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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES AL SIMPOSIO
DE LOS OBISPOS DE ÁFRICA Y EUROPA


Sala Clementina
Jueves 16 de febrero de 2012

 

Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Me complace recibiros al final del Simposio de los obispos de África y Europa, y os saludo a todos con gran afecto, en particular al cardenal Péter Erdő, presidente del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa, y al cardenal Polycarp Pengo, presidente del Simposio de las Conferencias episcopales de África y Madagascar, agradeciéndoles las amables palabras con que han introducido este encuentro. Quiero expresar mi vivo aprecio a quienes han organizado las jornadas de estudio, durante las cuales habéis debatido sobre el tema de la evangelización actual de vuestros territorios, a la luz de la comunión recíproca y la colaboración pastoral que se instauró durante el primer Simposio del año 2004.

Con vosotros doy gracias a Dios por los frutos espirituales que han resultado de las relaciones de amistad y cooperación entre las comunidades eclesiales de vuestros continentes durante estos años. Desde diferentes contextos culturales, sociales y económicos, habéis puesto de relieve la común voluntad apostólica de anunciar a vuestros pueblos a Jesucristo y su Evangelio, con el estilo del «intercambio de dones». Continuad en este camino fecundo de fraternidad activa y de unidad de propósitos, ampliando cada vez más los horizontes de la evangelización. Para la Iglesia en Europa, de hecho, el encuentro con la Iglesia en África siempre es un momento de gracia en virtud de la esperanza y la alegría con que las comunidades eclesiales de África viven y comunican la fe, como he podido constatar en mis viajes apostólicos. Por otro lado, es hermoso ver cómo la Iglesia en África, a pesar de vivir en medio de tantas dificultades y con la necesidad de paz y reconciliación, está dispuesta a compartir su fe.

En las relaciones entre la Iglesia que está en África y en Europa, tened presente el vínculo fundamental entre la fe y la caridad, porque ambas se iluminan mutuamente en su verdad. La caridad favorece la apertura y el encuentro con el hombre de hoy, en su realidad concreta, para llevarle a Cristo y su amor a cada persona y a cada familia, especialmente a los más pobres y solos. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): de hecho, el amor de Cristo es lo que llena los corazones e impulsa a evangelizar. El Maestro divino, hoy como entonces, envía a sus discípulos por los caminos del mundo para proclamar su mensaje de salvación a todos los pueblos de la tierra (cf. Carta ap. Porta fidei, 7).

Los desafíos actuales que debéis afrontar, queridos hermanos, son exigentes. Pienso, en primer lugar, en la indiferencia religiosa, que lleva a muchas personas a vivir como si Dios no existiese, o a contentarse con una religiosidad vaga, incapaz de enfrentarse a la cuestión de la verdad y al deber de la coherencia. Hoy en día, especialmente en Europa, aunque también en algunas partes de África, se siente el peso del ambiente secularizado y a menudo hostil a la fe cristiana. Otro desafío para el anuncio del Evangelio es el hedonismo, que ha contribuido a hacer que la crisis de valores penetre en la vida cotidiana, en la estructura de la familia, en la manera misma de interpretar el significado de la existencia. Síntoma de una situación de grave malestar social es también la difusión de fenómenos como la pornografía y la prostitución. Vosotros sois muy conscientes de estos desafíos, que avivan vuestra conciencia pastoral y vuestro sentido de responsabilidad. Esos desafíos no deben desalentaros, sino más bien deben constituir una ocasión para renovar el compromiso y la esperanza, la esperanza que nace de la convicción de que si la noche está avanzada, el día está cerca (cf. Rm 13, 12), porque Cristo resucitado está siempre con nosotros. En las sociedades de África y de Europa no son pocas las fuerzas del bien, muchas de las cuales están al frente de las parroquias y se distinguen por un compromiso de santificación personal y de apostolado. Espero que, con vuestra ayuda, puedan convertirse cada vez más en células vivas y vitales de la nueva evangelización.

Que la familia esté en el centro de vuestra solicitud de pastores: la familia, iglesia doméstica, es también la garantía más sólida para la renovación de la sociedad. En la familia, que conserva usos, tradiciones, costumbres, ritos impregnados de fe, se encuentra el terreno más adecuado para el florecimiento de vocaciones. La actual mentalidad consumista puede tener repercusiones negativas en el surgimiento y el cuidado de las vocaciones; de ahí la necesidad de prestar especial atención a la promoción de las vocaciones al sacerdocio y de especial consagración. La familia es también el fulcro formativo de la juventud. Europa y África tienen necesidad de jóvenes generosos, que sepan hacerse cargo responsablemente de su futuro, y todas las instituciones deben tener presente que en estos jóvenes se encuentra el futuro y que es importante hacer todo lo posible para que su camino no esté marcado por la incertidumbre y la oscuridad. Queridos hermanos, seguid con especial atención su crecimiento humano y espiritual, alentando también las iniciativas de voluntariado que puedan tener un valor educativo.

En la formación de las nuevas generaciones asume un papel importante la dimensión cultural. Vosotros sabéis muy bien lo mucho que la Iglesia estima y promueve toda forma auténtica de cultura, a la que ofrece la riqueza de la Palabra de Dios y la gracia que brota del Misterio pascual de Cristo. La Iglesia respeta todo descubrimiento de la verdad, porque toda la verdad viene de Dios, pero sabe que la mirada de la fe puesta en Cristo abre la mente y el corazón del hombre a la Verdad primera, que es Dios. Así la cultura, alimentada por la fe, lleva a la verdadera humanización, mientras que las falsas culturas terminan por conducir a la deshumanización: en Europa y en África hemos tenido tristes ejemplos. Por lo tanto, debéis tener una preocupación constante por la cultura, como parte de vuestra acción pastoral, teniendo siempre muy presente que la luz del Evangelio se inserta en el tejido cultural, elevándolo y haciendo fecundar sus riquezas.

Queridos amigos, vuestro Simposio os ha dado la oportunidad para reflexionar sobre los problemas de la Iglesia en los dos continentes. Ciertamente, los problemas no faltan, y son a veces relevantes; pero, por otro lado, también son una prueba de que la Iglesia está viva, que crece, y no tiene miedo de llevar a cabo su misión evangelizadora. Por ello necesita la oración y el compromiso de todos los fieles; de hecho, la evangelización es parte de la vocación de todos los bautizados, que es una vocación a la santidad. Los cristianos que tienen una fe viva y están abiertos a la acción del Espíritu Santo se convierten en testigos del Evangelio de Cristo con la palabra y la vida. A los pastores, sin embargo, se les ha confiado una responsabilidad especial. Por lo tanto, «vuestra santidad personal debe repercutir en beneficio de los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral, y a los que debéis servir. La vida de oración fecundará desde dentro vuestro apostolado. Un obispo debe ser amante de Cristo. Vuestra distinción y autoridad moral que sustentan el ejercicio de vuestra potestad jurídica, sólo pueden venir de vuestra santidad de vida» (Exh. ap. postsin. Africae munus, 100).

Encomiendo vuestros propósitos espirituales y vuestros proyectos pastorales a la intercesión de María, Estrella de la evangelización, a la vez de corazón os imparto una especial bendición apostólica a vosotros, a las Conferencias episcopales de África y de Europa, y a todos vuestros sacerdotes y fieles.



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