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XXXVII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Catedral de Asti, Italia
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo - Domingo, 20 de noviembre de 2022

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Hemos visto a este joven, Stefano, que pide recibir el ministerio de acólito en su camino hacia el sacerdocio. Tenemos que rezar por él, para que siga adelante en su vocación y sea fiel; pero también tenemos que rezar por esta Iglesia de Asti, para que el Señor envíe vocaciones sacerdotales, porque como ustedes ven la mayoría son ancianos, como yo. Se necesitan sacerdotes jóvenes, como algunos de aquí que son muy buenos. Pidamos al Señor que bendiga esta tierra.

Y de estas tierras partió mi padre para emigrar a Argentina. Y en estas tierras, valiosas por sus buenos productos agrícolas y sobre todo por la auténtica laboriosidad de la gente, he venido a reencontrar el sabor de las raíces. Hoy el Evangelio nos lleva nuevamente a las raíces de la fe. Estas se encuentran en el árido terreno del Calvario, donde la semilla de Jesús, al morir, hizo germinar la esperanza, pues plantado en el corazón de la tierra nos abrió el camino al cielo. Con su muerte nos dio la vida eterna. Por medio del árbol de la cruz nos trajo los frutos de la salvación. Por eso mirémoslo a Él, miremos al Crucificado.

Sobre la cruz aparece una sola frase: «Este es el rey de los judíos» (Lc 23,38). He aquí el título: rey. Pero observando a Jesús, la idea que tenemos de un rey da un vuelco. Intentemos imaginar visualmente un rey. Nos vendrá a la mente un hombre fuerte sentado en un trono con espléndidas insignias, un cetro en las manos y anillos brillantes en los dedos, mientras dirige a sus súbditos discursos solemnes. Esta es, más o menos, la imagen que tenemos en la mente. Pero mirando a Jesús, vemos que Él es todo lo contrario. No está sentado en un cómodo trono, sino más bien colgado en un patíbulo. El Dios que «derribó a los poderosos de su trono» (Lc 1,52) se comporta como siervo crucificado por los poderosos. Está adornado sólo con clavos y espinas, despojado de todo mas rico en amor; desde el trono de la cruz ya no instruye a la multitud con palabras, ni levanta la mano para enseñar. Hace mucho más: en vez de apuntar el dedo contra alguien, extiende los brazos para todos. Así se manifiesta nuestro rey, con los brazos abiertos, a brasa aduerte.

Sólo entrando en su abrazo entendemos que Dios se aventuró hasta ahí, hasta la paradoja de la cruz, justamente para abrazar todo lo que es nuestro, aun aquello que estaba más lejos de Él: nuestra muerte —Él abrazó nuestra muerte—, nuestro dolor, nuestra pobreza, nuestras fragilidades y nuestras miserias. Él abrazó todo esto. Se hizo siervo para que cada uno de nosotros se sienta hijo, pagó con su servidumbre nuestra filiación. Se dejó insultar y que se burlaran de él, para que en cualquier humillación ninguno de nosotros esté ya solo. Dejó que lo desnudaran, para que nadie se sienta despojado de la propia dignidad. Subió a la cruz, para que en todo crucificado de la historia esté la presencia de Dios. Este es nuestro rey, rey de cada uno de nosotros, rey del universo, porque Él cruzó los más recónditos confines de lo humano; entró en la oscura inmensidad del odio, en la inmensa oscuridad del abandono para iluminar cada vida y abrazar cada realidad. Hermanos, hermanas, este es el rey que hoy festejamos. No es fácil entenderlo, pero es nuestro rey. Y las preguntas que deberíamos hacernos son: ¿Este rey del universo es el rey de mi existencia? ¿Yo creo en Él? ¿Cómo puedo celebrarlo como Señor de todas las cosas si no se convierte también en el Señor de mi vida? Y tú que hoy comienzas este camino hacia el sacerdocio no te olvides que este es tu modelo; no te aferres a los honores, no. Este es tu modelo; si tú no piensas ser sacerdote como este Rey, mejor detente ahí.

