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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
CON OCASIÓN DE SU VISTA «AD LIMINA APOSTOLORUM
»

Sábado 5 de mayo de 2012

 

Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto en el Señor y os expreso mis mejores deseos para una peregrinación ad limina Apostolorum llena de gracia. Durante nuestros encuentros he reflexionado con vosotros y con vuestros hermanos en el episcopado sobre los desafíos intelectuales y culturales de la nueva evangelización en el contexto de la sociedad estadounidense contemporánea. Hoy deseo afrontar la cuestión de la educación religiosa y de la formación en la fe de la próxima generación de católicos en vuestro país.

Ante todo, quiero expresar mi aprecio por los grandes progresos que se han logrado en los últimos años para mejorar la catequesis, revisar los textos y adecuarlos al Catecismo de la Iglesia católica. También se han realizado importantes esfuerzos para preservar el gran patrimonio de las escuelas católicas primarias y secundarias de Estados Unidos, que se han visto profundamente afectadas por los cambios demográficos y el aumento de los costes, aun asegurando que la educación que proporcionan sigue estando al alcance de todas las familias, independientemente de su situación económica. Como se ha mencionado a menudo en nuestros encuentros, estas escuelas siguen siendo un recurso fundamental para la nueva evangelización, y la significativa contribución que dan a la sociedad estadounidense en su conjunto debería ser más apreciada y sostenida con más generosidad.

En el ámbito de la educación superior, muchos de vosotros habéis señalado un creciente reconocimiento, por parte de los institutos y las universidades católicos, de la necesidad de reafirmar su identidad distintiva con fidelidad a sus ideales fundacionales y a la misión de la Iglesia al servicio del Evangelio. Pero queda aún mucho por hacer, especialmente en áreas fundamentales como la conformidad con el mandato establecido en el canon 812 para quienes enseñan disciplinas teológicas. La importancia de esta norma canónica, como expresión tangible de comunión eclesial y de solidaridad en el apostolado educativo de la Iglesia, resulta aún más evidente si tenemos en cuenta la confusión creada por casos de aparentes divergencias entre algunos representantes de las instituciones católicas y la dirección pastoral de la Iglesia: dichas divergencias perjudican el testimonio de la Iglesia y, como ha demostrado la experiencia, pueden ser fácilmente aprovechadas para comprometer su autoridad y su libertad.

No es exagerado afirmar que proporcionar a los jóvenes una sólida educación en la fe representa el desafío interno más urgente que debe afrontar la comunidad católica en vuestro país. El depósito de la fe es un tesoro inestimable que cada generación debe transmitir a la sucesiva, conquistando corazones para Jesucristo y formando las mentes en el conocimiento, en la comprensión y en el amor a su Iglesia. Es gratificante constatar cómo también en nuestros días la visión cristiana, presentada en su amplitud e integridad, se demuestra inmensamente atractiva para la imaginación, el idealismo y las aspiraciones de los jóvenes, que tienen derecho a conocer la fe en toda su belleza, su riqueza intelectual y sus exigencias radicales.

Aquí quiero simplemente proponer algunos puntos que espero sean útiles para vuestro discernimiento al afrontar este desafío.

Ante todo, como sabemos, la tarea fundamental de una educación auténtica en todos los niveles no consiste meramente en transmitir conocimientos, aunque eso sea esencial, sino también en formar los corazones. Existe la necesidad constante de conjugar el rigor intelectual al comunicar de modo eficaz, atractivo e integral la riqueza de la fe de la Iglesia con la formación de los jóvenes en el amor a Dios, en la práctica de la moral cristiana y en la vida sacramental y, además, en el cultivo de la oración personal y litúrgica.

