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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 11 de noviembre de 2018

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El episodio evangélico de hoy (ver Mc 12, 38-44) concluye la serie de enseñanzas impartidas por Jesús en el templo de Jerusalén y resalta dos figuras opuestas: el escriba y la viuda. Pero ¿por qué están contrapuestas? El escriba representa a las personas importantes, ricas, influyentes; la otra —la viuda— representa a los últimos, a los pobres, a los débiles. En realidad, el juicio resuelto de Jesús contra los escribas no concierne a toda la categoría de escribas, sino que se refiere a aquellos que alardean de su posición social, que se enorgullecen del título de “rabí”, es decir, maestro, a quienes les gusta que les reverencien y ocupar los primeros puestos (ver versículos 38-39). Lo peor es que su ostentación es sobre todo de naturaleza religiosa, porque rezan, dice Jesús —“so capa de largas oraciones”—(v.40) y se sirven de Dios para proclamarse como los defensores de su ley. Y esta actitud de superioridad y de vanidad les lleva a despreciar a los que cuentan poco o se encuentran en una posición económica desaventajada, como es el caso de las viudas.

Jesús desenmascara este mecanismo perverso: denuncia la opresión instrumentalizada de los débiles por motivos religiosos, diciendo claramente que Dios está del lado de los últimos. Y para grabar esta lección en la mente de los discípulos, les pone un ejemplo viviente: una pobre viuda, cuya posición social era insignificante porque no tenía un marido que pudiera defender sus derechos, y por eso era presa fácil para algún acreedor sin escrúpulos. Esta mujer, que echará en el tesoro del templo solamente dos moneditas, todo lo que le quedaba, y hace su ofrenda intentando pasar desapercibida, casi avergonzándose. Pero, precisamente con esta humildad, ella cumple una acción de gran importancia religiosa y espiritual. Ese gesto lleno de sacrificio no escapa a la mirada de Jesús, que, al contrario, ve brillar en él el don total de sí mismo en el que quiere educar a sus discípulos.

La enseñanza que Jesús nos da hoy nos ayuda a recobrar lo que es esencial en nuestras vidas y favorece una relación concreta y cotidiana con Dios. Hermanos y hermanas, las balanzas del Señor son diferentes a las nuestras. Pesa de manera diferente a las personas y sus gestos: Dios no mide la cantidad sino la calidad, escruta el corazón, mira la pureza de las intenciones. Esto significa que nuestro “dar” a Dios en la oración y a los demás en la caridad debería huir siempre del ritualismo y del formalismo, así como de la lógica del cálculo, y debe ser expresión de gratuidad, como hizo Jesús con nosotros: nos salvó gratuitamente, no nos hizo pagar la redención. Nos salvó gratuitamente. Y nosotros, debemos hacer las cosas como expresión de gratuidad. Por eso, Jesús indica a esa viuda pobre y generosa como modelo a imitar de vida cristiana. No sabemos su nombre, pero conocemos su corazón —la encontraremos en el Cielo y seguramente iremos a saludarla—, y eso es lo que cuenta ante Dios. Cuando nos sentimos tentados por el deseo de aparentar y de contabilizar nuestros gestos de altruismo, cuando estamos demasiado interesados ​​en la mirada de los demás pensemos en esta mujer y, —permitidme las palabras— cuando nos pavoneemos, pensemos en esta mujer. Nos hará bien: nos ayudará a despojarnos de lo superfluo para ir a lo que realmente importa, y a permanecer humildes.

¡Que la Virgen María, mujer pobre que se entregó totalmente a Dios, nos sostenga en el propósito de dar al Señor y a los hermanos, no algo nuestro, sino a nosotros mismos, en una ofrenda humilde y generosa!

 


Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer en Barcelona tuvo lugar la beatificación del padre Teodoro Illera del Olmo y de quince compañeros mártires. Se trata de trece consagrados y tres fieles laicos. Nueve religiosos y los laicos pertenecían a la Congregación de San Pedro ad Vincula; tres religiosas eran capuchinas de la Madre del Divino Pastor y una era franciscana del Sagrado Corazón. Estos nuevos beatos fueron asesinados por su fe, en diferentes lugares y fechas, durante la guerra y la persecución religiosa del siglo pasado en España.¡Alabemos al Señor por estos valientes testigos suyos y un aplauso para ellos!

Hoy es el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, que mi predecesor Benedicto XV describió como una “masacre inútil”. Por eso, a la 13.30 hora italiana, las campanas sonarán en todo el mundo, también las de la basílica de San Pedro. La página histórica del primer conflicto mundial es para todos una grave advertencia a rechazar la cultura de la guerra y buscar cualquier medio legítimo para acabar con los conflictos que todavía hoy ensangrientan muchas regiones del mundo. Parece que nunca aprendemos. Mientras rezamos por todas las víctimas de esta enorme tragedia, digamos con fuerza: ¡invirtamos en la paz, no en la guerra! Y, como signo emblemático, tomemos el de San Martín de Tours, que hoy celebramos: cortó en dos su capa para compartirla con un pobre. Que este gesto de solidaridad humana nos indique a todos el camino para construir la paz.

El próximo domingo se celebrará la Jornada Mundial de los Pobres, con muchas iniciativas de evangelización, oración y compartición. También aquí, en la Plaza de San Pedro, habrá un ambulatorio que durante una semana atenderá a los que atraviesan por dificultades. Espero que esta Jornada promueva una atención creciente a las necesidades de los últimos, de los marginados, de los hambrientos.

Doy las gracias a todos vosotros, llegados de Roma, Italia y muchas partes del mundo. Saludo a los fieles de Mengíbar (España), a los de Barcelona, ​​al grupo del Inmaculado Corazón de María de Brasil y al de la Unión Mundial de Docentes Católicos. Saludo al Centro Turístico ACLI de Trento, a los fieles de San Benedetto Po y a los que se van a confirmar de Chiuppano. También saludo a los muchos polacos que veo aquí. ¡Hay muchos!

A todos os deseo un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí.¡Buen almuerzo y hasta pronto!


Boletín de la oficina de Prensa de la Santa Sede, 11 de noviembre de 20018

 



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