Por tanto, fijemos de nuevo la mirada en Jesús Crucificado. Date cuenta, Él no mira tu vida sólo un momento y ya, no te dedica una mirada fugaz como frecuentemente hacemos nosotros con Él, sino que Él permanece ahí, a brasa aduerte, para decirte en silencio que nada de lo tuyo le es ajeno, que quiere abrazarte, volverte a levantar, salvarte, así como eres, con tu historia, con tus miserias, con tus pecados. Pero, Señor, ¿es verdad? ¿Con mis miserias me amas de este modo? Cada uno piense en este momento en su propia pobreza: “Pero, ¿tú me amas con esta pobreza espiritual que tengo, con estas limitaciones?”. Y Él sonríe y nos hace comprender que nos ama y ha dado la vida por nosotros. Pensemos un poco en nuestros límites, también en las cosas buenas: Él nos ama como somos, como somos ahora. Él nos da la posibilidad de reinar en la vida, si te rindes ante la mansedumbre de su amor, que se propone pero no se impone —el amor de Dios nunca se impone—; a su amor que siempre te perdona. Nosotros tantas veces nos cansamos de perdonar a la gente y les hacemos la cruz, les hacemos la sepultura social. Él no se cansa nunca de perdonar, nunca, nunca; siempre te vuelve a poner en pie, siempre te restituye tu dignidad real. Sí, la salvación, ¿de dónde viene? Nos viene al dejarnos amar por Él, porque sólo así somos liberados de la esclavitud de nuestro yo, del miedo de estar solos, de pensar que no lo lograremos. Hermanos, hermanas, pongámonos constantemente ante el Crucificado, dejémonos amar, pues esos brasa aduerte nos abren también a nosotros el paraíso, como al “buen ladrón”. Sintamos como dirigida a nosotros la frase que Jesús hoy, en el Evangelio, pronuncia desde la cruz: «Estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Esto es lo que quiere y quiere decirnos Dios, a todos nosotros, cada vez que nos dejamos mirar por Él. Y entonces entendemos que no tenemos un dios desconocido que está allá arriba en el cielo, poderoso y distante, no, sino un Dios cercano, la cercanía es el estilo de Dios, la cercanía, con ternura y misericordia. Este es el estilo de Dios. Cercano, misericordioso y tierno. Tierno y compasivo, cuyos brazos abiertos consuelan y acarician. ¡Ese es nuestro rey!

Hermanos, hermanas, después de haberlo mirado, ¿qué podemos hacer? Hoy el Evangelio nos pone ante dos caminos. Frente a Jesús hay quien se queda de espectador y quien se involucra. Los espectadores son muchos, la mayoría. Miran, ver morir a alguien en la cruz es un espectáculo. De hecho —dice el texto— «el pueblo permanecía allí y miraba» (v. 35). No era gente mala, muchos eran creyentes, pero al ver al Crucificado se quedan como espectadores. No dan un paso adelante hacia Jesús, sino que lo ven desde lejos, curiosos e indiferentes, sin interesarse verdaderamente, sin preguntarse qué podrían hacer. Habrán comentado, quizá: “Pero mira este”, habrán expresado juicios y opiniones: “Pero es inocente, mira este así”, alguno se habrá lamentado, pero todos se quedaron mirando sin hacer nada, con los brazos cruzados. Pero también cerca de la cruz hay espectadores: los jefes del pueblo, que quieren asistir al espectáculo cruento del final ignominioso de Cristo; los soldados, que esperan que la ejecución termine pronto, para irse a su casa; uno de los malhechores, que descarga sobre Jesús su rabia. Se burlan, insultan, se desahogan.

Todos estos espectadores tienen en común una frase recurrente: “Si eres rey, ¡sálvate a ti mismo!” (cf. vv. 35.37.39). Así lo insultan, lo desafían. Sálvate a ti mismo, exactamente lo contrario de lo que está haciendo Jesús, que no piensa en sí mismo, sino en salvarlos a ellos, que lo insultan. Pero ese sálvate a ti mismo es contagioso, de los jefes a los soldados y a la gente, la ola del mal alcanza a casi todos. Pensemos que el mal es contagioso, nos contagia; como cuando a nosotros nos llega una enfermedad infecciosa, nos contagia enseguida. Y aquella gente habla de Jesús pero no sintoniza ni un solo momento con Él. Toma distancia y habla. Es el contagio letal de la indiferencia. Es una fea enfermedad la indiferencia. “Esto a mí no me concierne, no me toca”. Indiferencia hacia Jesús e indiferencia también hacia los enfermos, hacia los pobres, hacia los miserables de la tierra. A mí me gusta preguntarle a la gente, y les pregunto a cada uno de ustedes: “Cuanto tú le das limosna a los pobres, ¿los miras a los ojos? ¿Eres capaz de mirar a los ojos de ese pobre o de esa pobre que te pide limosna? Cuando tú das limosna a los pobres, ¿les tiras la moneda o les tocas la mano? ¿Eres capaz de tocar una miseria humana?”. Después que cada uno se dé las respuestas. Aquella gente era indiferente. Aquella gente hablaba de Jesús, pero no sintonizaba con Él. Y este es el contagio letal de la indiferencia, que crea distancia con la miseria. La ola del mal se propaga siempre así: comienza tomando distancia, mirando sin hacer nada, sin dar importancia, y luego se piensa sólo en los propios intereses y se acostumbra a mirar hacia otro lado. Y esto es un riesgo también para nuestra fe, que se marchita si se queda en una teoría, si no se hace práctica, si no hay compromiso, si no se da en primera persona, si no se arriesga. Entonces nos convertimos en cristianos “al agua de rosas” —como escuché decir en mi casa—, que dicen creer en Dios y querer la paz, pero que no rezan ni se preocupan por el prójimo e incluso no les interesa Dios, ni la paz. Estos son cristianos sólo de palabra, superficiales.

