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APERTURA DE LA 69 ASAMBLEA GENERAL DE LA CEI

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Aula del Sínodo
Lunes 16 de mayo de 2016

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Queridos hermanos:

El tema que habéis puesto como hilo conductor de los trabajos —La renovación del clero— con el propósito de sostener la formación a lo largo de las diversas etapas de la vida, hace que abra con vosotros esta Asamblea con especial felicidad.

Pentecostés que acabamos de celebrar coloca en la justa luz vuestro objetivo. El Espíritu Santo es, de hecho, el protagonista de la historia de la Iglesia: es el Espíritu que habita en plenitud en la persona de Jesús y nos introduce en el misterio del Dios vivo; es el Espíritu que animó la respuesta generosa de la Virgen Madre y de los santos; es el Espíritu que obra en los creyentes y en hombres de paz, y suscita la generosa disponibilidad y la alegría evangelizadora de muchos sacerdotes. Sin el Espíritu Santo —lo sabemos— no existe posibilidad de vida buena ni de reforma. Recemos y comprometámonos a custodiar su fuerza, para que «el mundo actual pueda así recibir la Buena Nueva […] de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80).

Esta tarde no quiero ofreceros una reflexión sistemática sobre la figura del sacerdote. Tratemos, más bien, de invertir la perspectiva y ponernos a la escucha, en contemplación. Acerquémonos, casi de puntillas, a cualquiera de los muchos párrocos que se entregan en nuestras comunidades; dejemos que el rostro de uno de ellos pase ante los ojos de nuestro corazón y preguntémonos con sencillez: ¿qué hace que su vida tenga sabor? ¿A quién y a qué dedica su servicio? ¿Cuál es la razón última de su entrega?

Espero que estas preguntas puedan reposar dentro de vosotros en el silencio, en la oración tranquila, en el diálogo franco y fraterno: las respuestas que aflorarán os ayudarán a individuar también las propuestas formativas sobre las cuales invertir con coraje.

1. Entonces, ¿qué da sabor a la vida de «nuestro» presbítero? El contexto cultural es muy diferente de aquel en el que dio sus primeros pasos en el ministerio. También en Italia muchas tradiciones, hábitos y visiones de la vida se han visto afectadas por un cambio profundo de época.

Nosotros, que a menudo nos lamentamos de este tiempo con tono amargo y acusador, también debemos sentir su dureza: en nuestro ministerio, ¡cuántas personas nos encontramos que tienen problemas por falta de referencias a las que mirar! ¡Cuántas relaciones heridas! En un mundo en el que cada uno se piensa la medida de todo, no hay más lugar para el hermano.

En este contexto, la vida de nuestro presbítero se vuelve elocuente, porque es diferente y alternativa. Al igual que Moisés, él es uno que se ha acercado al fuego y ha dejado que las llamas quemen sus ambiciones de carrera y poder. Ha hecho una hoguera también con las tentaciones de interpretarse como un «devoto», que se refugia en un intimismo religioso que tiene poco de espiritual.

Está descalzo, nuestro sacerdote, ante a una tierra que se obstina en creer y considerar santa. No se escandaliza por las fragilidades que sacuden el ánimo humano: consciente de ser él mismo un paralítico sanado, está lejos de la frialdad del rigorista, así como de la superficialidad del que quiere mostrarse condescendiente contentadizo. Por el contrario, acepta hacerse cargo del otro, sintiéndose partícipe y responsable de su destino.

Con el aceite de la esperanza y del consuelo, se hace prójimo de cada uno, atento a compartir con ellos el abandono y el sufrimiento. Habiendo aceptado no disponer de sí mismo, no tiene una agenda que defender, sino que cada mañana entrega al Señor su tiempo para dejarse encontrar por la gente y salir al encuentro. Por lo tanto, nuestro sacerdote no es un burócrata o un funcionario anónimo de la institución; no está consagrado a un rol clerical administrativo, ni se mueve por los criterios de la eficiencia.

Sabe que el Amor es todo. No busca seguridades terrenas o títulos honoríficos, que llevan a confiar en el hombre; de por sí en el ministerio no pide nada que vaya más allá de la necesidad real, ni está preocupado por atar a sí a las personas que se le encomiendan. Su estilo de vida sencillo y esencial, siempre disponible, lo presenta creíble a los ojos de la gente y lo acerca a los humildes, en una caridad pastoral que nos hace libres y solidarios. Siervo de la vida, camina con el corazón y el paso de los pobres; se hace rico por el trato frecuente con ellos. Es un hombre de paz y reconciliación, un signo y un instrumento de la ternura de Dios, atento a difundir el bien con la misma pasión con la que otros cuidan sus intereses.

