sede me hace pensar con renovada viveza en un País que, aunque esté lejano geográficamente de aquí, lo llevo muy dentro de mi corazón, y muy especialmente después del terrible terremoto sufrido recientemente. Desde el primer momento, quise mostrar mi cercanía al pueblo chileno y, a través de la visita de mi Secretario de Estado, el Cardenal Tarcisio Bertone, hice llegar mi consuelo y esperanza a las víctimas, a sus familiares y a los numerosos damnificados, a quienes tengo muy presentes en mi oración. No me olvido tampoco de los mineros de la región de Atacama y sus seres queridos, por quienes rezo fervientemente.

A este respecto, quiero resaltar y valorar la unidad del pueblo chileno ante las desgracias, su respuesta tan generosa y solidaria cuando el sufrimiento arrecia, así como el esfuerzo inmenso que la Iglesia católica en Chile, muchas de cuyas comunidades han sido también duramente probadas por el seísmo, está realizando para intentar ayudar a quienes más lo necesitan.

Vuestra Excelencia comienza su misión ante la Santa Sede precisamente en el año en que Chile celebra el Bicentenario de su Independencia, lo cual me ofrece la ocasión para destacar una vez más el papel de la Iglesia en los acontecimientos más señalados de su País, así como en la consolidación de una identidad nacional propia, profundamente marcada por el sentimiento católico. Son muy numerosos los frutos que el Evangelio ha producido en esta bendita tierra. Frutos abundantes de santidad, de caridad, de promoción humana, de búsqueda constante de la paz y la convivencia. En este sentido, deseo recordar la celebración el año pasado del 25 aniversario de la firma del Tratado de paz y amistad con la hermana Nación Argentina que, con la mediación pontificia, puso fin al diferendo austral. Este Acuerdo histórico quedará para las generaciones futuras como un ejemplo luminoso del bien inmenso que la paz trae consigo, así como de la importancia de conservar y fomentar aquellos valores morales y religiosos que constituyen el tejido más íntimo del alma de un pueblo. No se puede pretender explicar el triunfo de ese anhelo de paz, de concordia y de entendimiento, si no se tiene en cuenta lo hondo que arraigó la semilla del Evangelio en el corazón de los chilenos. En este sentido, es importante, y más aún en las circunstancias actuales, en las que hay que hacer frente a tantos desafíos que amenazan la propia identidad cultural, favorecer especialmente entre los más jóvenes un sano orgullo, un renovado aprecio y revalorización de su fe, de su historia, su cultura, sus tradiciones y su riqueza artística, y de aquello que constituye el mejor y más rico patrimonio espiritual y humano de Chile.

En este contexto, quisiera subrayar que, si bien la Iglesia y el Estado son independientes y autónomos en su propio campo, ambos están llamados a desarrollar una colaboración leal y respetuosa para servir la vocación personal y social de las mismas personas (cf. Gaudium et spes, 76). En el cumplimiento de su misión específica de anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, la Iglesia busca responder a las expectativas y a los interrogantes de los hombres, apoyándose también en valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza del ser humano. Cuando la Iglesia alza su voz frente a los grandes retos y problemas actuales, como las guerras, el hambre, la pobreza extrema de tantos, la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, o la promoción de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer y primera responsable de la educación de los hijos, no actúa por un interés particular o por principios que sólo pueden percibir los que profesan una determinada fe religiosa. Respetando las reglas de la convivencia democrática, lo hace por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona puede compartir con su recta razón (cf. Discurso al Presidente de la República italiana, 20 noviembre 2006).

A este respecto, el pueblo chileno sabe bien que la Iglesia en esa Nación colabora sincera y eficazmente, y desea seguir haciéndolo, en todo aquello que contribuya a la promoción del bien común, del justo progreso y de la pacífica y armónica convivencia de todos los que viven en esa hermosa tierra.

Señor Embajador, antes de concluir este encuentro, le manifiesto mis mejores deseos en el cumplimiento de su alta misión, al mismo tiempo que le aseguro la cordial acogida y disponibilidad por parte de mis colaboradores. Con estos sentimientos, invoco de corazón sobre usted, Excelencia, sobre su familia y los demás miembros de esa Misión Diplomática, así como sobre todo el amadísimo pueblo chileno y sus dirigentes, por intercesión de la Virgen del Carmen, la abundancia de las bendiciones divinas.


*L'Osservatore Romano 8.10.2010 p.2.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n°42, p.3.



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