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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OFICIALES DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Sala Clementina
Jueves, 27 de enero de 2022

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¡Excelencia,
queridos prelados auditores!

Dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, empezando por el decano, monseñor Alejandro Arellano Cedillo, a quien doy las gracias por sus palabras. Y gracias por las dos últimas cosas que ha pedido al Papa: consuelo y bendición. Me gusta. Es una petición pastoral. Gracias.

Saludo a los oficiales, a los abogados y a los otros colaboradores del Tribunal apostólico de la Rota Romana. A todos les presento mis mejores deseos para el Año judicial que hoy inauguramos.

El itinerario sinodal que estamos viviendo interpela también este encuentro nuestro, porque involucra también al ámbito judicial y vuestra misión al servicio de las familias, especialmente de las que están heridas, aquellas necesitadas del bálsamo de la misericordia [1]. En este año dedicado a la familia como expresión de la alegría del amor, tenemos hoy la ocasión de reflexionar sobre la sinodalidad en los procesos de nulidad matrimonial. El trabajo sinodal, en efecto, aunque no tenga una naturaleza estrictamente procesal, debe ser puesto, sin embargo, en diálogo con la actividad judicial, para favorecer un replanteamiento más general de la importancia que la experiencia del proceso canónico tiene para la vida de la fieles que vivieron un fracaso matrimonial y, al mismo tiempo, para la armonía de las relaciones dentro de la comunidad eclesial. Preguntémonos entonces en qué sentido la administración de la justicia necesita un espíritu sinodal.

En primer lugar, la sinodalidad implica caminar juntos. Superando una visión distorsionada de las causas matrimoniales, como si en ellas se afirmaran meros intereses subjetivos, hay que redescubrir que todos los participantes en el proceso están llamados a contribuir al mismo objetivo, el de hacer resplandecer la verdad sobre una unión concreta entre un hombre y una mujer, llegando a la conclusión sobre la existencia o no de un verdadero matrimonio entre ellos. Esta visión del caminar juntos hacia un fin común no es nueva en la compresión eclesial de estos procesos. Al respecto, es célebre el discurso a la Rota Romana en el cual el venerable Pío XII afirmó «la unidad del objetivo, que debe dar especial forma a la obra y a la colaboración de todos aquellos que participan en el tratamiento de las causas matrimoniales en los tribunales eclesiásticos de todo nivel y especie, y debe animarlos y unirlos en una misma unidad de intención y acción» [2]. Con esta óptica él delineó la tarea de cada participante en el proceso para buscar la verdad, manteniendo cada uno la fidelidad a su rol. Esta verdad, si es amada realmente, se vuelve liberadora [3].

Ya en la fase prejudicial, cuando los fieles se encuentran en dificultad y buscan una ayuda pastoral, no puede faltar el esfuerzo para descubrir la verdad sobre la propia unión, presupuesto indispensable para poder llegar a la sanación de las heridas. En este marco se comprende la importancia del esfuerzo para favorecer el perdón y la reconciliación entre los cónyuges, y también para convalidar eventualmente el matrimonio nulo cuando esto es posible y prudente. Así se comprende también que la declaración de nulidad no debe ser presentada como si fuera el único objetivo a alcanzar frente a una crisis matrimonial, o como si esto constituyera un derecho independientemente de los hechos. Al considerar la posible nulidad es necesario hacer reflexionar a los fieles sobre los motivos que les mueven a pedir la declaración de nulidad del consentimiento matrimonial, favoreciendo así una actitud de acogida de la sentencia definitiva, aunque no corresponda con la propia convicción. Solo de esta manera los procesos de nulidad son expresión de un efectivo acompañamiento pastoral de los fieles en sus crisis matrimoniales, lo que significa ponerse a la escucha del Espíritu Santo que habla en la historia concreta de las personas. Hace dos o tres años hablamos del catecumenado matrimonial.

