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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UN GRUPO DE PERSONAS CON DISCAPACIDAD CON MOTIVO DEL
DÍA INTERNACIONAL DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD 

Sala Clementina
Sábado, 3 de diciembre de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Me alegra encontraros hoy, con ocasión del Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Doy las gracias a monseñor Giuseppe Baturi por sus palabras y también por el compromiso de las Iglesias en Italia de mantener viva la atención hacia las personas con discapacidad, con una acción pastoral activa e inclusiva. Promover el reconocimiento de la dignidad de toda persona es una responsabilidad constante de la Iglesia: es la misión de continuar en el tiempo la cercanía de Jesucristo a cada hombre y cada mujer, en particular a los que son más frágiles y vulnerables. El Señor está cerca.

Acoger a las personas con discapacidad y responder a sus necesidades es un deber de la comunidad civil y de la eclesial, porque la persona humana, «aunque se encuentre debilitada en la mente o en sus capacidades sensoriales e intelectivas, es un sujeto plenamente humano, con los derechos sagrados e inalienables propios de toda criatura humana» (San Juan Pablo II, Discurso a los participantes del Simposio “Dignidad y derechos de la persona con discapacidad”, 8 de enero de 2004).

Esta era la mirada de Jesús sobre las personas que encontraba: una mirada de ternura y de misericordia sobre todo para aquellos que estaban excluidos de la atención de los poderosos e incluso de las autoridades religiosas de su tiempo. Por eso, cada vez que la comunidad cristiana transforma la indiferencia en proximidad —esta es una verdadera conversión: transformar la indiferencia en proximidad y en cercanía—, cada vez que la Iglesia hace esto y transforma la exclusión en pertenencia, cumple su propia misión profética. De hecho, no basta defender los derechos de las personas; es necesario trabajar para responder también a sus necesidades existenciales, en las diversas dimensiones, corporal, psíquica, social y espiritual. Cada hombre y cada mujer, de hecho, en cualquier condición se encuentre, es portador, además de los derechos que deben ser reconocidos y garantizados, también de instancias aún más profundas, como la necesidad de pertenecer, de relacionarse y de cultivar la vida espiritual hasta experimentar la plenitud y bendecir al Señor por este don irrepetible y maravilloso.

Generar y sostener comunidades inclusivas —esta palabra es importante, inclusivas, siempre— significa, entonces, eliminar toda discriminación y satisfacer concretamente la exigencia de toda persona de sentirse reconocida y de sentirse parte. No hay inclusión, de hecho, si falta la experiencia de la fraternidad y de la comunión recíproca. No hay inclusión si esta no es más que un eslogan, una fórmula para usar en los discursos políticamente correctos, una bandera de la que apropiarse. No hay inclusión si falta una conversión en las prácticas de la convivencia y de las relaciones.

Es necesario garantizar a las personas con discapacidad el acceso a los edificios y a los lugares de encuentro, hacer accesibles los lenguajes y superar barreras física y prejuicios. Pero esto no basta. Es necesario promover una espiritualidad de comunión, para que cada uno se sienta parte de un cuerpo, con su irrepetible personalidad. Solo así cada persona, con sus límites y sus dotes, se sentirá animada a hacer la propia parte por el bien de todo el cuerpo eclesial y por el bien de toda la sociedad.

Les deseo a todas las comunidades cristianas que sean lugares donde “pertenencia” e “inclusión” no sean más que palabras para pronunciar en ciertas ocasiones, sino que se conviertan en un objetivo de la acción pastoral ordinaria. De este modo podremos ser creíbles cuando anunciamos que el Señor ama a todos, que es salvación para todos e invita a todos a la mesa de la vida, nadie excluido.

A mí me conmueve mucho cuando el Señor narra la historia de ese hombre que había hecho la fiesta por la boda del hijo y no vinieron los invitados (cf. Mt  22,1-14). Llama a los siervos y dice: “Id al cruce de las calles y traed a todos”. “Todos” dice el Señor: jóvenes, ancianos, enfermos, no enfermos, pequeños, grandes, pecadores y no pecadores… ¡Todos, todos, todos! Este es el Señor: todos, sin exclusión. La Iglesia es la casa de todos, el corazón del cristiano es la casa de todos, sin exclusión. Debemos aprender esto. Nosotros estamos, a veces, un poco tentados de ir por el camino de la exclusión. No: inclusión. El Señor nos lo ha enseñado: todos. “Pero este es feo, este es así…”. Todos, todos. La inclusión.

Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo, en el cual escuchamos cotidianamente boletines de guerra, vuestro testimonio es un signo concreto de paz, un signo de esperanza por un mundo más humano y fraterno, para todos. ¡Id adelante en este camino! Os bendigo de corazón y rezo por vosotros. ¡Gracias por lo que hacéis, gracias! Y os pido que recéis por mí. ¡Gracias!



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