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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA FEDERACIÓN BÍBLICA CATÓLICA (FEBIC)

Sala del Consistorio
Viernes 19 de junio de 2015

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Doy la bienvenida a todos. Agradezco sus palabras al cardenal Tagle, que me ha desviado un poco de lo que tenía preparado... Son las sorpresas de Dios, que nos ayudan a darnos cuenta de que todos nuestros planes, todos nuestros pensamientos y muchas cosas, ante la Palabra viva de Dios, la Palabra viva del Dios vivo, caen. Caen, se derrumban. Cuando una Iglesia se cierra en sí misma y se olvida de que fue mandada, que fue enviada a anunciar el Evangelio, es decir, la Buena Nueva, para mover los corazones con el Kerygma —el cardenal dijo bien— envejece. Otra cosa que ha dicho el cardenal: se debilita. Y yo también añado dos: se enferma y muere.

He oído decir, muchas veces, cuando se hablaba de las diócesis que se encontraban en el norte de África en la época de san Agustín: son Iglesias muertas. ¡No! Hay dos modos, dos maneras de morir: o morir encerrados en sí mismos o morir dando la vida con el testimonio. Y una Iglesia que tiene el valor —la parresía— para llevar la Palabra de Dios y no se avergüenza está en el camino del martirio.

Hoy, en la primera lectura de la misa, hemos escuchado a san Pablo que relata lo que él había padecido, en la perspectiva del «gloriarse»: «Ellos se glorían; también yo puedo gloriarme de lo que he hecho» (cf. 2 Cor 11, 21). El marco es este. Pero este hombre [san Pablo] si se hubiese quedado allí, en una de las iglesias —como la de Corinto— y sólo en esa, no habría sufrido todo lo que dice. ¿Por qué? Porque era un hombre en salida. Cuando veía que las cosas iban bien, imponía las manos a otro y se iba. Es un modelo.

Al final tiene esta hermosa frase —tras «gloriarse», después de haberme gloriado de los numerosos viajes, tantas veces azotado, una vez lapidado... de todo esto...—: «Si hay que gloriarse, me gloriaré de lo que muestra mi debilidad» (cf. 2 Cor 11, 30). En otro pasaje —vosotros biblistas lo conocéis— dice: «Me gloriaré de mis debilidades» (cf. 2 Cor 12, 9). El tercer orgullo de san Pablo no es vanidad: «Mi gloria es la cruz de Jesús» (cf. Gal 6, 14). Esta es su fuerza. Y esta es una Iglesia en salida, una Iglesia «martirial». Es una Iglesia que va de camino, que está en camino. Y sucede lo que puede suceder a cualquier persona que va por la carretera: un accidente... Pero yo prefiero una Iglesia herida en un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse en sí misma. Con la parresia y la hypomone; la paciencia de cargar sobre los hombros las situaciones, pero también la ternura de llevar sobre los hombros a los fieles heridos, que le han sido confiados. Una Iglesia pastoral. Sólo la Palabra de Dios y, junto a la Palabra, la Eucaristía. Los hermanos que se reúnen para alabar al Señor precisamente con la debilidad del pan y el vino, del Cuerpo del Señor, de la Sangre del Señor.

La Palabra de Dios no es algo que nos hace la vida fácil. No, no. ¡Siempre nos pone en dificultad! Si uno la lleva con sinceridad, le pone en problemas, le pone muchas veces en dificultad. Pero es necesario decir la verdad, con ternura, con ese llevar sobre los hombros las situaciones, las personas. Se puede comprender como un respeto fraternal que sabe «acariciar».

Doy gracias por lo que ha dicho el nuevo presidente. Os agradezco a todos vosotros el trabajo que realizáis al servicio de la Palabra de Dios. Un breve excursus: una de las cosas que más me preocupan es el anuncio funcional de la Palabra de Dios en las homilías. Por favor, haced de todo para ayudar a vuestros hermanos —diáconos, sacerdotes y obispos— a dar la Palabra de Dios en las homilías, que llegue al corazón. Un pensamiento, una imagen, un sentimiento llega, pero ¡que llegue la Palabra de Dios! Muchos son capaces, pero se equivocan y hacen una bonita conferencia, una bonita disertación, una bonita escuela de teología... ¡La Palabra de Dios es un sacramental! Para Lutero es un sacramento que actúa casi ex opere operato. Después la corriente es un poco tridentina, la del ex opere operantis; y luego los teológos han encontrado que la Palabra de Dios está en medio: parte ex opere operato, parte ex opere operantis. Es un sacramental. Los discursos no son sacramentales, son discursos que hacen bien. Pero que en las homilías esté la Palabra de Dios, porque toca el corazón.