Esta era la ola del mal que había allí, en el Calvario. Pero también está la ola benéfica del bien. Entre los muchos espectadores, uno se involucra, me refiero al “buen ladrón”. Los otros se ríen del Señor. Él le habla y lo llama por su nombre, “Jesús”. Muchos descargan sobre Él su rabia; él confiesa a Cristo sus faltas. Muchos dicen «sálvate a ti mismo»; él ruega: «Jesús, acuérdate de mí» (v. 42). Sólo pide eso al Señor. Esta es una hermosa oración. Si cada uno de nosotros la recita todos los días va por buen camino, el camino de la santidad: “Jesús, acuérdate de mí”. Es así que un malhechor se convierte en el primer santo. Se acerca a Jesús por un instante y el Señor lo tiene consigo para siempre. El Evangelio habla del buen ladrón por nosotros, para invitarnos a vencer el mal dejando de ser espectadores. Por favor, la indiferencia es peor que hacer el mal. ¿Por dónde comenzar? Por la confianza, por llamar a Dios por su nombre, tal como lo hizo el buen ladrón, que al final de la vida vuelve a encontrar la confianza valiente que caracteriza a los niños, que se fían, piden, insisten. Y con esa confianza admite sus fallas, llora, pero no compadeciéndose de sí mismo, sino poniéndose delante del Señor. Y nosotros, ¿tenemos esta confianza, le llevamos a Jesús todo lo que tenemos en nuestro interior, o nos disfrazamos frente a Dios, quizás con un poco de sacralidad y de incienso? Por favor, no vivan la espiritualidad del maquillaje, es aburrida. Ante Dios agua y jabón, nada más, sin maquillajes, el alma tal cual es. Y de ahí viene la salvación. Aquel que pone en práctica la confianza, como este buen ladrón, aprende la intercesión, aprende a presentar ante Dios lo que ve, los sufrimientos del mundo, las personas que encuentra. Aprende a decirle, como el buen ladrón, “¡acuérdate, Señor!”. No estamos en el mundo únicamente para salvarnos a nosotros mismos, no, sino para llevar a los hermanos y hermanas al abrazo del Rey. Interceder, recordarle al Señor, abre las puertas del paraíso. Pero nosotros, cuando rezamos, ¿intercedemos? “Acuérdate Señor, acuérdate de mí, de mi familia, acuérdate de este problema, acuérdate, acuérdate”. Llamar la atención del Señor.

Hermanos, hermanas, hoy nuestro rey nos mira desde la cruz a brasa aduerte. Depende de nosotros decidir si ser espectadores o involucrarnos. ¿Soy espectador o quiero involucrarme? Vemos las crisis de hoy, la disminución de la fe, la falta de participación. ¿Qué hacemos? ¿Nos limitamos a elaborar teorías, nos limitamos a criticar, o nos ponemos manos a la obra, tomamos las riendas de nuestra vida, pasamos del “si” de las excusas a los “sí” de la oración y del servicio? Todos creemos saber qué es lo que no está bien en la sociedad, todos; hablamos todos los días de lo que no va en el mundo, incluso en la Iglesia, tantas cosas no van en la Iglesia. Pero luego, ¿hacemos algo? ¿Nos ensuciamos las manos como nuestro Dios clavado al madero o estamos con las manos en los bolsillos mirando? Hoy, mientras Jesús, que está despojado en la cruz, levanta el velo sobre Dios y destruye toda imagen falsa de su realeza, mirémoslo a Él, para encontrar el valor de mirarnos a nosotros mismos; de recorrer las vías de la confianza y de la intercesión; de hacernos siervos para reinar con Él. “Acuérdate, Señor, acuérdate”, hagamos esta oración más seguido. Gracias.



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