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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PRELADOS DE RECIENTE NOMBRAMIENTO


Patio del palacio pontificio de Castelgandolfo
Jueves 15 de septiembre de 2011

 

Queridos hermanos en el episcopado:

Como el cardenal Ouellet ha mencionado, ya son diez años que los obispos de reciente nombramiento se encuentran juntos en Roma para llevar a cabo una peregrinación a la tumba de san Pedro y para reflexionar sobre los principales compromisos del ministerio episcopal. Este encuentro, promovido por la Congregación para los obispos y la Congregación para las Iglesias orientales, se introduce entre las iniciativas para la formación permanente deseadas por la exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis (n. 24). También vosotros, a poco tiempo de vuestra consagración episcopal, estáis así invitados a renovar la profesión de vuestra fe ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles y vuestra adhesión confiada a Jesucristo con el impulso de amor del mismo Apóstol, intensificando los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro y con los hermanos obispos.

A este aspecto interior de la iniciativa se añade una fuerte experiencia de colegialidad afectiva. El obispo, como vosotros bien sabéis, no es un hombre solo, sino que está integrado en aquel corpus episcoporum que se transmite desde la cepa apostólica hasta nuestros días enlazándose a Jesús, «Pastor y Obispo de nuestras almas» (Misal romano, Prefacio después de la Ascensión). La fraternidad episcopal que vivís en estos días se prolonga en el sentir y en el actuar cotidiano de vuestro servicio ayudándoos a obrar siempre en comunión con el Papa y con vuestros hermanos en el episcopado, buscando cultivar también la amistad con ellos y con vuestros sacerdotes. En este espíritu de comunión y de amistad os acojo con gran afecto, obispos de rito latino y de rito oriental, saludando en cada uno de vosotros a las Iglesias encomendadas a vuestro cuidado pastoral, con un pensamiento especial por aquellas que, de modo especial en Oriente Medio, están sufriendo. Doy las gracias al cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los obispos, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre y por el libro, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales.

El encuentro anual con los obispos nombrados en el curso del año me ha brindado la posibilidad de subrayar algún aspecto del ministerio episcopal. Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros sobre la importancia de la acogida por parte del obispo de los carismas que el Espíritu suscita para la edificación de la Iglesia. La consagración episcopal os ha conferido la plenitud del sacramento del Orden, que, en la comunidad eclesial, es puesto al servicio del sacerdocio común de los fieles, de su crecimiento espiritual y de su santidad. El sacerdocio ministerial, de hecho, como sabéis, tiene el objetivo y la misión de hacer vivir el sacerdocio de los fieles, que, en virtud del Bautismo, participan a su modo en el único sacerdocio de Cristo, como afirma la constitución conciliar Lumen gentium: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado» (n. 10). Por esta razón, los obispos tienen la tarea de vigilar y obrar a fin de que los bautizados puedan crecer en la gracia y según los carismas que el Espíritu Santo suscita en sus corazones y en su comunidad. El concilio Vaticano II recordó que el Espíritu Santo, mientras une en la comunión y en el ministerio a la Iglesia, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (cf. ib., 4). La reciente Jornada mundial de la juventud en Madrid ha demostrado, una vez más, la fecundidad de la riqueza de los carismas en la Iglesia, precisamente hoy, y la unidad eclesial de todos los fieles congregados en torno al Papa y a los obispos. Una vitalidad que refuerza la obra de evangelización y la presencia de la Iglesia en el mundo. Y vemos, podemos casi tocar que el Espíritu Santo también hoy está presente en la Iglesia, crea carismas y crea unidad.