El mismo objetivo de búsqueda compartida de la verdad debe caracterizar cada etapa del proceso judicial. Es verdad que en el proceso tiene lugar, a veces, una dialéctica entre tesis contrastantes; sin embargo, lo contradictorio entre las partes debería desarrollarse siempre en la adhesión sincera a lo que para cada uno aparece como verdadero, sin cerrarse en la propia visión, pero estando abiertos también a la contribución de los otros participantes en el proceso. La disponibilidad a ofrecer la propia versión subjetiva de los hechos se vuelve fructífera en el cuadro de una adecuada comunicación con los otros, que sabe llegar también a la autocrítica. Por eso no es admisible cualquier voluntaria alteración o manipulación de los hechos, dirigida a obtener un resultado pragmáticamente deseado. Aquí me paro, y pido disculpas, para señalar un peligro muy grande. Cuando no se supera esto, también los abogados pueden hacer daños terribles. Hace un mes un obispo vino a quejarse, porque tenía un problema con un sacerdote. Un problema grave, no matrimonial, un problema de disciplina grave que merecía ir a juicio. El juez del tribunal nacional —no estoy hablando de este o aquel país— llamó al obispo y le dijo: “He recibido esto. Yo haré lo que usted me diga. Si usted me dice que lo condene, lo condeno; si usted me dice que lo absuelva, lo absuelvo”. ¡Esto puede suceder! Se puede llegar a esto si no hay unidad en los procesos también con sentencias opuestas. Ir juntos, porque ¡está en juego el bien de la Iglesia, el bien de la gente! No es una negociación que se hace. Perdonadme, pero esta anécdota me ha iluminado mucho.

Este “ir juntos” en el juicio vale para las partes y sus patronos, para los testigos llamados a declarar según la verdad, para los peritos que deben poner al servicio del proceso su ciencia, así como en modo singular para los jueces. De hecho, la administración de la justicia en la Iglesia es una manifestación del cuidado de las almas, que requiere preocupación pastoral para ser servidores de la verdad salvífica y de la misericordia. Este ministerium veritatis asume un peculiar relieve en los obispos, cuando juzgan en primera persona, sobre todo en los procesos más breves, así como cuando ejercitan su responsabilidad hacia los propios tribunales, mostrando también así su preocupación paterna en relación con los fieles. Y vuelvo sobre una cosa que desde el primer momento he dicho siempre: el juez originario es el obispo. El decano me ha saludo diciendo: “el Papa, juez universal de todas…”. Pero esto es porque soy obispo de Roma y Roma preside todo, no porque tengo otro título. Gracias por esto. Si el Papa tiene esta potestad es porque es obispo de la diócesis de la que el Señor ha querido que el obispo fuera el Papa. El verdadero y primer [juez] es el obispo, no el vicario judicial, el obispo.

La sinodalidad en los procesos implica un ejercicio constante de escucha. También en este ámbito es necesario aprender a escuchar, que no es simplemente oír. Es necesario comprender la visión y las razones del otro, casi identificándose con el otro. Como en otros ámbitos de la pastoral, también en la actividad judicial es necesario favorecer la cultura de la escucha, presupuesto de la cultura del encuentro. Por eso son perjudiciales las respuestas estándar a los problemas concretos de las personas individuales. Cada una de ellas, con su experiencia a menudo marcada por el dolor, constituye para el juez eclesiástico la concreta “periferia existencial” de la que debe moverse toda acción pastoral judicial.