Gracias. Gracias por vuestro trabajo. Lo que estaba escrito aquí [en el discurso escrito], que está bien, se lo entrego al presidente.


Discurso preparado por el Santo Padre:

Queridos hermanos y hermanas:

Os acojo y os saludo con las palabras de san Pablo a los cristianos de Filipos: «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo… Doy gracias a mi Dios cada vez que os recuerdo… porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio» (Flp 1, 2-5).

Agradezco de corazón al cardenal Tagle, nuevo presidente, las palabras de saludo que me ha dirigido también en nombre de todos vosotros. Y expreso mi gratitud a monseñor Paglia por el servicio prestado durante estos años a la Federación.

Habéis elegido como lema de esta décima asamblea plenaria un pasaje de la primera carta de Juan: «Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros» (1 Jn 1, 3). Para poder anunciar la palabra de verdad, debemos haber vivido nosotros mismos la experiencia de la Palabra: haberla escuchado, contemplado, casi tocado con las propias manos… (cf. 1 Jn 1, 1). Los cristianos, que son «el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus proezas» (1 P 2, 9), como sugiere la constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, deben ante todo venerar, leer, escuchar, anunciar, predicar, estudiar y difundir la palabra de Dios (cf. n. 25).

La Iglesia, que proclama cada día la Palabra, recibiendo de ella alimento e inspiración, se convierte en beneficiaria y testigo excelente de la eficacia y fuerza ínsita en la misma palabra de Dios (cf. Dei Verbum, 21). No somos nosotros, ni nuestros esfuerzos, sino el Espíritu Santo quien obra por medio de aquellos que se dedican a la pastoral, y también hace lo mismo en los oyentes, predisponiendo a unos y otros a la escucha de la Palabra anunciada y a la acogida del mensaje de vida. En el año en que se celebra el quincuagésimo aniversario de la promulgación de la constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, parece muy oportuno que dediquéis vuestra asamblea plenaria a la reflexión sobre la Sagrada Escritura, fuente de evangelización. San Juan Pablo II, en 1986, os invitó a realizar una atenta relectura de la Dei Verbum, aplicando sus principios y poniendo en práctica sus recomendaciones. Ciertamente, el Sínodo de los obispos sobre la palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia de 2008 representó otra importante ocasión para reflexionar sobre su aplicación. También hoy quiero invitaros a llevar adelante este trabajo, valorando siempre el tesoro de la constitución conciliar, así como el Magisterio sucesivo, mientras comunicáis la «alegría del Evangelio» hasta los confines de la tierra, en obediencia al mandato misionero. «La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 174).

Pero hay lugares donde la Palabra de Dios aún no ha sido proclamada o, aunque proclamada, no ha sido acogida como Palabra de salvación. Hay lugares donde la palabra de Dios se vacía de su autoridad. La falta del apoyo y del vigor de la Palabra lleva a un debilitamiento de las comunidades cristianas de antigua tradición y frena el crecimiento espiritual y el fervor misionero de las Iglesia jóvenes. Todos nosotros somos responsables si «el mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a Evangelio» (ibídem, n. 39). Por lo tanto, sigue siendo valiosa la invitación a un especial compromiso pastoral para mostrar el lugar central de la Palabra de Dios en la vida eclesial, favoreciendo la animación bíblica de toda la pastoral. Debemos lograr que en las actividades habituales de todas las comunidades cristianas, en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos, realmente se tome en serio el encuentro personal con Cristo, que se comunica con nosotros mediante su palabra, porque, como nos enseña san Jerónimo, el «desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo» (Dei Verbum, 25).

La misión de los servidores de la Palabra —obispos, sacerdotes, religiosos y laicos— es promover y favorecer este encuentro, que suscita la fe y transforma la vida; por eso ruego, en nombre de toda la Iglesia, para que cumpláis vuestro mandato: lograr «que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1), hasta el día de Cristo Jesús.

Que la «Esclava del Señor», que es bienaventurada porque «ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45), os acompañe durante estos días, como acompañó a los discípulos en la primera comunidad, para que os guíen la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

 



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