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ARTÍCULO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA EL PERIÓDICO BRITÁNICO «FINANCIAL TIMES»

 

«Da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» fue la respuesta de Jesús cuando se le preguntó lo que pensaba sobre el pago de impuestos. Quienes le interrogaban obviamente querían tenderle una trampa. Querían obligarle a tomar posición en el candente debate político sobre la dominación romana en la tierra de Israel. Y en cambio estaba en juego mucho más: si Jesús era realmente el Mesías esperado, entonces ciertamente se opondría a los dominadores romanos. Por lo tanto la pregunta estaba calculada para desenmascararlo como una amenaza para el régimen o como un impostor.

La respuesta de Jesús lleva hábilmente la cuestión a un nivel superior, poniendo finamente en guardia frente a la politización de la religión y a la deificación del poder temporal, junto a la incansable búsqueda de la riqueza. Sus interlocutores debían entender que el Mesías no era César, y que César no era Dios. El reino que Jesús venía a instaurar era de una dimensión absolutamente superior. Como respondió a Poncio Pilato: «Mi reino no es de este mundo».

Los relatos de Navidad del Nuevo Testamento tienen el objetivo de expresar un mensaje similar. Jesús nació durante un «censo del mundo entero» querido por César Augusto, el emperador famoso por haber llevado la Pax Romana a todas las tierras sometidas al dominio romano. Sin embargo este niño, nacido en un oscuro y lejano rincón del imperio, estaba a punto de ofrecer al mundo una paz mucho mayor, verdaderamente universal en sus fines y trascendiendo todos los límite de espacio y tiempo.

Se nos presenta a Jesús como heredero del rey David, pero la liberación que llevó a su gente no se refería a tener vigilados a los ejércitos enemigos; se trataba, en cambio, de vencer para siempre el pecado y la muerte. El Niño Jesús, vulnerable e impotente en términos mundanos, tan distinto de los dominadores terrenos, es el verdadero rey del cielo y de la tierra.

El nacimiento de Cristo nos desafía a pensar en nuestras prioridades, en nuestros valores, en nuestro modo de vivir. Y aunque la Navidad es indudablemente un tiempo de gran alegría, es también una ocasión de profunda reflexión; es más, un examen de conciencia. Al final de un año que ha significado privaciones económicas para muchos, ¿qué podemos aprender de la humildad, de la pobreza, de la sencillez de la escena del pesebre?

El relato de Navidad puede introducirnos a Cristo, tan indefenso y tan fácilmente cercano. La Navidad puede ser el tiempo en el que aprendamos a leer el Evangelio, a conocer a Jesús no sólo como el Niño del pesebre, sino como aquél en quien reconocemos al Dios hecho Hombre.

Es en el Evangelio donde los cristianos hallan inspiración para la vida cotidiana y para su implicación en las cuestiones del mundo —ya suceda en el Parlamento o en la Bolsa—. Los cristianos no deberían huir del mundo; al contrario, deberían comprometerse en él. Pero su implicación en la política y en la economía debería trascender toda forma de ideología.

Los cristianos combaten la pobreza porque reconocen la dignidad suprema de cada ser humano, creado a imagen de Dios y destinado a la vida eterna. Los cristianos obran por una participación equitativa de los recursos de la tierra porque están convencidos de que, como administradores de la creación de Dios, tenemos el deber de atender a los más débiles y vulnerables, ahora y en el futuro. Los cristianos se oponen a la avidez y a la explotación con el convencimiento de que la generosidad y un amor desprendido de sí, enseñados y vividos por Jesús de Nazaret, son el camino que conduce a la plenitud de la vida. La fe cristiana en el destino trascendente de cada ser humano implica la urgencia de la tarea de promover la paz y la justicia para todos.

Dado que tales fines son compartidos por muchos, es posible una colaboración mucho más fructífera entre cristianos y otros. Y sin embargo los cristianos dan a César sólo lo que es de César, pero no lo que pertenece a Dios. A veces, a lo largo de la historia, los cristianos no han podido condescender con las peticiones llegadas de César. Desde el culto del emperador de la antigua Roma hasta los regímenes totalitarios del siglo recién pasado, César ha intentado ocupar el lugar de Dios. Cuando los cristianos rechazan inclinarse ante los falsos dioses que se proponen en nuestros tiempos, no es porque tengan una visión anticuada del mundo. Al contrario: ello ocurre porque son libres de las ligaduras de la ideología y están animados por una visión tan noble del destino humano que no pueden aceptar componendas con nada que lo pueda insidiar.

En Italia muchas escenas de pesebres se adornan con ruinas de los antiguos edificios romanos al fondo. Ello demuestra que el nacimiento del Niño Jesús marca el final del antiguo orden, el mundo pagano, en el que las reivindicaciones de César se presentaban como imposibles de desafiar. Ahora hay un nuevo rey, que no confía en la fuerza de las armas, sino en el poder del amor. Él trae esperanza a cuantos, como Él mismo, viven al margen de la sociedad. Lleva esperanza a cuantos son vulnerables en los cambiantes destinos de un mundo precario. Desde el pesebre Cristo nos llama a vivir como ciudadanos de su reino celestial, un reino que cada persona de buena voluntad puede ayudar a construir aquí, en la tierra


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