El don fundamental que estáis llamados a alimentar en los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral es ante todo el de la filiación divina, que es participación de cada uno en la comunión trinitaria. Lo esencial es que llegamos a ser realmente hijos e hijas en el Hijo. El Bautismo, que constituye a los hombres «hijos en el Hijo» y miembros de la Iglesia, es la raíz y la fuente de todos los demás dones carismáticos. Con vuestro ministerio de santificación, vosotros educáis a los fieles a participar siempre más intensamente en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ayudándoles a edificar la Iglesia, según los dones recibidos de Dios, de modo activo y corresponsable. De hecho, siempre debemos tener presente que los dones del Espíritu, por extraordinarios o sencillos y humildes que sean, son siempre dados gratuitamente para la edificación de todos. El obispo, en cuanto signo visible de la unidad de su Iglesia particular (cf. ib., 23), tiene la tarea de reunir y armonizar la diversidad carismática en la unidad de la Iglesia, favoreciendo la reciprocidad entre el sacerdocio jerárquico y el sacerdocio bautismal.

Acoged por lo tanto los carismas con gratitud para la santificación de la Iglesia y la vitalidad del apostolado. Y esta acogida y gratitud hacia el Espíritu Santo, que obra también hoy entre nosotros, son inseparables del discernimiento, que es propio de la misión del obispo, como ha recalcado el concilio Vaticano II, que ha encomendado al ministerio pastoral el juicio sobre la autenticidad de los carismas y sobre su ejercicio ordenado, sin extinguir el Espíritu, sino examinando y conservando lo que es bueno (cf. ib., 12). Esto me parece importante: por una parte no extinguir, pero por otra parte distinguir, ordenar y conservar examinando. Para esto debe estar siempre claro que ningún carisma dispensa de la referencia y la sumisión a los pastores de la Iglesia (cf. exhort. ap. Christifideles laici, 24). Acogiendo, juzgando y ordenando los diversos dones y carismas, el obispo ofrece un servicio grande y valioso al sacerdocio de los fieles y a la vitalidad de la Iglesia, que resplandecerá como esposa del Señor, revestida de la santidad de sus hijos.

Este articulado y delicado ministerio, pide al obispo que alimente con solicitud la propia vida espiritual. Sólo así crece el don del discernimiento. Como afirma la exhortación apostólica Pastores gregis, el obispo se convierte en «padre» precisamente porque es plenamente «hijo» de la Iglesia (n. 10). Por otra parte, en virtud de la plenitud del sacramento del Orden, es maestro, santificador y pastor que actúa en nombre y en la persona de Cristo. Estos dos aspectos inseparables lo llaman a crecer como hijo y como pastor en el seguimiento de Cristo, de modo que su santidad personal manifieste la santidad objetiva recibida con la consagración episcopal, porque la santidad objetiva del sacramento y la santidad personal del obispo van juntas. Os exhorto, por lo tanto, queridos hermanos en el episcopado a permanecer siempre en la presencia del Buen Pastor y a asimilar cada vez más sus sentimientos y sus virtudes humanas y sacerdotales, mediante la oración personal que debe acompañar vuestras arduas jornadas apostólicas. En la intimidad con el Señor hallaréis consuelo y apoyo para vuestro exigente ministerio. No tengáis miedo de confiar al corazón de Jesucristo cada una de vuestras preocupaciones, seguros de que él cuida de vosotros, como ya advertía el apóstol san Pedro (cf. 1 P 5, 6). Que la oración esté siempre alimentada por la meditación de la Palabra de Dios, por el estudio personal, por el recogimiento y el debido reposo, para que podáis saber escuchar y acoger con serenidad «aquello que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 11) y llevar a todos a la unidad de la fe y del amor. Con la santidad de vuestra vida y la caridad pastoral serviréis de ejemplo y ayuda a los sacerdotes, vuestros primeros e indispensables colaboradores. Vuestra solicitud los hará crecer en la corresponsabilidad como sabios guías de los fieles, que con vosotros están llamados a edificar la comunidad, con sus dones, sus carismas y con el testimonio de su vida, para que en el coro de la comunión la Iglesia dé testimonio de Jesucristo, a fin de que el mundo crea. Y esta cercanía a los sacerdotes, precisamente hoy, con todos los problemas, es de enorme importancia.

Al encomendar vuestro ministerio a María, Madre de la Iglesia, que resplandece ante el Pueblo de Dios colmada de los dones del Espíritu Santo, imparto con afecto a cada uno de vosotros, a vuestras diócesis y especialmente a vuestros sacerdotes, la bendición apostólica. Gracias.



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