El proceso requiere también una atenta escucha de lo que las partes argumentan y demuestran. De particular importancia es la fase instructoria, encaminada a la constatación de los hechos, que exige a quienes la conducen saber conjugar la adecuada profesionalidad con la cercanía y la escucha. Y esto, ¿requiere tiempo? Sí, requiere tiempo. ¿Requiere paciencia? Sí, requiere paciencia. ¿Requiere paternidad pastoral? Sí, requiere paternidad pastoral. Los jueces deben ser oyentes por excelencia de todo lo que emerge en el proceso a favor y en contra de la declaración de nulidad. Están obligados a ello en virtud de un deber de justicia, animado y sostenido por la caridad pastoral. De hecho, «la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios» (Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 311). Además, —como suele suceder por regla general— hay un colegio de jueces, cada juez debe abrirse a las razones presentadas por los otros miembros para llegar a un juicio ponderado. En este sentido, en vuestra acción de ministros del tribunal, no debe faltar nunca el corazón pastoral, el espíritu de caridad y de comprensión hacia las personas que sufren por el fracaso de su vida conyugal. Para adquirir tal estilo es necesario evitar el callejón sin salida del legalismo, que es una especie de pelagianismo legal; no es católico, el legalismo no es católico; es decir, de una visión autorreferencial del derecho. La ley y el juicio están siempre al servicio de la verdad, la justicia y la virtud evangélica de la caridad.

Otro aspecto de la sinodalidad de los procesos es el discernimiento. Porque el sínodo no es solamente preguntar opiniones, no es una encuesta, en la que vale lo mismo lo que cada uno dice. No. Eso que uno dice entra en el discernimiento. Se necesita capacidad de discernir. Y no es fácil el discernimiento. Se trata de un discernimiento fundado en el caminar juntos y en la escucha, y que permite leer la concreta situación matrimonial a la luz de la Palabra de Dios y del magisterio de la Iglesia. La decisión de los jueces parece, pues, como un sumergirse en la realidad de un hecho vital, para descubrir en ella la existencia o no de ese hecho irrevocable que es el consentimiento válido en que se funda el matrimonio. Solo así pueden aplicarse de forma fructífera las leyes relativas a las formas individuales de nulidad matrimonial, como expresiones de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia sobre el matrimonio. Aquí opera la prudencia del derecho, en su sentido clásico de recta ratio agibilium , es decir, virtud que juzga según la razón, o sea con rectitud en el ámbito práctico. Volviendo a ese ejemplo: “¿Qué quiere? ¿Lo condeno o lo libero?”.

El resultado de este camino es la sentencia, fruto de un atento discernimiento que conduce a una palabra de verdad sobre la vivencia personal, destacando así los caminos que pueden abrirse desde allí. La sentencia, por tanto, debe ser comprensible para las personas implicadas: solo así se convertirá en un momento de especial relevancia en su camino humano y cristiano.

Queridos prelados auditores, de estas consideraciones que deseaba presentaros emerge cómo la dimensión de sinodalidad consiente resaltar las características esenciales del proceso.

Os animo, por tanto, a proseguir con fidelidad y laboriosidad renovadas vuestro ministerio eclesial al servicio de la justicia, inseparable de la verdad y, en definitiva, de la salus animarum . Un trabajo que manifiesta el rostro misericordioso de la Iglesia: rostro materno que se inclina ante cada fiel para ayudarlo a conocer la verdad sobre sí mismo, aliviándolo de las derrotas y del cansancio e invitándolo a vivir en plenitud la belleza del Evangelio. Renuevo mi estima y gratitud a cada uno. Pido al Espíritu Santo que acompañe siempre vuestra actividad y os bendigo de corazón.

Y no os olvidéis de rezar. Que la oración siempre os acompañe. “Estoy ocupado, tengo que hacer muchas cosas...”. Lo primero que tienes que hacer es rezar. Rezar para que el Señor esté cerca de ti. Y también para conocer el corazón del Señor: lo conocemos en la oración. Y los jueces rezan, y tienen que rezar, dos o tres veces más. Por favor, no os olvides tampoco de rezar por mí, obviamente. Gracias.

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[1] Cfr. Bula Misericordiae Vultus, 5: AAS 107 [2015], 402.

[2] Discurso a la Rota Romana , 2 de octubre de 1944: AAS  36 [1944], 281.

[3] Cfr. Jn 8,32.



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