De ahí se sigue que la cuestión de la identidad católica, también a nivel universitario, implica mucho más que la enseñanza de la religión o la mera presencia de una capellanía en el campus. Con demasiada frecuencia, al parecer, las escuelas y las universidades católicas no han logrado impulsar a los estudiantes a reapropiarse de su fe como parte de los estimulantes descubrimientos intelectuales que caracterizan la experiencia de la educación superior. El hecho de que muchos nuevos estudiantes se encuentran separados de su familia, de su escuela y de los sistemas de apoyo comunitarios que antes facilitaban la transmisión de la fe, debería impulsar constantemente a las instituciones educativas católicas a crear redes de apoyo nuevas y eficaces. En todos los aspectos de su educación, a los estudiantes se los debe alentar a articular una visión de la armonía entre fe y razón capaz de guiar una búsqueda del conocimiento y de la virtud que dure toda la vida. Como siempre, en este proceso desempeñan un papel esencial los profesores que estimulan a otros con su amor evidente a Cristo, su testimonio de sólida devoción y su compromiso por la sapientia christiana que integra la fe y la vida, la pasión intelectual y el aprecio por el esplendor de la verdad, tanto divina como humana.

De hecho, la fe, por su misma naturaleza, exige una conversión constante e integral a la plenitud de la verdad revelada en Cristo. Él es el Logos creador, en el que todas las cosas han sido creadas y en el que todas las realidades subsisten (cf. Col 1, 17); es el nuevo Adán, que revela la verdad última sobre el hombre y sobre el mundo en el que vivimos. En un tiempo, semejante al nuestro, de grandes cambios culturales y de transformaciones sociales, san Agustín indicaba esta relación intrínseca entre fe y empresa intelectual humana recurriendo a Platón, el cual afirmaba que, según él, «amar la sabiduría es amar a Dios» (De Civitate Dei, VIII, 8). El compromiso cristiano en favor del aprendizaje, que hizo nacer las universidades medievales, se fundaba en esta convicción de que el único Dios, como fuente de toda verdad y bondad, también es la fuente del deseo ardiente del intelecto de conocer y del deseo de la voluntad de realizarse en el amor.

Sólo en esta luz podemos apreciar la contribución peculiar de la educación católica, que realiza una «diakonía de la verdad» inspirada por una caridad intelectual consciente de que guiar a los demás hacia la verdad es, en el fondo, un acto de amor (cf. Discurso a los educadores católicos, Washington, 17 de abril de 2008). El hecho de que la fe reconozca la unidad esencial de todo conocimiento constituye un baluarte contra la alienación y la fragmentación que se producen cuando el uso de la razón se separa de la búsqueda de la verdad y de la virtud; en este sentido, las instituciones católicas desempeñan un papel específico para ayudar a superar la crisis actual de las universidades. Sólidamente arraigados en esta visión de la interrelación intrínseca entre fe, razón y búsqueda de la excelencia humana, todo intelectual cristiano y todas las instituciones educativas de la Iglesia deben estar convencidos, y deseosos de convencer a otros, de que ningún aspecto de la realidad permanece ajeno o no tocado por el misterio de la redención y por el dominio del Señor resucitado sobre toda la creación.

Durante mi visita pastoral a Estados Unidos hablé de la necesidad que tiene la Iglesia estadounidense de cultivar «un modo de pensar, una “cultura” intelectual que sea auténticamente católica» (Homilía en el Nationals Stadium de Washington, 17 de abril de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 5). Asumir esta tarea conlleva ciertamente una renovación de la apologética y un énfasis en los rasgos distintivos católicos; pero, en última instancia, debe orientarse a proclamar la verdad liberadora de Cristo y a fomentar un diálogo y una cooperación más amplios para construir una sociedad cada vez más sólidamente arraigada en un humanismo auténtico, inspirado por el Evangelio y fiel a los valores más altos de la herencia cívica y cultural estadounidense. En el momento actual de la historia de vuestra nación, este es el desafío y la oportunidad que espera a toda la comunidad católica y que las instituciones educativas de la Iglesia deberían ser las primeras en reconocer y abrazar.

Al concluir estas breves reflexiones, deseo expresar una vez más mi gratitud, y la de toda la Iglesia, por el generoso compromiso, a menudo acompañado por el sacrificio personal, demostrado por tantos profesores y administradores que trabajan en la vasta red de escuelas católicas en vuestro país. A vosotros, queridos hermanos, y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, alegría y paz en el Señor resucitado.



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