El secreto de nuestro presbítero —¡vosotros lo sabéis bien!— está en esa zarza ardiente que marca a fuego la existencia, la conquista y la conforma a la de Jesucristo, verdad definitiva de su vida. Es la relación con Él la que lo custodia, haciéndolo ajeno a la mundanidad espiritual que corrompe, así como a cualquier compensación y mezquindad. Es la amistad con su Señor la que lo lleva a abrazar la realidad cotidiana con la confianza de quien cree que la imposibilidad del hombre no es así para Dios.

2. Se vuelve de esta forma más inmediato afrontar también las otras preguntas con las que hemos iniciado. ¿A quién dedica el servicio nuestro presbítero? La pregunta, tal vez, debería especificarse. De hecho, incluso antes de preguntarnos sobre los destinatarios de su servicio, hay que reconocer que el presbítero es tal en la medida en que se siente partícipe de la Iglesia, de una comunidad concreta con la que comparte el camino. El pueblo fiel de Dios es el seno del cual se le saca, la familia de la que forma parte, la casa a la cual es enviado. Esta pertenencia común, que brota del Bautismo, es el respiro que libra de la autorreferencialidad que aísla y aprisiona: «Cuando tu barco va a comenzar a echar raíces en la quietud del muelle —recordaba Dom Hélder Câmara— hazte a la mar». ¡Parte! Y, sobre todo, no porque tienes una misión que cumplir, sino porque estructuralmente eres un misionero: en el encuentro con Jesús has experimentado la plenitud de la vida y, por lo tanto, deseas con todo tu ser que otros se reconozcan en Él y puedan custodiar su amistad, nutrirse de su palabra y celebrarlo en la comunidad.

El que vive por el Evangelio, entra así en un modo de compartir virtuoso: al pastor lo convierte y confirma la fe sencilla del pueblo santo de Dios, con el que trabaja y en cuyo corazón vive. Esta pertenencia es la sal de la vida del presbítero; hace que su rasgo característico sea la comunión, vivida con los laicos en relaciones que saben valorar la participación de cada uno. En este tiempo pobre de amistad social, nuestra primera tarea es construir comunidad; la capacidad de relación es, por lo tanto, un criterio decisivo del discernimiento vocacional.

Del mismo modo, para un sacerdote es vital sentirse a gusto en el cenáculo del presbiterio. Esta experiencia —cuando no se vive de una manera ocasional, ni en virtud de una colaboración instrumental— libera de los narcisismos y de los celos clericales; hace crecer la estima, el apoyo y la benevolencia recíproca; favorece una comunión no sólo sacramental o jurídica, sino fraterna y concreta.

Al caminar juntos los presbíteros, de edades y sensibilidades diferentes, se expande un perfume de profecía que sorprende y fascina. La comunión es realmente uno de los nombres de la Misericordia.

En vuestra reflexión sobre la renovación del clero entra también el capítulo dedicado a la gestión de las estructuras y de los bienes: en una visión evangélica, evitad sobrecargaros en una pastoral de conservación, que obstaculice la apertura a la perenne novedad del Espíritu. Mantened sólo lo que puede servir para la experiencia de fe y de caridad del pueblo de Dios.

3. Por último, nos hemos preguntado cuál es la razón última de la entrega de nuestro presbítero. ¡Cuánta tristeza dan aquellos que en la vida están siempre un poco a la mitad, con el pie levantado! Calculan, sopesan, no arriesgan nada por miedo a perderse... ¡Son los más infelices! Nuestro presbítero, en cambio, con sus límites, es uno que se la juega hasta el final: en las condiciones concretas en las que la vida y el ministerio le han puesto, se ofrece con gratuidad, con humildad y alegría. Aun cuando nadie parece darse cuenta. Incluso cuando intuye que, humanamente, quizá nadie le agradecerá lo suficiente su entrega sin medida.

Pero —él lo sabe— no podría hacer otra cosa: ama la tierra, que reconoce visitada cada mañana por la presencia de Dios. Es hombre de la Pascua, de la mirada dirigida al Reino, hacia el cual percibe que camina la historia humana, a pesar de los retrasos, las oscuridades y las contradicciones. El Reino —la visión que tiene Jesús del hombre— es su alegría, el horizonte que le permite relativizar el resto, atemperar preocupaciones y ansiedades, permanecer libre de las ilusiones y del pesimismo; custodiar en el corazón la paz y difundirla con sus gestos, sus palabras y sus actitudes.

Así se delinea, queridos hermanos, la triple pertenencia que nos constituye: pertenencia al Señor, a la Iglesia, al Reino. ¡Este tesoro en vasijas de barro debe ser custodiado y promovido! Asumid plenamente esta responsabilidad, haceos cargo con paciencia y disponibilidad de tiempo, de manos y de corazón.

Rezo con vosotros a la Santa Virgen, para que su intercesión os mantenga acogedores y fieles.

Que junto con vuestros presbíteros podáis completar el camino, el servicio que se os ha confiado y con el que participáis en el misterio de la Madre Iglesia. Gracias.



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