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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA PEREGRINACIÓN DE POBRES DE LAS DIÓCESIS FRANCESAS DE LA PROVINCIA DE LYON

Aula Pablo VI
Miércoles 6 de julio de 2016

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Queridos amigos:

Estoy muy contento de acogerles. Cualquiera que sea su condición, su historia, el peso que llevan, es Jesús quien nos reúne entorno a sí. Si algo tiene Jesús, es precisamente la capacidad de acoger. Él acoge a cada uno así como es. En Él somos hermanos, y yo quisiera que ustedes sintieran cuánto son bienvenidos; su presencia es importante para mí, y también es importante que ustedes estén en casa.

Con los responsables que les acompañan, ustedes dan un bello testimonio de fraternidad evangélica en este caminar juntos en peregrinación. En efecto, ustedes vinieron acompañándose unos a otros. Unos, ayudándoles generosamente, ofreciendo medios y tiempo para hacerles venir; y ustedes regalándoles, regalándonos, regalándome a mí, a Jesús mismo.

Porque Jesús quiso compartir su condición: se hizo, por amor, uno de ustedes: despreciado por los hombres, olvidado, alguien que no cuenta para nada. Cuando les toca probar todo esto, no olviden que también Jesús lo probó como ustedes. Es la prueba de que son preciosos a sus ojos, y que Él está a su lado. Están ustedes en el corazón de la Iglesia, como decía el Padre Giuseppe Wresinski, porque Jesús, en su vida, siempre ha dado prioridad a personas que eran como ustedes, que vivían en situaciones semejantes. Y la Iglesia, que ama y prefiere lo que Jesús ha amado y preferido, no puede estar tranquila hasta que no haya llegado a todos los que experimentan el rechazo, la exclusión y que no cuentan para nadie. En el corazón de la Iglesia, ustedes nos dejan encontrar a Jesús, porque nos hablan de Él, no tanto con las palabras como con toda su vida. Y testimonian la importancia de los pequeños gestos, asequibles a de todos, que contribuyen a construir la paz, recordándonos que somos hermanos, y que Dios es Padre de todos nosotros.

Me viene a la mente intentar imaginar qué pensaría la gente cuando ha visto a María, José y Jesús por las calles, huyendo en Egipto. Ellos eran pobres, pasaban tribulaciones a causa de las persecuciones: pero ahí estaba Dios.

Queridos acompañantes, quiero agradecerles todo lo que hacen, fieles a la institución del Padre Giuseppe Wresinski, que quería partir de la vida compartida, y no de teorías abstractas. Las teorías abstractas nos llevan a las ideologías y las ideologías nos llevan a negar que Dios se ha hecho carne, uno de nosotros. Porque es la vida compartida con los pobres lo que nos transforma y nos convierte. Y piensen bien en esto. Ustedes no sólo salen a su encuentro, —también al encuentro de quien se avergüenza y se esconde—, no sólo caminan con ellos, esforzándose por comprender su sufrimiento, por entrar en su disposición [de ánimo]; sino que ustedes se esfuerzan por entrar en su desesperación. Además, suscitan entorno a ellos una comunidad, restituyéndoles de ese modo una existencia, una identidad, una dignidad. Y el Año de la Misericordia es la ocasión para redescubrir y vivir esta dimensión de solidaridad, fraternidad, ayuda y apoyo recíproco.

Queridos hermanos, les pido sobre todo que mantengan el coraje en medio de sus angustias, para conservar la alegría de la esperanza. Que esa llama que habita en ustedes no se apague. Porque nosotros creemos en un Dios que repara todas las injusticias, que consuela todas las penas y que sabe recompensar a cuantos mantienen la fe en Él. En espera de aquel día de paz y luz, su contribución es esencial para la Iglesia y para el mundo: ustedes son testigos de Cristo, son intercesores ante Dios que escucha, de modo particular, sus oraciones.

Ustedes me pedían recordar a la Iglesia de Francia que Jesús sufre a la puerta de nuestras iglesias si no hay pobres... «Los tesoros de la Iglesia son los pobres», decía el diácono romano Lorenzo. Y, por último, quiero pedirles un favor, más que un favor, darles una misión: una misión que solamente ustedes, en su pobreza, son capaces de realizar. Me explico: Jesús, algunas veces, ha sido muy severo y ha reprochado fuertemente a personas que no acogían el mensaje del Padre. Y así como Él pronunció la hermosa palabra «bienaventurados» refiriéndose a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son odiados y perseguidos, también dijo otra, que, dicha por Él da miedo. Dijo: «ay de ustedes». Y lo dijo a los ricos, a los saciados, a los que ahora ríen, a los que les gusta ser adulados, a los hipócritas. Les doy la misión de rezar por ellos, para que el Señor cambie su corazón. Les pido también rezar por los culpables de su pobreza, para que se conviertan. Rezar por tantos ricos que se visten de púrpura y de lino y hacen fiestas con grandes banquetes, sin darse cuenta de que a sus puertas yacen muchos Lázaros, deseosos de saciar su hambre con las sobras de sus mesas. Recen también por los sacerdotes, por los levitas, quienes —viendo a aquel hombre golpeado y medio muerto— pasan de largo, mirando a otra parte, para que tengan compasión. A todas estas personas, y por supuesto también a otras que están relacionadas negativamente con la pobreza de ustedes y con tantos dolores, sonríanles desde el corazón, deseen para ellos el bien y pidan a Jesús que se conviertan.

Y les aseguro que, si ustedes hacen eso, habrá una gran alegría en la Iglesia, en su corazón y también en la amada Francia.

Todos juntos, ahora, bajo la mirada de nuestro Padre celestial, les confío a la protección de la Madre de Jesús y a la de san José, y les imparto de corazón la Bendición apostólica.

Y recemos todos a nuestro Padre.

[Padre Nuestro, recitado en francés]

[Bendición en francés]



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